Hace siete años, Nora Silva y Marcos Cott tomaron una decisión que cambió para siempre el rumbo de sus vidas: dejaron atrás la ciudad de Posadas y eligieron Cerro Corá como el lugar donde echar raíces para hacer realidad el sueño de sus vidas: ser apicultores. Allí, en una chacra rodeada por la espesura del Bosque Atlántico, encontraron en la actividad algo mucho más profundo que un negocio con la producción de las abejas; “hallamos una forma distinta de habitar el tiempo, de entender el silencio y de valorar lo esencial”, dijeron.
Su miel, reconocida como una de las más puras de la región, fue el motivo inicial de la visita de PRIMERA EDICIÓN. Sin embargo, al entrar en contacto con ellos, quedó claro que lo importante no estaba en el producto final, sino en la forma en que viven y trabajan. La entrevista, que comenzó como una nota sobre producción, pronto se transformó en un relato de conexión con la naturaleza, de aprendizajes compartidos y de una espiritualidad sencilla que se respira estando al lado de ellos.
A simple vista, Nora y Marcos podrían parecer una pareja común. Sin embargo, en cuanto hablan, la serenidad en sus voces y la claridad de sus ideas demuestran que aprendieron la lección de las abejas; “El tiempo no tiene precio”; “Hay un ciclo para cada cosa”; “El trabajo debe hacerse en el momento justo” y “La reciprocidad es la base de todo vínculo”…
“La apicultura es un arte que enseña paciencia y respeto”, aseguraron convencidos de que cada colmena es una maestra silenciosa capaz de mostrar el ritmo auténtico de la vida.
“Para cosechar uno internamente tiene que estar bien, y si no lo estás, llega un momento en que ellas te devuelven eso”, empezó Nora, al intentar describir el bienestar casi inexplicable que brota al trabajar con las abejas. Y no exageró. Bastó con entrar al apiario con ellos para comprobarlo: primero surge un inevitable nerviosismo, pero como bien resumió Marcos, “uno nunca sale igual de allí”.

El sueño de muchos años
“Un día dijimos: vamos a Cerro Corá a producir miel”, con mate en mano Nora y Marcos recordaron cómo fue el momento en que cambiaron de vida. Aunque, de todas formas, explicaron que no fue un impulso inmediato, sino el resultado de años de soñarlo, de intentarlo y de conversarlo mucho en familia, ya que ambos tienen tres hijos varones. De hecho, actualmente el mayor, quien ya los hizo abuelos, vive en la propiedad de al lado, también se dedica a la producción de miel de yateí, producida por la abeja nativa sin aguijón.
“Uno siempre piensa, y por ahí sueña también, pero las condiciones no siempre ayudan: el lugar, la situación. En Posadas hicimos un intento, pero no es lo aconsejable. La única manera de ser verdaderamente apicultores era venir a estos lugares”, dijo Marcos mostrando el monte alrededor.
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Estando allí comenzaron una etapa distinta y después de haber tenido colmenas de manera más doméstica, ya pueden decir que son “verdaderos apicultores”.
Ambos señalaron que la diferencia es abismal, ya que “trabajar en serio con las abejas exige disciplina, aprendizaje y sensibilidad”.

Del consumo familiar a los productos derivados
Según contaron, al principio los dos solo pensaban en poder vender la miel. Pero pronto descubrieron que cada elemento de la colmena encierra un potencial enorme.
“Investigando un poco nos dimos cuenta de que no es solo miel, sino que con la miel se pueden hacer muchos productos”, contó Nora. Entre ambos, los roles están bien definidos, Marcos es el apicultor principal y ella la impulsora comercial del negocio.
Su curiosidad la llevó primero a investigar a fondo la tintura de propóleo, que surgió casi naturalmente, porque ellos mismos lo consumían ya que, en palabras simples, la tintura de propóleo es un antibiótico natural.
“Las abejas recolectan una resina de algunos árboles, la procesan con su saliva y con eso cubren la colmena. La función es evitar el ingreso de bacterias y parásitos. Tanto es así que, si por ejemplo si algún animal, como una lagartija, llegara a entrar a la colmena, ellas la cubrirían con propóleo y esa sustancia la momifica para evitar la contaminación”.
Ese mismo poder antibacteriano y antiséptico del propóleo natural actúa en el cuerpo humano: “levanta las defensas, es desparasitante y si lo mezclas con miel, se transforma en un combo muy bueno”, explicó Nora, quien contó que se debe consumir en frío, sin químicos ni calor que alteren sus propiedades.

Además de los frascos de miel tradicional, en la pequeña tienda que tienen sobre la ruta provincial 3, de camino a Cerro Azul, la familia también vende panales vírgenes, que conservan su cera natural.
“Se puede cucharear y consumir directamente. El cuerpo lo digiere bien porque es todo natural. Nosotros estampamos nuestra propia cera, sin químicos, así que podemos decir con confianza que se puede consumir sin problema. Lo que la abeja nos da, eso lo ofrecemos. Así de simple”, dijo enfática.
A la pregunta de por qué eligieron la apicultura como sustento de vida, Marco relató: “Dos cosas me impulsaron: una, porque me gusta, me apasiona lo que se puede aprender de las abejas. Y la otra, porque es rentable si uno se dedica. Pero sobre todo es un trabajo muy honesto. Las abejas te dan todo. Lo único que tenés que hacer es meter el cuerpo”, sonrió, porque “a veces pican”.
Sin embargo, ese “meter el cuerpo” siempre tiene que estar acompañado de respeto y conexión.
“Es como algo zen, porque cuando entras al apiario, que tiene que ser rápido, no se puede demorar más de una hora en cada cosecha, tenés que desconectar lo que traes de afuera y para conectarte con lo natural. Las abejas son seres sumamente sensibles, reconocen olores, estados de ánimo, hasta tu rostro. La presencia humana las estresa sobremanera y las puede llevar a la muerte. Hay que respetar su tiempo, porque si no hay abejas, tampoco hay vida. Si todas las abejas del mundo murieran, el planeta tendría como mucho 4 años y empezaría a apagarse. Son la energía vital del mundo”, aseguró con ojos brillantes.
A lo largo de la charla con este Diario, Nora y Marcos definieron la apicultura como una disciplina que exige entrega. “No es como ir al gallinero a buscar huevos. Es un trabajo muy especial. Y uno internamente tiene que estar bien, porque si no lo estás, las abejas te lo hacen sentir”, resumió mientras recordó una anécdota que refleja esa sensibilidad: “Una vez me preguntaron si les hablo a las abejas. Y yo me reí, porque en realidad si uno las ama y está conectado con ellas, uno entra y sale rápido del apiario. No podés estar tres horas, supongamos porque ellas se estresan. Hay que respetar su hábitat, el ruido, los aromas humanos las afectan o si no hay distancia entre las colmenas. Es un ida y vuelta. Si uno no siente, si solo cosecha o se enoja cuando no hay miel, no funciona”, dijo enfática.
Ese ida y vuelta implica cuidados concretos: limpieza constante, proveerles agua en épocas de seca y alimento en los inviernos crudos.
“Nosotros les damos y ellas nos dan. Es una relación de reciprocidad”.







