Por Javier Pelozo
Lula libre, totalmente de negro, rodeado por cientos de militantes y obreros, camino nuevamente al ring. En números, su palmarés dirá antes del primer round en una virtual igualdad de condiciones con su adversario: 580 días preso, 19 meses en una celda de quince metros cuadrados, 74 años, cuatro intentos por obtener la presidencia, dos mandatos cumplidos, 30 millones de pobres tomaron agua potable por primera vez, tuvieron luz y fueron a la escuela. Obtuvieron derechos en las zonas más miserables y empobrecidas del país.
Sin embargo, perdió “por puntos” cuando el “cinturón” del poder de Brasil comenzaba a acercársele nuevamente el 7 de abril de 2018. No besó la lona pero lo tumbaron dos veces. Dos instancias penales por corrupción, por el presunto tríplex de regalo en el balneario de Guarujá, la Mar del Plata de los paulistas. Una feroz campaña mediática, millones de trompadas por todas las redes sociales, todas, que partieron a su país, como nunca antes, en dos partes, dos latitudes, dos frentes y, hasta en muchas ciudades, dos colores de piel.
El más esperanzado de los pronosticadores podría haber dicho, ¿O lo dijo?, “Lula no vuelve más a competir, ni libre, ni preso con todas las condenas firmes”.
Sin embargo, el viernes 8 de noviembre a las 17.41, asomó el retador, cruzó las rejas, dejó la sede de la Policía Federal de Curitiba, la misma que Netflix muestra hasta el fastidio en su ficción “El mecanismo”, una caricatura del “lavajato” (o tal vez la réplica de la caricatura).
Logró el recurso para salir a pelear. Afuera lo aclamaban miles de brasileños, pero no muy lejos de allí, en Chile y Ecuador, el contexto indica que millones de jóvenes estudiantes y trabajadores salieron a las calles a prender fuego, a protestar, sin un pugilista experimentado y talentoso como estandarte, pero salieron. Dignidad le llaman.
El Tribunal Supremo del Brasil, en una nueva interpretación de sus propias palabras, por seis votos contra cinco le concedió la libertad con restricciones, entre ellas hacerlo responsable por cualquier movimiento hostil que altere la calma social, y que en esa condición aguarde la tercera, y última?, chance para determinar si es culpable o no y deba cumplir en prisión efectiva los ocho años y diez meses que le impuso, por el tríplex, el exjuez de Curitiba, Sergio Moro, hoy flamante Ministro de Justicia de Jair Bolsonaro.
“Necesitaba resistir para poder luchar contra el lado podrido del Estado, de la Policía Federal, del Ministerio Público, de la Justicia”. Fueron sus palabras en la presentación como nuevo retador, como jefe opositor en la calle, nada menor el escenario.
“Salgo de aquí con un gran sentimiento de agradecimiento. Quiero probar que este país será mucho mejor cuando no tenga un gobierno que mienta por Twitter como lo hace Bolsonaro”, soltó desafiante entre sus primeros pasos fuera de la cárcel.
En un año y siete meses de encierro, el contexto para Lula se amplió con un Congreso que sin chistar aprobó una reforma jubilatoria o previsional que quita derechos declarados universales, que le quita al trabajador la esperanza de un retiro digno porque sus aportes fueron insuficientes.
Y también recibió los cachetazos de Paulo Guedes, actual ministro de Economía, que decidió ofrecer al mejor postor el patrimonio incalculable de la reserva de gas y petróleo de los yacimientos marítimos del pre-sal a cien kilómetros de la costa de Río de Janeiro y a mil metros de profundidad en el Atlántico. Puso a la venta el mayor emblema de crecimiento de Lula como presidente, considerado un recurso soberano.
Lula retará al poder de visitante y con varios expedientes más que lo señalan como beneficiario exclusivo de una casaquinta en Atibaia, estado de San Pablo, llamada Santa Bárbara y valuada en 390 mil dólares, o en concepto o mediante charlas y conferencias haber recibido dinero de las mismas empresas constructoras que habría beneficiado con obras públicas para Petrobras.
Tal vez ante este panorama, la inmediata y segunda aparición de Lula libre fue el sábado 9 de noviembre, la visita a la sede del Sindicato de Metalúrgicos en Sao Bernardo, San Pablo, su lugar de nacimiento político, sus primeros pasos como líder de izquierda, como fundador del Partido de los Trabajadores. El cimiento de sus cuatro intentos por ser Jefe de Estado. Volver a la raíz o reacomodarla para que vuelva a crecer.
Este desafío incluirá volver al matrimonio, esta vez con la socióloga Rosángela Da Silva, a quien conoció en mayo de este año y con quien, tras periódicas visitas y charlas, asegura: “He conseguido la proeza de, estando preso, conseguir una novia y que acepte casarse conmigo”.
Por lo pronto, en torno al “Lula libre” se observa un pugilista “mañero y atrevido”, un Adilson “Maguila” Rodrigues que debe salir a noquear, un peso pesado contra otro de igual porte pero que esconde “todos los jueces y sus tarjetas, debajo de la manga”.