Francisca “Doña Chica” Benítez cumplió 100 y su familia la agasajó a lo grande, como toda madre se merece. Reside en casa de su hija Damiana, en el barrio Las Dolores, desde el inicio de la pandemia, afrontando cada día con ganas y energía. Si bien ya no tiene muchas ganas de compartir grandes charlas, asintió desde la mecedora cada una de las vivencias que sus hijos fueron relatando durante la entrevista con Ko’ape.
Nació en Iturbe, Paraguay, el 10 de octubre de 1924, y en 1952 su papá, Santiago, la trajo a Posadas para trabajar en casa de unos conocidos comerciantes turcos de la ciudad, que vivían sobre la calle Buenos Aires.
En una de esas salidas a participar de los bailes y las kermeses que se realizaban en el Parque Japonés, se conoció con Liborio Apolinario Aguilera (ya fallecido), también paraguayo, pero de San Cosme y San Damián, que había llegado un poco antes en busca de trabajo.
Según sus hijas, estuvieron de novio durante un corto tiempo y se casaron en 1954, en Coronel Bogado, Paraguay, que es donde se estableció Santiago y sus nueve hijos restantes tras la muerte de la abuela Catalina. El papá de Francisca se volvió a casar “con su madrastra” y vino a vivir a la Capital de la Chipa.
Después que dieron el sí, Francisca dejó de trabajar porque su esposo prefería que no lo hiciera. “Quería ser el sostén de la casa, era mecánico y trabajaba en la IKA Renault. Durante los primeros tiempos alquilaban una casa en Junín y Roque Pérez, donde nació Juan Ángel, nuestro hermano mayor”, contó Elba Damiana, la menor de las mujeres, en compañía de Sara Eugenia y César Valentín.
Añadió que, después de mucho ahorrar, la pareja se compró una casa en el barrio Tajamar, Chacra 41, donde vivieron el resto de su vida y donde nacieron los demás hijos. Cuando se cerró la IKA, Liborio puso su propio taller mecánico que estaba ubicado sobre avenida San Martín y Tamareu, donde hasta ahora se conserva el tinglado que utilizaba para arreglar los autos. Falleció a los 64 años, a raíz de una enfermedad, justo durante el año en que se había jubilado. “Papá también era paraguayo y había venido a trabajar, pero mucho antes. Se encontraron acá, por el camino de la vida, en el Parque Japonés, que era la diversión del domingo”, comentó.
“Cuando eran chicos, la familia tenía una vieja camioneta Dodge en la que “mamá y papá nos llevaban a las piletas junto a los chicos del barrio. También al balneario El Brete y al viejo Rowing, pero como no éramos socios, se cruzaba el puentecito donde había un eucaliptal hermoso. Mamá preparaba algo de comer para la tarde, íbamos todos y nos divertíamos sanamente”.
Sara agregó que Francisca siempre fue ama de casa “porque papá no la dejaba trabajar. Ella quería emplearse en la fábrica de cigarros CIBA, ubicada en la esquina de avenida Roque Pérez y calle Arrechea, donde había presentado su currículum, pero papá no le permitió”. Como su esposo era mecánico, “traía la ropa muy sucia, y ella la dejaba impecable, lavando a mano porque no teníamos lavarropas. Lavaba, la ponía al sol, la volví a lavar. Su mameluco quedaba impecable, la ropa blanca era reluciente. Como amas de casa hacemos muy poco comparado a lo que ella hacía antes”, añadió.
Todos aseguraron emocionados que “estamos muy orgullosos de ella porque nos crio y nos mandó a todos a la Escuela Nº 1. En la secundaria, las hijas fuimos a la Comercio Nº 1 y al Instituto Santa Catalina, y los varones al Roque González”.
Contaron que, en épocas difíciles de la economía, “mamá hacía fila para comprar un kilogramo de azúcar o un rollo de papel higiénico. Cuando éramos chicos, siempre andaba buscando precios, compraba los alimentos perecederos y las verduras en el Mercado Modelo La Placita hasta donde iba caminando desde la Chacra 41. A Damiana la llevaba de la mano para que la acompañara a hacer los mandados porque los demás iban a la escuela. Cuando se abrió el supermercado California eligió quedarse con lo más cercano”.
De su niñez, recordaba que trabajaba mucho en la chacra, a la par de los hombres, limpiando cultivos tradicionales como el maíz y la mandioca. “Todos se levantaban muy tempranito y se iban a la chacra con el abuelo Santiago. En esa época en Iturbe era el auge de la caña dulce y ellos se ocupaban de la cosecha porque en la zona había un ingenio muy grande, que aún existe. Lo pudimos ver cuando íbamos a visitar a los parientes de mamá”. Cuando aún vivían en la ciudad ella era la encargada de llevar la comida a quienes trabajaban la tierra y para eso debía desplazarse alrededor de cinco kilómetros con la olla sobre la cabeza. “Lo primero era el desayuno, que no era té con leche que acostumbramos acá, sino siempre algo más sólido. Después había que acercar el almuerzo. Después hicieron una casita en la chacra entonces trabajaban todos y alguien regresaba más temprano para cocinar. Se quedaban todo el día y a la tardecita volvían a la casa al pueblo que era en Coronel Bogado. Así transcurría su vida allá hasta que se decidió a venir”, contaron, quienes heredaron de la abuela la elaboración de las tradicionales comidas paraguayas como la sopa, la chipa, el borí borí y el mbeyú con mate, endulzado con azúcar quemada con carbón, que era infaltable a la hora de merendar.
“Cuando se transmitía la Quiniela, mamá se sentaba frente al televisor con su anotador y cuando sacaba un premio era una alegría, compartía, compraba cosas para la casa y ropa para ella. También se pagaba el asado, que nunca faltaba los domingos”.
Francisca procuró estudiar, pero en ese tiempo prácticamente no los mandaban a la escuela, aunque ella sabía leer y escribir lo esencial. Liborio, en tanto, era más instruido y aprendió mecánica. Estuvo en Regional Máquinas, luego IKA Renault y después de un tiempo le dieron opciones. “Papá eligió irse y con lo que le pagaron los tantos años de trabajo, montó su propio taller. Pero falleció joven, no pudo disfrutar mucho de su jubilación”, lamentaron los hijos de “Doña Chica”, devota de la Virgen del Carmen y que cuando vivía en el barrio El Tajamar, iba todos los domingos a misa a la parroquia “Santos Mártires”.
Confiaron que Francisca, amante de la polka y el chamamé, sorprendía a sus hijos todos los días con un postre, sea mazamorra, arroz con leche o alguna crema. Y la cena era “sagrada” porque como Liborio era mecánico tenía que comer bien, al igual que en el almuerzo. “Creo que todos nos casamos sin saber lavar nuestra ropa interior porque mamá decía que nuestra obligación era estudiar, que ella se iba ocupar de hacer las demás cosas. Ella siempre hacía lo mejor para nosotros, siempre quería lo mejor y siempre recalcaba que no dejáramos de estudiar. Somos muy bendecidos porque nunca no nos falta nada, tuvimos una niñez muy linda y siempre había mucha alegría en la casa. A su manera, nos malcriaba. Era una genia”.