A lo largo de casi 40 años, Erminda Elba Uhrig (67) organizó el hogar de manera tal que salir a comercializar productos cosméticos en su barrio y en los alrededores, se convirtiera en una tarea súper llevadera. Durante los primeros tiempos cumplía los recorridos de a pie y, al poco tiempo, incorporó una bicicleta, de la que no se despega un solo día.
Nació en Maciá, Entre Ríos, pero a los pocos meses sus padres se fueron a vivir a Buenos Aires, donde, siendo adolescente, ingresó a trabajar a una fábrica textil. En una reunión de jóvenes de la iglesia luterana se conoció con el misionero Abel Operuk, que también había ido a probar suerte a la gran urbe, y cuando ella cumplió los 18, se casaron. Dos años más tarde, el matrimonio decidió venir a radicarse en Misiones.
“Vivimos tres años en Gobernador Roca y luego vinimos a Posadas porque a mí me gusta la ciudad”, dijo la mujer, que a los 29 años comenzó a vender cosméticos. “Elva, mi cuñada, vendía una línea y me gustó porque, por incorporarme, recibía un regalo. Para vender cosméticos hay que encontrarle el sentido. Hay que vender mucho, como en cualquier negocio”, manifestó desde su casa de Villa Poujade.
Actualmente trabaja para siete líneas. “Encontré la manera de dedicarme y me gustó porque tengo el rato libre, porque podía ir a la escuela a presenciar el acto de los chicos, acompañarlos, hacer las cosas de la casa. Había que tratar de que rinda. A mis tres hijos (Nelson, Lisandro y Diego) pude ayudarles gracias a esta actividad”.
“Hubo un tiempo en el que ya no querían imprimir más folletos, pero por insistencia de las clientas, volvieron al papel. Muchas veces el teléfono no tiene la capacidad para descargar el digital, entonces las dos cosas son útiles. Sigo usando el físico porque si están en una reunión familiar, se junta la hija, la nuera, entonces les dejo y mientras toman un mate, comen algo, hojean el folleto y siempre encargan algo”.
Gracias a las excelentes ventas realizadas y a las ocasiones que ofició como líder de grupo, Uhrig desconoce lo que es comprar platos, vasos, toallas, sábanos, que siempre abundaron en su hogar, como una manera de retribuir la confianza puesta en la empresa. “Me gané un lavarropas, microondas, aire acondicionado, horno eléctrico. No sé lo que es ir a comprar una plancha, cada vez que se quema una, ya tengo otra para reponerla. Todo gracias a las ventas”, celebró.
Añadió que “eso se produce porque tenés que tener un objetivo de venta. Por ejemplo, había que vender quince perfumes, y yo pedía ese número. Para ganarme las bicicletas -que su esposo iba adaptando con compartimientos para llevar cosméticos y cartillas- tenía que vender 130 cremas tanto de cara como de manos, y yo las pedía y después las vendía. Los vecinos estaban acostumbrados a que tuviera stock de algún producto. Los desodorantes no me tienen que faltar. Trato de tener un poco de cada cosa. En caso que no la tenga, invito al cliente a mirar el folleto y que encargue lo que le interesa”.
Había que seguir generando
Durante la pandemia la mayoría de las mujeres que se dedicaba a este rubro, dejó de vender por temor a salir y a contagiarse la enfermedad. Con todas las precauciones, Uhrig no dejó de salir porque consideraba que a los ingresos había que generarlos igual porque “la energía había que pagarla al igual que los impuestos. Además, porque las personas que cobraban por los servicios, también eran sus clientas”. Así, a lo largo de estos años, recorrió principalmente Villa Poujade, porque se dio cuenta que no le convenía alejarse mucho del punto neurálgico. Pero también pedalea por el barrio A 3-2, barrio Fátima, A 4 y San Jorge, donde la individualizan desde lejos, diciendo, “ahí viene la señora de la cartilla”.
