Pocas veces en la historia argentina ocurrió que la grieta sea tan grande y evidente. Y no se trata de las diferencias que alimenta la dirigencia política entre sí y que contagian a sus seguidores, sino de la grieta entre la sociedad y sus representantes. Al menos desde el retorno de la democracia cuesta identificar un momento de tamaña separación entre lo que siente y espera la gente y lo que dice y hace la mayoría de los políticos.
El intento de asesinato contra la Vicepresidenta fue a todas luces un punto de quiebre que por nada terminó de esta y no de otra forma, pero no debería dejar de advertirse que, de ser otro el final, un Estado estuvo a punto de no serlo. Y ni así la agenda política se arrima mínimamente a la social.
Tras el shock inicial de la causa, la identificación y detención de los responsables y la investigación en curso, la realidad fue ubicando a cada quien en lo suyo. Y es que Argentina no permite reflexionar mucho tiempo sobre lo mismo y exige pasar al siguiente tema que, les ocurre a casi todos, tiene que ver con la crisis en nuestras economías personales.
Pero la dirigencia navega otro tipo de necesidades y por tanto sus tiempos y formas son otros. Afirman que el desempleo baja, pero no tienen en cuenta que muchos ya ni siquiera lo buscan. Protagonizan fuertes debates sobre seguir o no con las PASO, sobre si ampliar o no la Corte Suprema, sobre la viabilidad de un Presupuesto que siempre termina siendo testimonial y con metas y proyecciones que se desbaratan en un trimestre. Batallan por lugares en el Consejo de la Magistratura.
Siguen en las antípodas mientras la mayoría se desangra por llegar lo más dignamente posible a fin de mes.
Mientras tanto la pobreza se vuelve más estructural de la mano de una inflación impiadosa, de la falta de empleo de calidad y de medidas congruentes en sectores neurálgicos como la educación. La grieta se ensancha, pero ellos parecen no querer advertirlo.