María “Marica” Horianski de Luján llegó a los 100 años y su familia la agasajó con una fiesta para homenajear a aquella que “nos regaló toda su vida”.
La “Nona”, como le gusta que la llamen desde que nacieron sus nietos, nació en Apóstoles, el 28 de julio de 1924, pero siendo niña -cree que cuando cursaba el quinto grado- sus padres se radicaron en la capital misionera donde su papá, Basilio Horianski, se ocupaba de regir los destinos de la empresa de transporte que, con los años, se volvería floreciente.
Sonriente, como en casi todo el tiempo en el que se extendió la entrevista, tiene muy presente, y recalca a cada instante, que “vivíamos sobre la actual avenida Uruguay al 881, a tres cuadras del mástil porque papá había comprado la esquina de Trincheras de San José y Uruguay, que ahora pertenece a mi hermano Tito”.
Su sueño era estudiar magisterio, de hecho, cursó hasta segundo año, pero como hermana mayor debía ocuparse de los más chicos: Daria, Federico, Rodolfo “Taca”, Benjamín “Chichin”, Mario “Cachito”, Guillermo “Cacho”, Luisa, Eduardo “Nene”, Julio César “Tito” y Ricardo. De todos modos, los quehaceres domésticos no le impidieron estar frente al aula, algo que rememora con regocijo.
Cuando contrajo matrimonio con Leandro Ramón Luján, un sargento primero de Gendarmería Nacional, oriundo de la provincia de Córdoba, se fueron a vivir a Jardín América, donde Doña María se desempeñó como “maestra Flor de Ceibo” por el término de dos años en un establecimiento de la zona.
Del lugar guarda pocas referencias. Ya no recuerda el número de escuela, solo mencionó a Berta Rey como su compañera; a Leiva, que era el director y a la familia Villaverde, que era la que vivía en frente. “Ahí todos nos llevábamos divinamente bien”, aseguró “Marica”, al tiempo que deslizó que en ese lugar “siempre estuve rodeada de muy buena gente, todos me respetaban, todos eran buenísimos, nunca tuve problemas con nadie”.
Entre las anécdotas que recordó, dijo que le gustaba ir descalza a la escuela. “Todos iban descalzos y para estar todos iguales, nosotros queríamos hacer lo mismo, pero a mamá no le gustaba la idea. Es por eso que nos sacábamos los zapatos y los guardábamos detrás de un arbusto a poco más de una cuadra de la Escuela 22, de Apóstoles. A la salida de clases, volvíamos corriendo y por suerte los encontrábamos y nos volvíamos a poner el calzado, de lo contrario mamá se iba a enojar mucho”.
Con Luján se conocieron a través de un amigo de Gendarmería, Carlitos Dal Ri, que era de Posadas. El noviazgo se extendió por un año y se casaron en la Iglesia catedral.
Alma de docente
Después de disfrutar de una hermosa fiesta, y con la ayuda memoria de sus hijos Cristina y Juan, nuera Sandra y su nieto, comentó que a medida que sus hermanos iban creciendo, “no demostraban ganas de seguir estudiando porque su intención era manejar un colectivo. Así pasó con los ocho varones de la casa. Empezaban como guarda y, cuando tenían la edad, pasaban a ser chofer. A cada hijo, papá le regaló un colectivo y una línea para realizar el recorrido, cada vez que alguno se independizaba. A ambas hijas nos compró una casa. A cada uno de los hijos nos facilitó la herramienta, una base para seguir progresando, el que pudo crecer lo hizo”.
Añadió que cursó estudios de magisterio hasta segundo año, pero como era la mayor de los once, siempre tenía que ser la encargada de los más chicos. “Ella nos cuenta que la educación de su época tenía otro nivel. Aún se acuerda de las tablas, de resolver un problema de regla de tres, y tenía una correcta escritura y expresión”, acotaron sus familiares.
Finalmente, trabajó como maestra por dos años, pero dejó en claro que “papá no me dejó estudiar. Quería que quedara a ayudar a mamá, María Danieluk, a lo antiguo. Sin embargo, a mi hermana sí le permitió estudiar y recibirse de maestra. Y yo que tanto quería seguir estudiando, con lo inteligente que era y que me gustaba tanto, no quiso, tenía que quedar acompañar a mamá, me parece una barbaridad”.
