Cuentan que hace muchos, muchos años, allá por la zona de San Javier, vivía en medio del monte y en las barrancas del Uruguay un hombre flaco, de espesa y ondulada barba. Algunos lo vieron desnudo, untado con lodo, en largas exposiciones al sol. Apenas un taparrabo lo cubría.
Habitaba una casa de madera y dos mujeres -madre e hija- realizaban las tareas domésticas. Un amigo le acercaba provisiones desde el puerto de San Javier.
Como estos individuos, que un día recalan por estas tierras, hubo varios cuyas historias nunca se llegaron a saber. Aparecían, hacían vida de casi ermitaños y sin aparente motivos, volvían a desaparecer. No fue así este caso.
Un episodio casi cotidiano lo transformó en “curandero”, denominación que daba la gente que entonces carecía de hospitales o, aunque más no fuera, salas de primeros auxilios, a aquellos que tenían el arte de curar. O al menos, lo intentaban.
Un muchacho accidentado, con el brazo destrozado por un hachazo, era traído en improvisada camilla desde un obraje, en procura de un médico. El hombre, de apellido Welch, hizo que lo acostaran sobre una mesa, le aplicó morfina y con un serrucho, cercenó el brazo ya irrecuperable. Limpió la herida, lo vendó y, créase o no, el muchacho se salvó.
Como es de imaginar, la voz corrió prontamente y casi sin darse cuenta, comenzó a atender a la pobre gente y a sus males, propios de la región: úlceras en la piel, parásitos, uras y piques, fiebres, enfermos de una y otra orilla, llegaban en botes y en chalanas.
Le atribuían manos de santo y comenzaron a llamarlo “El barbudo del río” o “El barbudo milagroso”. Hasta que un día lo apresaron bajo la acusación de estafar a la gente con su curanderismo.
En realidad, Welch era médico recibido, nacido y criado en Buenos Aires, hijo de buena familia. Con su flamante título y futuro promisorio, de pronto vio truncadas sus ilusiones -novia incluida- . Se le había declarado una enfermedad que se consideraba incurable: lepra. Y ya con llagas a la vista, abandonó todo y sin decir a dónde, se alejó.
Mucho tuvo que ver un amigo al que el destino lo puso en su camino en el momento más crítico, cuando ya pensaba en el suicidio. Lo alentó a viajar y, tal vez, ayudarlo en un negocio non sancto: comprar y vender neumáticos.
Interesante saber que la operación se realizaba a lomo de mulas, por picadas. Que se ganaba el 1.000 por 100. Cada mula cargaba con dos cubiertas, pero era riesgoso porque a veces “se alzaban” y a la disparada se perdían en el monte. Parece ser que los ladrones -que luego las encontraban- ponían grasa de tigre en algún tronco, por donde estas pasaban y las bestias, al percibir el olor, salían asustadas.
Así llegó a la zona del Uruguay. El contacto con la naturaleza, más las compresas con cierto barro medicinal, lo curaron.
La historia termina con otras anécdotas, el reencuentro con sus padres y su permanencia ya definitiva en tierra misionera, ante el nacimiento de su hijito.
Que si en verdad existió, si la historia es cierta, si ese era su apellido, poco tiene que ver. No es muy diferente de otras recogidas por el mismísimo Horacio Quiroga. Esta la cuenta un entrerriano, García Carbone, que recorrió la zona, fue empleado de Banco o de Correo y que también se dedicaba a
la talla de maderas, autor de “El río solitario” y “Acuarelas misioneras”.
*Fragmento de un artículo publicado por PRIMERA EDICIÓN el 20 de agosto de 2009 (Por Rosita Escalada Salvo)