Parece un bosquejo ideado para un cuento, pero es real. Con apenas cuatro años, el teniente Néstor Roberto Estévez, caído en combate en Pradera del Ganso, el 28 de mayo de 1982, hablaba de ir a las Islas Malvinas para recuperarlas. Lo manifestó su hermana María Julia Estévez (73), quien mantenía un vínculo muy estrecho con el séptimo de los nueve hermanos.
Recordó que estudió en el Colegio Militar porque esa fue siempre su vocación. “Siempre dijo que iba a ser militar, desde chiquito. Le gustaba mucho dibujar, lo hacía muy bien, y sus personajes eran todos militares. Él era el jefe e iba a ir a recuperar las Islas Malvinas. Lo decía desde que tenía cuatro años. Los más grandes le seguíamos la corriente”, también su papá, Roberto Néstor “Pipo” Estévez, quien se ocupó de solicitar los requisitos para el ingreso cuando su hijo promediaba los estudios secundarios en el Colegio Nacional.
Cuando percibió que la cuestión iba en serio, a María Julia le invadió la desesperación. Trataba de que cambiara de idea porque, para ella, “ser militar era algo que no tenía mucho sentido. Le decía, ‘sos un tipo tan inteligente, capaz. Podés estudiar abogacía, ingeniería y, después, cuando te recibís, te enganchás en el Ejército’. La respuesta que recibía era: ‘No, quiero ser militar’. Insistía con que no le iba a gustar porque ‘sos un Quijote que siempre andás defendiendo a los pobres y abandonados, no te gusta que te mandoneen y en el Ejército vas a tener que agachar la cabeza y obedecer las órdenes más absurdas. No vas a aguantar eso, y te van a echar a la semana’. ‘Voy a probar’, contestaba”, rememoró.
Cursaba el quinto año del Nacional cuando le enviaron un voluminoso libro y prácticamente todo el programa que incluía matemática, física y química, “que Roberto odiaba, pero aprobaba todos los años, porque se esforzaba muchísimo. Entonces, cuando llegó todo eso, agregué: Viste lo que te dije, ¿por qué no estudiás otra cosa?. ‘Voy a estudiar esto. Voy a ir a hablar con la tía Clara para pedirle que me prepare’. Ella no tuvo problemas, pero le advirtió que tendría que venir a estudiar todo el año, todos los días, porque esto en la escuela secundaria no lo dan ni cerca. Así que volvía a casa muy cansado, y debía resolver los ejercicios para el día siguiente. Mientras sus compañeros salían a bailar los viernes o sábados, él ponía la excusa de que tenía que estudiar, a pesar de que le encantaba la farra, los asaltos. Fue tremendo, y yo rogaba que se cansara, que claudicara, y me dijera: tenés razón, esto no es para mí”. Pero ese momento jamás llegó.
A fin de año le mandaron el formulario para la inscripción y la fecha del examen de ingreso, así que viajó a Buenos Aires en diciembre con la idea de sacar muy buen puntaje para poder elegir caballería, porque quería ser como el general San Martín. Como no tenía adónde quedarse mientras rendía, le ofrecieron la opción del Colegio Militar. Pero en esa semana de permanencia “vio cómo unos cadetes de cursos superiores de caballería maltrataban a un subalterno, que debía hacer salto rana, cuerpo a tierra. A partir de ahí se inclinó por infantería”. Tras esa primera frustración, llamó a su padre por teléfono, le contó que había aprobado y que había elegido infantería. “¿No era que ibas a hacer de caballería, como San Martín?. Ya no, papá. Después te cuento. Voy a ser Infante del Ejército Argentino. Esperaré a que me entreguen las notas y viajo de regreso a Posadas. Cuando llegó, bailaba en una pata. Yo seguía con la desesperación y le digo: la verdad es que te felicito porque evidentemente te esforzaste mucho. Sacaste muy buen puntaje, pero estoy muy amargada porque vas a entrar al Colegio Militar. Y me contestó: ‘Te prometo que si después de uno o dos meses, veo que no sirvo, salgo y estudio otra cosa en Buenos Aires’”.