Se enorgullece al señalar que, hasta el día de hoy, “no me quedé con cajas sin pagar. Iba de vacaciones, pero siempre dejaba pagada la caja porque la responsabilidad está, ante todo. Cuando llega una caja, la pagás, y al entregar el pedido ya tenés un motivo para vender otro. No quedás inactiva. Dejas el producto y el folleto o pasas a retirar el folleto y a cobrar. Es muy dinámico. Tenes que buscar la manera de estar siempre ocupada. Todos los días salís tipo trabajo de hormiga. Es como sembrar y cosechar”, acotó, al tiempo que confió que “a esta altura digo que no quiero vender más líneas, pero aun así me vienen a buscar”.
“Aprendí mucho porque en los inicios se realizaban cursos de capacitación para encarar la venta. Nos enseñaron que no teníamos que vender solo lo que está reflejado en el folleto, sino que teníamos que tener mercadería en stock para que una persona no tuviera que esperar durante veinte días la llegada de un desodorante. A pesar de la crisis hay productos que no se pueden dejar de comprar”.
Si bien Uhrig ya se jubiló, como este tema la apasiona, “no me puedo quedar en casa. Gracias a la venta, recibí muchas satisfacciones, viajé a distintas ciudades de Argentina, de Brasil y Paraguay. Hay mujeres que venden desde hace más de 50 años, hay algunas que venden más que yo, pero me conformo. Es para tener una pequeña entrada o para tus propios gastos de manicura, peluquería, para hacer alguna compra, porque hay muchas cosas que se necesitan en la casa. Eso me daba independencia económica. Esto es para la persona que tiene paciencia y que le gusta”.
Contó que las clientas “me pagan porque quieren seguir comprando, porque necesitan, me cuidan, me llaman para decirme que el dinero está disponible o para recordarme. Siempre tengo presente que a ese dinero lo tengo que cuidar, hay que pagar la caja a la empresa para continuar con el circulo, no se puede gastar. Vienen aplauden y preguntan por mí. Mi hijo me regaló un pizarrón para anotar quien viene, y el monto del dinero, si es que le dejan. Siempre trato de acordarme qué es lo que me pidieron cuando me vieron de paso. La cabeza está activa durante 24/7”, mencionó entre risas, quien tiene más de 30 muñecas que son como el Martín Fierro para las vendedoras de cosméticos. También atesora broches y diplomas que entregan durante las galas.
Ser vendedora de productos es para Uhrig “un compromiso” porque “haga frío, calor o llueva, hay que salir. Te levantas pensando para que lado voy, a quien tengo que ver. Hoy me salva mucho el teléfono al que me tuve que adaptar a la fuerza. Tuve que aprender. Fui preguntando y aprendiendo porque ahora es un permanente: mándame captura de pantalla, pedime este producto, y así lo hago, esté donde esté”.
Entre sus clientas, tiene de todo, pero predominan las amas de casa y las maestras. “Llego a la escuela con la bicicleta, les dejo las cartillas y, de paso, les llevo los folletos viejos para recortar, porque muchos chicos los utilizan para hacen manualidades. Por lo general, salía alrededor de las 9 y para las 11.30 estaba de regreso para empezar a preparar el almuerzo y tener todo ordenado. Ahora, de la cocina se ocupa mi esposo, que ya está jubilado. Pero no se trata de buscar un trabajo y descuidar la casa”.
Sostuvo que aprendió mucho porque en los inicios se realizaban cursos de capacitación para encarar la venta. “Nos enseñaron que no teníamos que vender solo lo que está reflejado en el folleto, sino que teníamos que tener mercadería en stock para que la persona no tuviera que esperar veinte días un desodorante”, expresó, al tiempo que recordó que, una de las empresas, cuando apenas ingresó al país, “regalaba sábanas si trabajabas durante cinco campañas, después un acolchado y la frazada. Habré ganado entre 30 y 40 sábanas que las iba vendiendo, porque no las usaba a todas. Siempre hay que tener estrategias. Tuve tías que eran vendedoras, pero yo fui más dedicada, le encontré el gustito”.