Elsa Mabel Rodas (65) soñaba con ser enfermera desde pequeña pero jamás pensó que su trabajo podría ser de suma utilidad para la Patria, asistiendo a los heridos provenientes de un conflicto bélico.
Las cosas se dieron de tal manera que, a poco de recibirse, se incorporó a la Armada Argentina y su destino fue el Hospital Naval de Puerto Belgrano, hasta donde eran derivados los soldados heridos en combate en las Islas Malvinas.
Nacida en Campo Viera, en el seno de una familia de tareferos, contó que fue “rotando” por Misiones, de acuerdo surgían las tareas dentro de los yerbales. Finalmente, sus padres, Benedicto Rodas y Lidia María Martínez, se establecieron en 2 de Mayo, y pudo cursar la primaria en la Escuela N°99.
Su padre estudió enfermería y comenzó a trabajar en el hospital de esa localidad. Algo parecido a lo que hizo su abuelo, Secundino Alfonso Rodas, que perteneció al Ejército paraguayo y falleció muy joven.
“A mí, esas cosas me llamaban la atención desde chica, al punto que agarraba alguna jeringa que mi papá tenía y aplicaba a las gallinas. Era una travesura mía”, dijo, en referencia a esta profesión que se extendió de generación en generación.
Tras separarse de Rodas, Martínez, junto a sus 14 hijos, vino a vivir a Posadas. “Había una necesidad tremenda de trabajar. Vivimos en la casa de un amigo de mi hermano, que ya había hecho el servicio militar. Mi madre enfermó de cáncer, nosotros éramos todos chicos y no sabíamos bien de qué se trataba. Mi padre apareció en escena, nos condujo, nos orientó, y se volvió” a la Zona Centro. Y “en mí, nació la vocación porque decía, voy a estudiar algo para ayudar a mi mamá. Ingresé a la Escuela de Enfermería que era propiedad de un sanatorio privado. Trabajé solamente un año porque la Armada Argentina llamaba por todos los medios a los jóvenes argentinos que quisieran cubrir el escalafón enfermería, y otras especialidades. Pensé que esa podría ser mi oportunidad. Hablé con mamá, que no quería que me fuera, pero entendió que era por una necesidad económica”, comentó.
En 1980 ingresó a la Armada Argentina como enfermera. Esa fue la primera salida lejos de la familia. Su mamá, hermanos y vecinos la acompañaron hasta la vieja terminal de ómnibus de Mitre y Uruguay. Fue la imagen de la nostalgia que la acompañó por muchos años.
Ingresó apenas llegó a destino, y luego de pasar por exámenes rigurosos. Volvió a capacitarse porque era “un ambiente militar”, algo totalmente distinto a lo habitual.
“Las chicas eran muy rectas, nosotras veníamos del campo, con una formación distinta, pero ellas ya tenían una preparación más enérgica y me ayudaron mucho. En todo momento nos brindaban capacitación que acá no habíamos visto. Teníamos pacientes, aprendimos otras técnicas”, recordó quien desde hace quince años está radicada en una chacra de Santa Ana, y encara un ambicioso proyecto con el fin de generar un espacio de encuentro para los excombatientes y “malvinizar” a la población.
El día menos pensado
Así es que llegó el primero de abril de 1982, y Rodas estaba de guardia junto a sus compañeras en Puerto Belgrano, en el sur de Buenos Aires. En horas de la madrugada pasó un suboficial informando que “no entregáramos la guardia al otro día. Pero como eso pasaba habitualmente, no me pareció extraño. A las 11, el director médico, capitán de navío Federico Horgan, hizo la formación e informó que, en las primeras horas, tropas argentinas desembarcaron en las Islas Malvinas, que hubo un enfrentamiento armado, que dejó fallecidos y heridos”.