Roberto se volvió a ir, y María Julia… “¡lo extrañaba tanto!”. Supo que no le iban a dar licencia hasta las vacaciones de invierno y como ella trabajaba, tenía sueldo, era soltera y vivía en casa de sus padres (Pipo y Julia Berta Benítez Chapo), le dijo que iba a verlo para Semana Santa y que se iban a encontrar en casa de una tía, hermana de su mamá. “Organicé todo, pedí licencia, compré pasajes y me fui. Cuando lo vi, estaba tan flaco que parecía un espárrago y con el pelo corto, cuando siempre lo usaba largo porque estaba de moda y era fachero. ¿Pero qué te pasó?. ¿Estás bien?. ¿Estás sano?. ¿Comés bien?. ‘Como la comida del colegio, que no es la de un restaurante. Además, nos tienen trotando todo el santo día y a la noche también, porque no nos dejan dormir. Vayamos al centro, a comer algo como la gente, al cine, al teatro, vamos a hacer todo lo que podamos hacer’. Nos quedamos charlando, y le digo: Roberto, ¿estás seguro de que vas a seguir? No te voy a decir que es divertido, vivimos con sueño, siempre tenemos hambre, siempre estamos cansados, los de segundo, tercero y cuarto año, nos tienen de punto, no nos dejan dormir, nos hacen lustrar los bronces a cada rato, nos hacen despegar los botones de las camisas porque nos dicen que están mal pegados, y los volvemos a pegar, nos hacen lustrar las cosas de madera, tenemos que encerar los pisos, aunque ya estén encerados y, además, tenemos que estudiar para las clases de la mañana”, relató.
“Y, ¿para qué te quedás?, ¿para sufrir? -le pregunté-. ‘Mirá, si llego a las vacaciones de invierno y estoy vivo, me quedo y no me van a doblegar. Te prometí algo, pero me voy a quedar, así que no hablamos más del tema’. Fue tajante.
La decisión estaba tomada y María Julia le confió que iría a visitarlo cada vez que pudiera organizarse. Fue así durante todo el tiempo que permaneció en el Colegio Militar. “Nos escribíamos, porque no había otra forma de comunicarse. Redactaba una carta para cada uno de los hermanos, aunque más no fuera media carilla, y las colocaba en el sobre de mamá, porque era muy familiero, muy buen hermano”, manifestó entre lágrimas.
Al año siguiente, su hermano Octavio, con quien también fue muy unido, viajó a Buenos Aires para seguir veterinaria. Entonces, cuando María Julia viajaba “era para juntarnos los tres, para salir a comer. Era una relación muy linda. Cuando venía a Posadas, si se quedaba una semana, dos o tres días estaban dedicados a papá, con quien salían a comer, a tomar café, y charlar horas interminables. Los cuatro o cinco días restantes eran dedicados a sus amigos, ex compañeros de colegio, con quienes hacía lo mismo que cuando estaba en la escuela secundaria: sentarse en el cordón de la vereda de casa y hablar hasta que amaneciera. Siempre tuvo eso de dedicarle a la familia y a los amigos el tiempo que fuera necesario. Por eso lo sigo extrañarlo todos los días, aunque hayan pasado más de 40 años. Lo extraño porque no nos vemos, pero lo recuerdo siempre con mucha alegría. Lo imagino llegando a casa, sonriendo y abrazando a todo el mundo, al igual que cuando nos encontrábamos en Buenos Aires”.
Recordó que la última vez que lo vio, que estuvo en Posadas, fue cuando realizaba el curso de comando, cuya instrucción en selva le correspondió hacer en el Regimiento de Infantería de Monte 9, de la localidad de San Javier. “Roberto pidió a su jefe que lo autorizada a llamar a casa, pero en cambio, el superior le permitió que viniera un día a Posadas. Papá aviso a los hermanos que podían acercarse, y comimos juntos un asado. Estaba chocho porque no había venido a Misiones con la idea de ver a la familia y, finalmente, pudo hacerlo. Al regreso de la instrucción, venía a buscarlos un avión de combate gigantesco. Fernando, nuestro hermano más chico -militar retirado-, papá y yo, fuimos a despedirlo al aeropuerto. Ofreció a Fernando subirse al avión y cuando bajó, le temblaban las piernas de la emoción. Fue la última vez que estuvimos con él”, lamentó.
Aunque “son recuerdos lindos. Se despidió como que ya no nos íbamos a ver. Le dijo a papá: ‘Pronto van a enterarse de algo muy grande, que está por ocurrir’. Y nos abrazamos. Y subieron al avión. Ya no lo vimos más”. Pensando, dedujeron que “a lo mejor sabía algo. Tal vez, como eran comando, durante la preparación, les dieron a entender o les dijeron algo”. La próxima vez que supieron de él, ya estaba en Malvinas.
