La última semana de un primer trimestre furioso en lo económico arroja datos que deberían llamar al optimismo. Una baja en los índices de pobreza o la desaceleración de los precios de los alimentos serían una gran noticia en cualquier parte del mundo, menos en Argentina, donde nos fuimos acostumbrando (o nos indujeron a ello) a resignarnos a aceptar lo menos peor.
Las “victorias” en este caso siguen siendo pírricas y lejos están de ser victorias. Son más bien pequeñas pausas en una escalada crítica cuyo final aún no se advierte a pesar de las infinitas exhortaciones al optimismo que componen el discurso político.
El Gobierno podría decir que durante la última semana de marzo el precio de los alimentos, uno de los rubros centrales de la inflación, creció por debajo de las últimas marcas.
Pero al final de ese tramo del discurso existe una contundencia: la inflación general de marzo estará cerca de los seis puntos porcentuales, contra el 4,7% que se observó en febrero… Y pensar que ese registro de febrero nos había parecido espantoso.
Y si de resignarnos a aceptar lo menos peor se trata, vale hablar de la pobreza. El Gobierno podría alegar a su favor que se confirmó la baja del flagelo a fines de 2021 teniendo en cuenta que el índice quedó en 37,3% contra el 40,6% del primer semestre de ese año y contra el 42% del segundo semestre de 2020. Pero la contundencia detrás de ese dato “positivo” es que la pobreza afecta hoy a más de 17 millones de personas que habitan el país y que sigue pegando más fuerte entre los menores de catorce años donde el índice supera el 51% y afecta a más de 5.5 millones de niños y niñas.
Es por esos datos contundentes detrás de las victorias pírricas que no celebramos que los índices hayan bajado, sino que asumimos que se trata de una realidad pasajera que sin embargo sigue siendo dura y que pronto podría empeorar.
En algún momento quizás dejaremos de resignarnos a lo menos peor y asumiremos una actitud más activa sobre lo que nos ofrecen las dirigencias.