Les comunicó, además, que a partir de ese momento el Hospital Naval se convertiría en Hospital de Apoyo Logístico y Centro de Operaciones de la Guerra de Malvinas. “De esa manera, nos enteramos que estábamos en medio del conflicto bélico. Obviamente que quedamos en shock porque jamás habíamos vivido una guerra. Tenía 24 años y mis compañeras entre 20 y 25”, contó.
El capitán de navío adelantó al grupo que, posiblemente, “iban a llegar los primeros heridos y el fallecido, el capitán Pedro Edgardo Giachino. Nuestro colega, el cabo enfermero Ernesto Ismael Urbina, era el herido grave. Sugirió que empezáramos a repasar técnicas de enfermería en heridos de guerra, algo que no teníamos incorporado, porque no es lo mismo atender a un accidentado que a un herido de guerra. Empezamos a prepararnos junto a nuestros superiores inmediatos, suboficiales, supervisores”.
El día pasó volando, y a las 18, avisaron que estaban llegando los heridos con el cuerpo de Giachino, a quien bajaron primero y lo llevaron directamente a la morgue, que no era muy lejos de la guardia.
“Enseguida fuimos a verlo con un grupo de enfermeras. Era como una necesidad que teníamos. Estaba muy flaco, consumido, con la ropa camuflada, y una campera de color verde o celeste claro. La zona del abdomen estaba cubierta de sangre al igual que sus borcegos, y la cara pintada. Lo que hicimos fue entrelazar sus manos, y rezamos. Eso es lo que se nos vino a la mente, e inmediatamente, regresamos a la guardia a esperar a los heridos”, rememoró.
Todo el personal de sanidad estaba en las inmediaciones de la guardia. “Queríamos ver llegar a nuestro colega Urbina. Estaba pálido, pero en un tono jocoso dijo: ¿toda esta gente me vino a esperar? Sabíamos que venía semianestesiado pero gravísimo. Estaban su mamá y su hermana. Lo ingresaron a la guardia para un diagnóstico rápido y continuaron hacia el quirófano. Allí lo tuvieron durante unas seis horas porque un proyectil le abrió la zona abdominal y, él mismo se hizo los primeros auxilios. Pasó a recuperación y al tercer día llegó a la sala en la que estábamos nosotras. Fue un honor asistirlo como colega”.
“Vi mucho patriotismo, vi a jóvenes gritando ¡viva la patria! entrando a la sala, con heridas graves. O nos cantaban la canción de la Armada, y eso era como que nos levantaba el ánimo, estando ahí en el medio. ¿Cómo no íbamos a tener el coraje y la voluntad de atenderlos?, correr, estar lúcidos en todo momento. Eran muchísimos pacientes, estaban en todos lados”.
En lo que siguió del mes, no hubo mayores heridos, hasta que, a fines de abril, cuando arribó la flota británica a Malvinas, “empezamos a recibir a heridos de todo tipo, de armas de fuego de grueso calibre, de pie de trinchera, que era la primera vez que veíamos”, dijo, y explicó que se trata del pie que está mucho tiempo en el frío y con humedad, sin circulación.
Como el combatiente “estaba sin moverse, o se movía muy poco, quedaba como entumecido, y cuando se sacaba el borcego, el pie ya estaba totalmente azul a negro, los dedos en descomposición, pero no los sentía a raíz del frío. Tuvimos la experiencia, como enfermeros, de ver ese tipo de patología”.
Los quemados del ARA Belgrano
Llegó el 2 de mayo de 1982, y otra vez el director, en pleno trabajo arduo, al que estaba sometido todo el personal de sanidad (médicos, enfermeras, mucamas, administrativos) informó que habían hundido al glorioso Crucero ARA “General Belgrano”. Fue alrededor de las 20.
Luego se reunió con los superiores y se decidió evacuar un sector importante del hospital (maternidad, neonatología, pediatría, sala de partos, tocoginecología). Un grupo se encargó de llevar a todos los pacientes allí internados al hospital civil, fuera de la base. Otro grupo, de maestranza y limpieza, se encargó de baldear esos sectores y sacar la ropa de cama. Se empezaron a esterilizar grandes cantidades de sábanas y almohadas para preparar la sala del quemado.