Roberto Estévez fue destinado al Regimiento 25 de Colonia Sarmiento, Chubut, que viajó a Malvinas en su totalidad. Estaba al mando del general Mohamed Alí Seineldín y tenían órdenes de controlar la frontera con Chile, porque Sarmiento está en el medio de la provincia, y la costa. Y en una de las cartas había comentado a su padre que “había estado haciendo un relevamiento de toda la costa atlántica. Evidentemente algo sabía, porque no hubiera hecho ese comentario cuando nos despedimos. No pensé que no lo iba a ver más. Todavía les tenían que dar el resultado del curso comando, que aprobó con excelente promedio. Estaba en la cresta de la carrera, con muchísimo empuje y los jefes hicieron un informe excelente después de que terminó esa capacitación. Empezaba una carrera brillante”, alegó su hermana.
“Tuvimos una relación muy linda. Nos gustaba mucho el cine, la música clásica y el folclore, así que salíamos a comprar discos. En esa época la calle Lavalle, de Buenos Aires, estaba cubierta de disquerías y librerías. Amanecíamos revolviendo textos usados. Rescatábamos de todo y, como él no podía llevar nada al Colegio, volvía con una caja llena de libros, discos y cosas para él. Cuando se sacaba el uniforme, le encantaba comprarse ropa, porque era muy fachero”.
Comentó que, tras el curso comando, volvió al Regimiento 25, cuando ya no debía permanecer allí porque le tocaba el pase a otro Regimiento -los trasladaban cada cuatro años-. Es que, “le pidió al jefe quedarse un año más por haber estado ausente durante mucho tiempo mientras estuvo haciendo el curso. Por eso él se fue a Malvinas. Seineldín lo apreciaba muchísimo a Roberto, y viceversa. Decía del entrerriano, que era el líder, el jefe que deseó tener siempre. Estaba re feliz cuando contó a papá que se quedaba un año más”.
El 2 de abril de 1982 todo el mundo se despertó con la noticia del desembarco en las Islas Malvinas. María Julia ya se había casado y cuando escuchó la radio llamó a “Pipo” para preguntar si se había enterado. Dijo: “Sabés que duermo con la radio prendida. Estoy seguro de que Roberto está en Malvinas. ¿Te acordás lo que dijo cuándo se despidió?, que ya íbamos a enterarnos. Él está allá. Al otro día, a través de un radioaficionado, Roberto se contactó con papá y le confió: ‘Esto es lo que toda la vida deseé. Dios me está acompañando’”, continuó la mujer, tratando de reponerse a un nuevo quiebre.
Sección distintiva
María Julia destacó la selección que su hermano hizo de los soldados, cómo los fue formando, cómo les recalcaba la manera de cuidarse y comportarse entre ellos, la solidaridad y la amistad que tenían que cultivar. Además, “como era muy religioso, rezaba el rosario todos los días, por la mañana y a la noche, cuando terminaban las actividades y los bombardeos; arrodillados, tomados de la mano, rezando el rosario. Después de 40 años todo ese grupo sigue unido. Generalmente se reúnen en Córdoba porque la mayoría reside allá”.
“Estar frente a la tumba de Roberto fue asumir que ya no volvía. Me hizo mucho bien, me trajo mucha paz. Por supuesto que lo extraño siempre, todos los días, pero fue tranquilizador. Creo que a todos nos pasó lo mismo”.
En la reciente ceremonia realizada en el día de su cumpleaños (nació el 24 de febrero de 1957) en la Compañía de Monte XVIII de Bernardo de Irigoyen -única que lleva el nombre de Roberto-, estuvieron cuatro de sus “muchachos”, que se siguen refiriendo a él como “mi teniente”.
“Me consta que están permanentemente en contacto, porque pude compartir con ellos varios encuentros. Si a alguno le pasa algo, se llaman por teléfono, se conocen entre familias, es una cosa increíble. Dicen que se lo deben a Roberto, porque él tenía cuatro años más que ellos y los cuidaba como si fuera su padre, los protegía, preguntaba si habían escrito a sus casas, si extrañaban. Los llamaba para que hablaran y se desahogaran. Les decía: ‘Tenemos que distinguirnos, tenemos la obligación, porque nos ordenan controlar el avance de las tropas inglesas e impedir que entren’. Hasta los ingleses reconocieron después al decir que ‘si quedaban vivos media hora más, no podían avanzar’. La guerra fue horrible, era un enemigo muy superior, con armamento mucho más moderno, pero ellos reconocieron que creían que, como eran jovencitos, les iban a pasar por arriba y, sin embargo, les costó muchísimo. Cuando finalmente se rindieron, los ingleses ordenaron a Juan Gómez Centurión y a otros soldados que recogieran los cuerpos y les dieran sepultura. Juan fue el que reconoció el cadáver de Roberto por la forma que tenía de atarse los borcegos. Y le puso el nombre a la bolsa del cadáver”.