Doña María fue madre de siete hijos (tres pares de mellizos): Primero llegó Alicia; luego las mellizas Elba Noemí “Mimi” y Ana María; los mellizos Ramón Eduardo “Negro” y Juan “Juanchi” y los mellizos Cristina “Cristi” y Fernando Basilio “Nando”. Entre todos le regalaron 17 nietos: Silvana Evelyn, Yuby, Ana Carolina, Mariana, Mariela, Franco, Agustina, María Fernanda, Soledad, Estefanía, Luchi, Matías, Leandro, Sebastián, Juani y Valentina. Y hoy su vida se alegra con 15 bisnietos.
“Igual tuve un buen concepto en la escuela. Pude dedicarme a enseñar a los alumnos de primer grado a leer y a escribir, con dibujitos. Era socia de la revista de educación, ciencia y letras La Obra, que traía todo detallado y me preparaba en base a eso”, indicó quien cumplía su tarea de guardapolvo blanco y en horas de la mañana.
Sostuvo que “tuve que dejar la escuela porque tenía que acompañar a mi esposo a su nuevo destino, por problemas de salud. Estando en Jardín América, él hacia guardia en la costa del Paraná y yo vivía en una casa de madera, cuya puerta se cerraba trabando con un cuchillo. A pesar de eso, y a pedido de mi marido, a veces iba a dormir a la casa de una amiga, o llevaba a mis hermanos más pequeños para que me hicieran compañía. Con mi sueldo de maestra compré una manzana en la que estaba la casa de madera, que se vendió cuando abandonaron el pueblo. En ese entonces renuncié a la escuela y fue una lástima”.
Cuando su esposo enfermó, se fueron a vivir a Córdoba, donde nacieron los tres pares de mellizos (solo la mayor nació en Posadas). La familia vivió en Quilino, a unos 150 kilómetros de la capital, durante 22 años, hasta que decidieron regresar a Misiones, más allá que “nuestras vacaciones siempre eran en la tierra colorada, junto a todos los tíos y primos”.
A la fiesta de los 100 años, en la que permaneció hasta entrada la madrugada, asistieron más de cien invitados. Además de sus hijos, nietos, bisnietos, estuvieron sus hermanos, sobrinos y ahijados, que no veía desde hace mucho. También la sorprendieron algunas amigas de Córdoba, donde vivió varios años.
Recuerdos de la infancia
“Marica” relató que su papá, un descendiente de ucranianos que le gustaba tocar el violín -aún tararea la melodía del vals vienés que Basilio aprendió a tocar de oído- y la verdulera, dedicó toda su vida a los colectivos, pero que, en los comienzos, transportaba a sus pasajeros en el tradicional carro polaco, y terminaba descansando bajo sus ruedas. Luego Basilio se convirtió en el propietario de la empresa Central Argentino, que llevaba pasajeros de Posadas hacia Apóstoles, y viceversa.
“Primero trabajaba en la chacra y luego incursionó en el transporte. Fue el primero en tener colectivos. Fue precursor del transporte. Cuando se había consolidado económicamente, compró una casa sobre la avenida Uruguay, y trajo al resto de la familia” para poder continuar expandiéndose desde la capital de la provincia. Su hija Cristina confió que el abuelo “era un poco más instruido”.
Sin embargo, “mi abuela era analfabeta porque quedó huérfana de madre siendo muy pequeña porque su mamá murió después de tener a su hermanito. Ella debió hacerse cargo de ese niño y de otros tres hermanitos, sin tiempo para poder ir a la escuela. Apenas sabía rubricar su firma”.
María Danieluk, su mamá, cosía ropas. Compraba determinada cantidad de telas a fin de poder hacer las piezas del mismo color tanto para las nenas como para los varones. “Mamá era muy de la casa. Iban con papá a hacer las compras a San Javier porque era más barato, traían ropa de industria brasilera. Traía cantidad de telas y confeccionaba las camisas, los pantalones”, indicó mientras señalaba una vitrina que se exhibe en el living de su casa. “A ese mueble lo fui a comprar con mi papá. Y después de tantos años la recibí en herencia, y está intacta”.
