El martes 28 de octubre, el estado de Río de Janeiro puso en escena lo que fue descrito como su operación policial más letal hasta la fecha. Más de 2.500 agentes ingresaron a los complejos de favelas Alemão y Penha con el objetivo de detener el avance de la facción criminal Comando Vermelho (CV) y recuperar el control estatal del territorio.
El resultado: más de 130 personas muertas, cortes de transporte, barricadas, drones, helicópteros, protestas de vecinos y un debate nacional sobre qué se entiende por “seguridad”.
Este no es un hecho aislado: representa un nodo crítico de la política de seguridad del estado de Río de Janeiro, una política marcada durante décadas por la militarización, las operaciones de alto impacto, la expansión de poder de grupos criminales y la vulnerabilidad estructural de quienes viven en las favelas. En el centro -más allá del despliegue espectacular- está la pregunta: ¿existe una estrategia de seguridad o simplemente un ciclo de confrontación permanente?
La idea aquí es analizar la política de seguridad en Río desde esa tensión: entre el deseo de imponer un Estado fuerte y la realidad de que ese Estado llega muchas veces a los barrios como fuerza de ocupación, no de protección. Se explorarán los antecedentes históricos, el papel del Comando-Vermelho, la complicidad institucional y el impacto humano, con un enfoque analítico sustentado en informes, medios de comunicación y expertos que han advertido sobre los riesgos de este modelo.
Vamos a mirar cómo Río ha llegado hasta acá, por qué esta operación reciente es más que un flash (es un síntoma), y qué opciones tiene para traducir la seguridad en algo distinto al miedo.

La lógica de la guerra
En Río de Janeiro, la seguridad pública ha sido durante décadas una guerra sin declaración formal, pero con enemigos y territorios bien delimitados. Desde los años 80, el Estado respondió al avance del narcotráfico con estrategias inspiradas en la doctrina militar: ocupación, neutralización, eliminación del enemigo. Cada favela se transformó en un “teatro de operaciones”, donde los habitantes quedaron atrapados entre la policía y las facciones.
El sociólogo Ignacio Cano, de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, lo sintetizó hace años: “La policía en Brasil no combate el crimen, combate al pobre armado”. Esa línea sigue vigente. En cada gobierno, el discurso del orden se impone sobre el de la prevención. Lo que varía son los nombres de las operaciones –Choque de Ordem, Arcanjo, Guanabara, Contenção-, pero no la lógica de fondo.
El reciente operativo en los complejos Penha y Alemão, según Reuters y Agência Brasil, movilizó una estructura equivalente a la de una ofensiva militar: 2.500 efectivos, tanques blindados, drones y apoyo aéreo. Sin embargo, los resultados fueron los mismos que en intervenciones anteriores: decenas de muertos, ninguna transformación estructural y un Estado que se retira dejando un vacío aún mayor.
El investigador Pablo Nunes, citado por El País, fue categórico: “Desde cualquier perspectiva, fue un desastre. Sin inteligencia previa, sin planificación, sin estrategia a largo plazo”. Su diagnóstico coincide con el de otros especialistas: el gobierno del estado de Río de Janeiro confunde control con presencia y poder con represión.

El enemigo interior
El Comando Vermelho (CV) es la organización criminal más antigua del país. Surgió en los años 70 dentro del presidio de Ilha Grande, en tiempos de dictadura militar, cuando presos políticos y delincuentes comunes compartían celdas y códigos. De esa convivencia nació un grupo con discurso de resistencia -mezcla de ideología y crimen- que con los años se expandió hasta dominar buena parte del tráfico de drogas en Río.
El CV, con unos 30.000 miembros según El País, hoy actúa como una estructura paramilitar: administra justicia propia, controla territorios y provee servicios en zonas donde el Estado no llega. En las últimas dos décadas, enfrentó a milicias parapoliciales y a bandas rivales como el Terceiro Comando Puro, pero también estableció alianzas con fracciones dentro de las propias fuerzas de seguridad.
Medios como CNN Brasil y Poder360 han documentado que el CV “exporta su modelo criminal” a otros estados, incluyendo São Paulo y Pará. Sin embargo, ese crecimiento no se explica solo por su poder logístico, sino también por la inercia estatal. Cada ofensiva policial alimenta el discurso del grupo: el enemigo se fortalece cada vez que el Estado aparece como una amenaza indiscriminada.