“Tuvieron la suerte de que el teniente, que era el jefe de la Sección Bote, escribiera desde Malvinas muchas cartas a los hermanos, primos, amigos. Estaba siempre en contacto. Pudieron enviarle una encomienda con muchísimas cosas que pidió para sus soldados (chocolate, galletitas dulces, té, yerba, medias de algodón, crema para la cara, vitamina C, ropa de abrigo, pulóveres que pudieran ponerse debajo de los uniformes). Supieron que recibió y lo repartía a diario entre sus soldados”.
Los restos del teniente Estévez siguen en Malvinas. Siempre decía que los militares fallecidos debían quedar en el lugar en el que combatieron. “No sé si era una decisión personal o si la leyó en alguna parte”. En 1983 u 84, alguien del Ministerio de Defensa se contactó con Don Pipo y preguntó si querían traer los restos de Roberto, “como si las Malvinas no son argentinas. Papá no hablaba mucho. Leyó la carta y me la mostró. Me dio mucha rabia, porque viniendo de un área tan importante, era como reconocer que todo eso no había servido para nada. Le digo a papá, ¿vos qué pensás?, y me responde: que todos tus hermanos lean la nota y después conversamos. Entonces agregué: Ya qué no me vas a decir qué pensás, te digo que Roberto tiene que quedarse en Malvinas porque hay un cementerio donde están los argentinos y ahí se tiene que quedar. Tenemos la suerte de que la tumba esté identificada, pero a mí me da lo mismo que esté identificada o no, porque para mí todos son argentinos. Papá no dijo nada, pero todos pensamos exactamente lo mismo, que él se tenía que quedar allá porque él estaba feliz de haber ido a Malvinas y de morir allí. Estaba seguro de que no iba a volver porque no se iba a rendir, iba a seguir luchando hasta el último cartucho y lo iban a matar, así que ahí se iba a quedar”. Era algo determinante.
“Pipo”, que se desempeñó como comerciante y despachante de aduanas, se fue apagando y murió después que Roberto. “Eran muy unidos. Roberto era para papá lo que él hubiera querido ser. Eran muy parecidos, hablaban mucho, no sé de qué, horas enteras, hasta el amanecer. Les gustaba mucho la historia. Después del 82, cuando llegaba la Navidad y empezábamos a organizar adónde juntarnos, decía: Ya no me entusiasma la reunión familiar porque sé que Roberto no va a llegar. Fue pasando el tiempo y llegó un momento que papá tenía una tristeza, de extrañarlo, no quería levantarse, no quería comer, no quería salir. Le decía: pero papá está Fernando, vos todavía tenés mucho para dar. Un día me dijo: Quiero que me dejen tranquilo, en paz, no me quiero levantar más, no me despierten más. Quiero quedarme en mi cama y además Fernando va a estar bien porque están ustedes. Sé que no lo van a dejar nunca solo. La vida no tiene sentido. Ya di todo lo que podía dar. Y en realidad creo que tenía razón”.
“Era un gran tipo”
El día en que se enteraron de la muerte de Roberto fue horrible. Según María Julia, después del 28 de mayo, la guerra empieza a terminar. Tras las rendiciones, los soldados de determinados regimientos llegaban a Buenos Aires, pasaban los días y la familia posadeña no tenía noticias de su hijo. La nada misma. Solo lo que comunicaba la radio, que no era mucho. Quien era novia del teniente estaba Buenos Aires y lo buscaba en la lista de desaparecidos, de muertos, heridos, recorría los hospitales. Roberto no estaba en ninguna parte. No era prisionero. No estaba, por ningún lado. Llamaba por teléfono a Posadas para preguntar a la familia si había noticias. Pero nadie la tenía. Nada. Un día “Pipo” confesó a María Julia: “¿Sabes qué Roberto murió? Lo digo porque no sabemos nada de él y eso es muy raro. Si estuviera vivo, de alguna manera nos iba a hacer saber, se iba a contactar conmigo”. Para consolarlo, le decía que por ahí estaba escondido, en algún otro lado, que iba a aparecer en algún momento. “La esperanza es lo último que se pierde, a lo mejor está herido, a lo mejor no sabe quién es, a lo mejor están en un barco prisionero, vamos a seguir esperando”.