Recordó a la Posadas con calles de tierra y que, cuando era más grande, a los 18, “íbamos a dar vueltas a la plaza. Los varones para un lado y las mujeres para otro. Era una hora y media de paseo y de vuelta a casa”. No la dejaban ir al cine y al baile “fuimos poco, pero siempre acompañadas por una madre, con la mamá de mi amiga, la de Franco. Ella venía a buscarme y luego me traía. Nos tenían bien cortito. Teníamos que pedir a papá que nos dé permiso, solas no íbamos a ir. Papá daba permiso, aunque mamá era más brava. Preguntaba a qué hora íbamos a volver. Pero luego supe que, gracias a ellos, uno está. Mejor que fue así, tenernos más controladas que dejarnos sueltas”, reflexionó.
Mujer y madre ejemplar
Entre tantas otras cosas, sus hijos la celebran como una excelente cocinera. Aseguran que se destaca en la preparación de las milanesas, los ñoquis y la salsa, las empanadas, cuyas tapas antes amasaba, pero con el paso de los años le significaba un poco de esfuerzo. Se especializaba en el borsch y los niños envueltos. La pastafrola y el pan cuca, también son su especialidad.
Contaron que se ocupaba de visitar a sus hermanos todas las semanas y que siempre honró a sus padres porque cuando vivía cerca de ellos, iba a verlos todas las tardes. Empezó a concurrir más asiduamente a la parroquia Espíritu Santo del barrio El Palomar, cuando pudo soltar un poco las responsabilidades, a sus hijos, y dedicarse un poco a ella.
“Iba a la misa y a las festividades posibles, sobre todo de Pascua de Resurrección porque, al ser eslavos, preparaba el pan llamado Pasca, las comidas tradicionales, llevaba a bendecir. De regreso a casa, cada uno de sus hermanos y de sus hijos, iba a compartir la pasca bendecida y los alimentos”.
Por lo general, los domingos, todos iban a la casa de “Marica” con la excusa que vivía cerca de La Garita, tenía terreno grande y era más fresco, y porque ella siempre estaba disponible y dispuesta a recibir a la vista. Hace unos años, se mudó más cerca del centro, pero le costó adaptarse a espacios más pequeños porque en su terreno tenía muchas plantas que en el nuevo hogar quedaron reducidas a algunas macetas.
Durante toda la vida, tejió a máquina o con dos agujas para todos los hijos y nietos, para grandes, para chicos, para bebés. Cada uno tiene en casa un souvenir de la “Nona”. Siempre fue incansable. Ahora ya no tiene muchas ganas, le gusta mirar televisión y que la vengan a visitar. Siempre se muestra coqueta, arreglada, espléndida. “Sin pintura labial no sale a ningún lado. Cuando era más joven vivía de ruleros, se los ponía a la mañana para estar espléndida a la tarde”, apuntaron.
“Decimos que está más allá del bien y del mal. Nos dio toda su vida, no tuvo vida, la tuvo para nosotros, para mi papá, para sus hermanos, sus papás, su vida es alrededor nuestro. Ella es cero maldad, nos aconsejaba que no opináramos de las cosas que no sabíamos, que dejáramos que cada uno se arreglara, siempre apaciguando. Nunca la escuchamos decir algo con maldad. Y nosotros fuimos criados con el ejemplo de nuestros padres, la solidaridad, el compromiso, el respeto, el trabajo, la responsabilidad, y la humildad, por sobre todas las cosas”, subrayó Cristina, emocionada.
Su nieta Evelyn tuvo la dicha de convivir con la abuela y era la que siempre la acompañaba en sus viajes y a los cursos a los que Doña María asistía (cocina, tejido a máquina). “Siempre quiso superarse y aprender. Gracias a ella, la Pascua, la Navidad, el Año Nuevo y los cumpleaños son una fiesta. En esas fechas, empezaba a cocinar desde temprano, a acomodar las sillas, y al caer la tarde comenzaba a poner el mantel, los platos. Siempre hizo todo casero y, a la mesa, que cada vez era más extensa, la llenaba de diferentes comidas. Le gustaba recibir a toda la familia, todos estaban invitados”.