“Nosotros, personal de enfermería, debíamos colocar las sábanas, preparar los respiradores, los aspiradores, los pie de suero, armar completamente todo, cambiándonos a cada instante el guante, barbijo y gorro, porque las sábanas esterilizadas no se pueden tocar con la mano, y así empezar a trabajar. Eso ocurrió el 3 de mayo, y todavía no teníamos pacientes”, señaló.
El 4 de mayo empezaron con la capacitación sobre grandes quemados. “Teníamos dos médicos especialistas en cirugía torácica y reparadora. Nos enseñaban y nos mostraban diapositivas de la Segunda Guerra Mundial porque no había tecnología y menos aún, formas de ver otras técnicas empleadas. Observamos eso y los médicos nos describían cómo podían llegar los pacientes. Lo que se sabía era que el Crucero se había incendiado y hundido. Desconocíamos la gravedad de las quemaduras. Teníamos una ansiedad tremenda porque conocíamos la técnica y la practicábamos en todo momento, pero no sabíamos cuántos pacientes eran ni el estado en que iban a llegar. Las versiones eran diversas, entonces nos pedían que no escucháramos esas cosas, que nos centremos en la información certera”.
El 5 de mayo, alrededor de las 17, iniciaron el arribo, con la ropa pegada a la piel. “Los esperaba una fila de enfermeras con camillas. Algunos venían anestesiados, con pie de suero, otros en silla de ruedas, pero quemados de pie a cabeza. Yo solo pensaba que la vida de esa persona dependía de mí, que tenía que ser fuerte, tenía que estar entera para ella. Empezaron a recibirlos en la sala sucia, donde se sacaba al paciente todo lo que se le podía quitar, la ropa quemada, los borcegos. Todo debía ser rápido porque se podía observar que eran unos cuantos”. Luego se pasaba al toilette, que estaba preparado con una pileta grande donde se introducía al paciente en una solución de iodo povidona jabonoso. Allí trabajaba el cirujano, la enfermera y la instrumentadora. “Lo que se hacía ahí era cepillar al paciente porque venía con restos de petróleo, algas, totalmente contaminado. Lo que no se podía sacar ahí, se quitaba en una segunda etapa”, describió Rodas.
“Como decían que iban a atacar la Base Naval de Puerto Belgrano, hicimos zafarrancho de combate en varias oportunidades. Trabajábamos en la oscuridad, y cuando pasaba el helicóptero y sonaba la alarma, teníamos que resguardar a nuestros pacientes porque no sabíamos si era de verdad que nos atacaban o estábamos en una práctica, en el caso que nos atacaran”.
Aseguró que se trabajó muchísimo ese 5 y 6 de mayo, solo en la recepción de pacientes. Venía uno tras otro y “había un intenso olor a carne humana quemada, del que no te olvidas nunca más”. Recién el 7, pudieron saber “cuántos eran, evaluar quienes revestían mayor gravedad. Tardaba entre tres y cuatro horas la curación de un paciente que estaba muy quemado. El sector donde estaban era totalmente estéril, pero se sentía el olor. Había que disponer de muchísimo suero porque tenía albúmina, antibióticos, había muchos sueros colgando y éramos nosotras las que sabíamos sobre el goteo, cuándo terminaba, el estado del paciente, si esa cantidad de líquido que ingresó, después egresó. Había que hacer el balance de cada paciente cada dos horas. Se trabajó muchísimo hasta diciembre de ese año, que fue cuando recibieron el alta los últimos”. Reiteró que los más quemados se fueron de alta en diciembre de 1982, “con la piel marcada, con secuelas, pero todos lograron salvarse. En el hospital no falleció ninguno de ellos”.