Política, policía y poder
La frontera entre crimen y autoridad en Río es delgada y movediza. Las investigaciones de A Pública y Global Initiative Against Transnational Organized Crime muestran que muchas unidades policiales funcionan bajo un esquema de connivencia: “propinas” a cambio de información, armas desviadas del propio Estado, participación directa en milicias que dominan barrios periféricos.
El resultado es una paradoja: el Estado combate a una facción criminal mientras otra -formada por sus propios agentes- impone un régimen paralelo. Las milicias controlan mercados, transporte, cable clandestino y hasta campañas políticas. Su poder territorial supera al del CV en algunas zonas, pero su relación con las instituciones las hace invisibles a la retórica de la “guerra contra el crimen”.
La operación Contención reavivó esa tensión. ¿Por qué el foco en el Comando Vermelho y no en las milicias? Para el analista Bruno Paes Manso, la respuesta es política: “Las milicias están integradas al Estado; enfrentarlas implicaría tocar intereses de funcionarios, policías y empresarios”. Esa omisión convierte la política de seguridad en una herramienta de poder, no de justicia.

La vida en la línea de fuego
Los medios internacionales cubrieron la escena con cifras, pero las imágenes hablan solas: cuerpos tendidos en callejones, casas agujereadas por balas, ambulancias bloqueadas, madres gritando los nombres de sus hijos. Reuters y Al Jazeera relataron el mismo paisaje de posguerra en los complejos de Penha y Alemão.
La Agência Brasil confirmó que el Instituto Médico Legal liberó 89 cuerpos en los primeros días tras la operación. En paralelo, organizaciones como Amnistía Internacional y la Red de Comunidades y Movimientos contra la Violencia denunciaron ejecuciones sumarias y torturas.
La rutina del miedo es antigua. En las favelas, la policía no golpea la puerta: la derriba. Las escuelas cierran cuando los helicópteros sobrevuelan. Los vecinos aprenden a distinguir el eco de un fusil AR-15 del de una pistola Glock. La violencia cotidiana genera un trauma colectivo que, como señalan psicólogos comunitarios entrevistados por A Pública, deja marcas invisibles: ansiedad, insomnio, desconfianza en cualquier institución.

Seguridad o control social
El discurso de la “seguridad pública” en Río se usa como una carta política. Gobernadores y candidatos prometen “mano dura” porque saben que la opinión pública asocia la violencia urbana con el crimen organizado, no con el Estado. Pero cada operativo de alta letalidad refuerza el círculo: la violencia policial alimenta la violencia criminal, y viceversa.
Agência Lupa, en su cobertura del 28 de octubre, desmontó varias afirmaciones oficiales sobre la Operación Conención: los detenidos no eran todos líderes del CV, las armas incautadas eran escasas y muchas muertes no se registraron en contexto de enfrentamiento. Es decir, la narrativa del éxito se sostiene sobre datos imprecisos.
Mientras tanto, el gasto en seguridad se mantiene alto y los indicadores de homicidios no descienden de forma significativa. El País apuntó que “Río vive una política de muerte selectiva, donde la pobreza equivale a sospecha y el territorio determina el valor de la vida”. Esa frase resume la estructura: un sistema que prioriza la represión visible sobre la inversión social invisible.

Las lecciones que Río no termina de aprender
La historia de la seguridad en Río de Janeiro podría contarse como una sucesión de promesas incumplidas. En 2008, con la creación de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), el Estado intentó un modelo alternativo: presencia policial estable, diálogo comunitario, desarticulación de facciones. Durante algunos años funcionó. Los índices de homicidios bajaron, los grandes eventos internacionales (Mundial, Juegos Olímpicos) mejoraron la imagen de la ciudad.
Pero tras la retirada de los fondos federales y el desgaste político, las UPP se transformaron en puestos de ocupación sin respaldo social. El vacío volvió a llenarse con la vieja lógica de la guerra. Este año, el Operativo Contención demostró que el ciclo regresó a su punto de origen.
Los analistas de Reuters y El País coinciden: Río necesita un modelo de seguridad que reconozca la complejidad del fenómeno, no solo su expresión violenta. Sin inteligencia, sin políticas sociales y sin control civil sobre la policía, cualquier operativo será apenas un simulacro de autoridad.
Río de Janeiro se mueve entre dos espejismos: el del orden por la fuerza y el de la paz sin justicia. La Operación Contención, más que una victoria o una derrota, fue un espejo de un sistema que no se atreve a repensarse. Mientras el Estado siga viendo en las favelas un campo de batalla y no una parte de sí mismo, la seguridad será apenas un nombre elegante para el miedo.
La pregunta final sigue abierta, como escribió A Pública en su editorial posterior al operativo: “¿Cuántos muertos necesita el Estado para sentirse seguro?”.