“No, él murió”, decía mi padre. “Pero papá, si estuviera muerto Marta lo hubiera encontrado en las listas de las bajas”, contestaba yo. A lo que él añadía: “Si querés seguir esperando, seguí, pero creo que él murió. Así que ya no lo espero más”. La premonición fue tajante.
Todas las noches Argentina Televisor a Color (ATC) dedicaba un espacio a la guerra y a los soldados que volvían, a los regimientos que llegaban. Había periodistas en Comodoro Rivadavia, en Buenos Aires, en Puerto Belgrano. Embarazada, María Julia estaba en su casa junto a quien era su esposo y a su hermano José María. Se disponían a comer pizza, esperando ese informativo. “No sé para qué, porque era una amargura. Al iniciar, enfocaron a unos soldados que bajaron de un colectivo. Los periodistas se acercaron, los rodearon y empezaron con preguntas que incluían el nombre, dónde estuvieron y de qué Regimiento eran. Uno de ellos dice: somos del 25, de Sarmiento, Chubut. Nos quedamos helados, escuchando. Agregó que estuvieron en Pradera del Ganso. ¡Parecía todo preparado!. ¿Quién es el jefe?. Nuestro jefe fue un gran tipo. El teniente Roberto Estévez. Me puse como loca y empecé a gritar a José María que papá tenía razón, que Roberto murió. Pero no dijo que murió, trataba de convencerme y tranquilizarme. Y lo más increíble fue que, después de eso, cortaron la transmisión”.
Sugirió a su hermano que fuera a casa de “Pipo” porque seguramente también estaba viendo la tele. “Le ordené que se quedara ahí, que nadie atienda el teléfono, la puerta, y si papá estuviera acostado que siguiera durmiendo, hasta saber algo más”. En instantes, un mundo de gente se reunió delante del edificio mientras ella se cuestionaba cómo era posible que “nos enteremos de esa manera, que nadie nos informara nada, cuando hacía un mes que estaba muerto. Fue una noche de locos”. Un familiar fue a golpear la puerta del jefe de la Brigada y le exigió que averiguara. Se contactaron con Buenos Aires y al otro día apareció alguien con un telegrama informándole al padre de Estévez sobre la muerte de su hijo.
“Fui al cementerio argentino en Malvinas en 1999. Fue algo muy impresionante porque hasta ese momento esperaba que Roberto viniera en vacaciones. Era como que sabía que estaba muerto, pero me faltaba eso”.
Cuando el hombre llegó a la casa paterna, los hijos ya le habían dado la terrible noticia, aunque hacía quince días que venía sospechando. La miró a María Julia y afirmó con un “¿viste que te dije?”.
A mediados de julio, cuando las aguas se aquietaron, aunque siguió el desfile de compañeros y familiares residentes en el interior, María Julia, Octavio y Marta, la novia del teniente, viajaron a Chubut en busca de sus pertenencias, en su mayoría discos, ropas y libros que, luego, fueron donados a la biblioteca del Colegio Militar, donde Estévez pasaba buena parte de las horas. Allí recibieron, por parte de la jefatura, una carta de despedida para “Pipo” y otra para Marta, donde la animaba a continuar con sus planes y a rehacer su vida, lo que indica que “sabía que no iba a volver” al continente.
De la misiva entregada al padre, la Comisión de Familiares de Malvinas mandaron a hacer un afiche enorme con su foto y una leyenda que decía: “La Argentina tiene héroes”, y con eso empapelaron Buenos Aires. Fue la primera vez que todo el mundo la había visto, es realmente una carta hermosa que, de tantas copias, la original se terminó extraviando. Más tarde, llegó el libro “Cartas de amor y coraje” donde, en un trabajo minucioso, la periodista y escritora Marisa Bisceglia, reflejó la vida de este oficial del Ejército Argentino que entregó su vida por la Patria.
Genera admiración y respeto
María Julia entiende que “la gente joven tiene que saber que Roberto era un tipo común y corriente, un vago en el colegio, que por ahí se llevaba materias para rendir, que le gustaba ir a bailar, pero que, cuando se proponía algo, no paraba hasta lograr su cometido. Para él, las cosas eran blancas o negras, no había intermedias”.
Se jugaba la vida por sus amigos, sus soldados, sus compañeros, sus ocho hermanos: Julio Roberto, Mercedes, José María, María Julia, María Josefa, María del Carmen, Octavio y Fernando. “Creo que esas cosas se tienen que tomar como modelo. Cualquiera puede ser buena persona y mantener sus valores. Eso es lo importante”, acotó.