“Cuando finalizó la guerra, seguimos trabajando y pasamos a ser invisibles. No sabemos el porqué. Durante 30 años no pudimos hablar. Pensamos que, al terminar, iban a evaluar nuestro trabajo, si lo hicimos bien, mal, si teníamos que profundizar algún tema, mejorar alguna técnica. Pero no fue así. Nada. Ni siquiera tuvimos un día de franco de más. Terminó todo y empezamos a devolver un montón de cosas que habíamos pedido prestado a otros servicios, comenzamos a armar las salas tal como estaban inicialmente y que desarmamos para esta misión. Y pasamos a ser invisibles. Jamás nadie nos llamó”, lamentó.
Con el paso de los días, “supimos que teníamos algo adentro que hasta el día de hoy no sabemos qué es. Pero la mayoría decidimos vivir así, lejos de todo, en silencio, con esa paz que necesitamos encontrar. Nuestros superiores nunca nos llamaron para decirnos, hicieron bien, se merecen esto o lo otro, un aliciente”, acotó.
En 1985, pasó a desempeñarse en el Hospital Naval de Ushuaia, y en 1989, solicitó la baja, porque se había creado el Hospital Regional de esa ciudad y se necesitaban enfermeros.
A los 59 años se acogió al beneficio de la jubilación, y regresó a Misiones, donde la esperaba su madre enferma. “Nunca me gustó el frío, pero me fui al sur porque empezaba a sentir eso que no sé qué me pasa, quería ir adonde terminaba el mundo. Treinta años después, vi por televisión, desfilar a nuestros pacientes, y pensé en buscar a mis compañeras porque nunca más me contacté con ellas”.
Se encontraron a través de las redes sociales y “supe que a todas les pasa lo mismo. Éramos 160 y ahora rondamos las cien. La mayoría sigue en Puerto Belgrano. Nos propusimos armar algo para que los alumnos sepan, que el país sepa que nosotros existimos, y conformamos la Asociación de Enfermeros Civiles Hospital Naval de Puerto Belgrano. Empezamos a hablar, a salir a los colegios, a las escuelas, a hacernos conocer mediante esta historia que estoy contando. Al poco tiempo, nos contactó la historiadora cordobesa Alicia ‘Nany’ Panero, que empezó a escribir el libro ‘Mujeres Invisibles’, evidenciando que las mujeres que estuvimos presentes en las distintas situaciones del país, nunca fuimos nombradas”.
Después fue el turno de la catamarqueña Sandra Solohaga, que hizo el libro testimonial “Mujeres Olvidadas de Malvinas”.
Un lugar para el reencuentro
Cuando vio a sus pacientes amputados por televisión, Rodas pensó enseguida en un lugar “donde nos podamos reencontrar. Eso siempre estuvo en mi cabeza, y todo lo fui haciendo despacito”.
Mientras trabajaba en el hospital, y aún faltaban diez años para la jubilación, empezó a cursar la carrera de turismo en la sede de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, en Usuhaia, y a los seis años se recibió de licenciada. Es por eso que cuando se estableció en la chacra de Misiones, “lo hice con las herramientas necesarias”.
Se radicó a tres kilómetros del pueblo de Santa Ana, monte adentro. “Mi hermano me avisó sobre la venta de este lugar, y lo compré en 1997. Vivo lejos de todos. En todo momento sentí que tenía que estar lejos”, dijo la mujer que no logró formar una familia y cree que se debe “un poco a esto”.
Tiene un coraje increíble, como cuando, sin querer, era parte de la guerra, y no le temía a la muerte. En este lugar padeció la inseguridad, la falta de agua, de electricidad, y la falta de empatía de los funcionarios para abrir unos metros del camino vecinal que la conecta con la zona urbana. La lluvia deja huellas que se tornan intransitables, entonces tiene que salir con el pico, la pala y la azada, a arreglar el camino. Es que hasta el lugar llegan veteranos de guerra con muleta y en sillas de rueda, “pero aun así no hay posibilidades de arreglo”.
