Desde 1951 hasta 1955, el Gobierno argentino otorgó un importante número de certificados de habilitación para el ejercicio de la docencia a personas carentes de título, pero debidamente capacitadas y evaluadas para cumplir el cometido: enseñar.
Eduviges Szyszko, quien se ausentó de este mundo hace poco más de un año, fue una de estas “Maestras Flor de Ceibo”, como se las conoció por entonces, y supo dejar su huella en la “escuelita del fondo de la Yapeyú”, en Colonia Guaraní.
Más de 60 años pasaron ya, sin embargo aún hay quienes recuerdan su insistencia en aprender las tablas de multiplicar y la necesidad de conocer las reglas ortográficas, la importancia de leer con fluidez y ser habilidoso en el arte de sumar y restar, “para no caer en las trampas de los vivos”, decía. Eso le llenaba el alma; pero también la llevaba a comparar la educación de aquellos tiempos con la del “siglo XXI”.
Su hija, Mabel Morawicki, recordó con nostalgia que con más de ocho décadas sobre su espalda y la lucidez de quien transitaba la mitad de su vida, Eduviges contaba que “no fueron momentos sencillos, tampoco se esperaba que lo fueran. Tuve la oportunidad de estudiar, con mucho sacrificio mis padres me enviaron a Posadas, y surgió una posibilidad de compartirlo con los niños de colonos que no tendrían muchas más opciones”, decía.
Relató a su hija que “no había tiempo para pensarlo”. Unos diez kilómetros separaban a la escuela de la casa de “mis abuelos maternos, donde vivía junto a papá y yo, que tenía sólo unos meses, y por entonces esas distancias significaban un verdadero desafío, así fue que se instaló conmigo en un galpón, en el que se improvisó una habitación, al lado del salón donde dictaba clases, para pasar la semana”. Eduviges describió que allí “había días que se tornaban interminables y noches en las que la oscuridad penetrante parecía no acabar nunca, la soledad calaba hasta los huesos y sólo reconfortaba saber que el viernes llegaría pronto”.
Obviamente la luz eléctrica no existía, así que después que “Mabelita” se dormía, corregía cuadernos y preparaba la clase para el día siguiente, para que todos, desde el más pequeño hasta el que estaba por finalizar su primaria, tuvieran la oportunidad de aprender algo nuevo”.
Según la mujer, “de muchos de esos alumnos tenía recuerdos, anécdotas, travesuras, hasta los últimos días de vida. Eso quiere decir que fue un tiempo de mucha siembra y mucha cosecha”. No faltaron los momentos de incertidumbre, como cuando una gran tormenta azotó la zona y “la precaria construcción de madera donde dormíamos parecía que no iba a resistir y, sin posibilidades de salir, sólo atinó a resguardarme debajo de una mesa hasta que volvió la calma. A la mañana siguiente, muy temprano, mi papá estaba allí, había caminado diez kilómetros para asegurarse que estuviéramos bien; ese amor, que se sentía en pequeños grandes gestos nos hacía fuertes”, recordó.
Otros tiempos
Hasta sus últimos días, esta maestra “Flor de Ceibo” nunca perdió esa esencia que sólo las grandes maestras saben llevar en el alma, por eso nunca faltaba oportunidad para que preguntara a alguno de sus bisnietos cuánto era siete por ocho o nueve por seis; o, por qué no, el deletreo de alguna palabra, siempre acorde a la edad del heredero que se le acercara. Así fue que siempre estuvo pendiente de los cambios y los altibajos de la educación, que entendía “va de mal en peor”.
Decía que actualmente “todo está al alcance de la mano y, prácticamente para todos, sin embargo abundan las faltas de ortografía”. Se enojaba porque un joven de quinto año “tiene nula capacidad de interpretar un texto y un niño que sale de séptimo grado debe sumar y restar con los dedos”, opinaba. Y añadía que “esto pasa cuando los padres invierten sumas siderales en manuales en los que los chicos sólo deben completar consignas poco elaboradas, luego de una pobre explicación del docente o incluso de los padres, porque la tarea se limita a un completar la página 95, por decir un número, del manual y al llegar a casa el chico no tiene ni idea de por dónde empezar”.
“Abundan las comunicaciones pidiendo a los padres participar de la educación de sus hijos, cuando lo cierto es que al final nadie se hace cargo; los padres porque trabajan todo el día, los maestros porque la enseñanza debe ser articulada con la casa y, en el medio, están las criaturas, pero desde ningún sector bajan la mirada para notar que están allí”, subrayaba la maestra.
“Y ni que hablar de la falta de vocación. Muchos eligen carreras docentes por tratarse de una ‘formación exprés’, sé de escuelas privadas que toman a estudiantes de profesorados con apenas algunas materias cursadas y los ponen a cargo de un grupo de alumnos, sin detenerse a pensar quién se sometería a una cirugía con un estudiante de medicina que tal vez ni siquiera cursó la materia”, comparaba.
“Para mí no había mayor satisfacción que terminar el día, cerrar los ojos y dormir pensando en aquel chiquito que pudo decir la tabla del dos sin titubear; o en el que, a pesar de haber faltado una semana porque debía ayudar a sus padres con la tarefa, pudo resolver un problema de fracciones con varias dificultades. Hoy por hoy este amor por enseñar está en muy pocos maestros”, analizaba Eduviges.
Estaba convencida y hacía notar con frecuencia en su núcleo familiar que era “imperiosa la necesidad de comenzar a formar profesionales de la educación, para que hagan un buen uso de todo lo que está al alcance de la mano y, por sobre todo, para que deje de banalizarse la cultura”.