Por: Guillermo Martin López Gómez
El crespín es un ave solitaria. Dicen los lugareños que su silbido se escucha durante algunas siestas, pero jamás nadie lo ha visto. Su canto es por demás dulce melancólico, augurio de buen tiempo para quien lo escuche. Cuando canta el crespín la gente del campo se siente segura.
Decía mi abuela que ocultando la marca de bautismo que llevas en la frente y viendo hacia donde sopla el viento, podes ver lo que oculta el monte. Un extraño silbido había comenzado a sonar en mis oídos. Así que me ajusté un pañuelo en la frente y partí. De repente a mis pasos los guiaba una cautivante melodía. Me había alejado tanto, que ya no se escuchaba el sonido de los autos cruzando el puente. Abajo sólo hay tierra pantanosa en la que nadie se aventura. Oía un horrible canto susurrándome al oído, quise parar, pero fue imposible. Iba hacia una muerte segura. Me di cuenta de que me hallaba librado a mi suerte, a los dioses que yo mismo había ocultado con el pañuelo. De repente el canto cesó y a lo lejos escuché las voces de mis amigos chapotear en las costas del río Uruguay que se abría ante mí en una inmensa curvatura llena de bruma. Habían salido a buscarme. Sentí un alivio, como si el alma me volviese al cuerpo, pero unas aguas blancas, tan blancas que dejaban ver el barro y las algas que cubren su lecho parecían ser mi final. Al llegar al lugar de donde provenían las voces vi al último casi completamente sumergido en una pequeña lágrima de agua cristalina. Observaba a la perfección cada cabello suyo ondulando hacia el fondo, y una mueca de miedo, que dejaba lugar al rigor mortis.
Cerca de la vera, carece de profundidad, pero es lo suficientemente profundo para ahogar a una persona de estatura media. Lo que vi a su alrededor me heló la sangre para siempre. El Pombero, como si no pesase más de un miligramo, con su sombrero desproporcionadamente grande en comparación a su cuerpo y la oscuridad de un rostro vacío, reía a carcajadas cantando esa horrible melodía que antes había escuchado…
Recuerdo a un ave de mirada altiva y soberbia cantando sobre una rama a unos brazos de distancia de mí, su canto hermoso y salvador, parecía tragarse la voz burlona del pombero que se alejaba, tras un halo de agua cristalina maldiciendo en lenguas que no existen.
Muchos años después…
El frío y la bruma lo consumían todo, la niebla era tal que uno no veía sus propios pasos. Yo, bajo una débil y olvidada paradita de colectivo al costado de la ruta, esperaba al que vendría a buscarme, después de cruzar a pie, el viejo puente del canal torto, cuando un sujeto extraño, que parecía no sentir en absoluto el frío gélido, se acercó.
Poniéndose de pie, me observaba desde arriba de manera misteriosa. Yo iba a subir al colectivo pero estaba seguro de haber visto esa mirada alguna vez.
El autor
Nacido en Corrientes. Tiene 30 años. Vive en Oberá hace varios años y es donde trabaja como profesor de Historia.