“Siento que contribuí con la Patria, y si lo tendría que volver a hacer, lo haría, porque la Patria es todos los días. Siento que estuve en el lugar exacto cuando la Patria me necesitó. Es un lugar al que no cualquiera va. ¿Quién quiere estar asistiendo a un herido de guerra?, no es lo mismo que a un accidentado, uno siente otra cosa. Siento que cumplí a pesar que estuvimos en la retaguardia”.
Va tomando forma
En el predio arbolado de doce hectáreas proyecta espacios de homenaje. Por ejemplo, habrá un sendero del recuerdo “ARA San Juan”, en honor a los dos submarinistas misioneros. “En ese sendero estarán representadas las distintas fuerzas que combatieron en Malvinas, la Operación Rosario con el capitán Giachino, más adelante, estará el Ejército Argentino con la historia del teniente Roberto Estévez, el perro Cisneros, Gendarmería Nacional, Prefectura Naval. Se buscará contar la historia a través de testimonios, libros, pertrechos militares, que estoy gestionando, como un paracaídas que conseguí, para ir ilustrando el lugar”, comentó.
En el sector de abajo del terreno, habrá un sector dedicado al Hospital Naval, “con nuestros testimonios, nuestras capas, cofias, gorras, lo que usábamos. La idea es mechar todo con comidas típicas, y con artesanías que confecciono (veladores con troncos, con botellas, bachas para baños, telares, atrapasueños) para bancarme los gastos del mes hasta que vuelva a cobrar”.
En un quincho amplio, acondicionado por ella, armó una cocina de campaña, con horno. A un costado, lucen varios tablones y mesas para los comensales, muchos de los cuales ya usaron el espacio para desgranar recuerdos. En su soledad, Rodas se ingenia. “Hago de todo, mando a hacer solamente lo que no sé confeccionar”.
Aquí “encuentro la paz en la soledad, es la mejor compañera que tengo. No siento miedo, no tengo frustración, soy muy feliz con esta soledad que encontré”, sentenció.
Además de este proyecto, Rodas realiza mucha ayuda humanitaria, visita aldeas aborígenes, a quienes les provee de mercaderías y útiles escolares, gracias a la colaboración de amistades y conocidos. En esas escapadas, siempre busca hablar de la Guerra de Malvinas, “de lo que nos tocó vivir a cada uno. Los argentinos tenemos que malvinizar un poco más. Creo que todos los días tenemos que hablar de Malvinas, no solo el 2 de abril o el 10 de junio”.
Alimentar al enemigo
Entre el 28 de abril y el primero de mayo de 1982, debieron asistir a dos prisioneros británicos heridos, cuya historia clínica estaba con el nombre reservado. “Nos los trajeron dos suboficiales y el médico a la sala. Teníamos una orden médica, que decía que teníamos que darle la comida y los medicamentos, y la orden militar, era que no teníamos que hablar con ellos porque estaban en condición de prisioneros”, dijo Rodas, y aseguró que para ella “no fue fácil. Me costó aceptar que tenía que darle de comer al enemigo en la boca, porque tenía los brazos enyesados. Afortunadamente los superiores tenían la habilidad de explicarnos y la lucidez de ver las cosas desde otro ángulo. Ellos son prisioneros de guerra, pero son dos pacientes más, y ustedes son enfermeros en la guerra y en la paz. Cumplan con la orden, o tienen la baja”. A pesar de esa advertencia, eran muchos sentimientos encontrados. “Amamos la profesión por eso somos enfermeros. Pero había esa guerra interna. Porque teníamos la sala completa de heridos por culpa de las fuerzas a las que representaban estos dos pacientes. Hasta que lo aceptamos. Cuando me tocó darles la comida, que creo que fue al segundo día, ellos tranquilamente dijeron muchas gracias en castellano. Ellos hablaban, nosotros nunca les respondimos. Solamente cumplíamos con la orden”.