De un eucaliptus centenario plantado por sus antepasados cuelga un cartel que da la bienvenida a la propiedad de la familia Atamañuk y resalta el 1910, año en el que llegaron desde Polonia los abuelos de Don Mariano Adolfo “Lito” Atamañuk (85), quienes echaron raíces y prepararon el terreno para las futuras generaciones. En esta chacra de 50 hectáreas también vivieron sus padres y desde hace un buen tiempo le tocó a este singular colono administrar lo que había y procurar nuevos emprendimientos y plantaciones.
Don “Lito” recibe a todos con una sonrisa y al momento de cumplir con las tareas en la chacra, pareciera que tiene alas en los pies. Su cuerpo delgado y ágil, hace que pocos puedan seguir su ritmo: administra un pequeño aserradero y un horno para hacer carbón, puede subirse al tractor para transportar alguna carga o tomar la motoguadaña y limpiar de malezas el terreno que haga falta. Los animales domésticos también requieren de su atención, casi tanto como su familia, con la que comparte sus días y a la que dedica buena parte de su tiempo. “Es que siempre me gustó la chacra”, resumió.
Al hablar de su vida se le hace inevitablemente necesario referirse a quienes lo precedieron. Sus abuelos Daniel y Victoria vinieron desde Polonia en 1910 junto a sus hijos: Estanislao, Estefanía, Leopoldo y Francisco José, su papá, que tenía apenas siete años. Subieron a un barco sin saber adónde iban, teniendo como referencia a América. Muchos quedaron en Estados Unidos, otros en Brasil, pero el abuelo, después de navegar por más de un mes, llegó a la Argentina.
“No sé cómo se comunicaban, pero la cuestión es que al lado de nuestra chacra estaba el paisano Pedro Tarnoski, que le dijo que venga a Argentina y luego a Misiones. Y así venían, de un barco al otro, cada vez con menos caudal, terminó bajando en el puerto Remanso, de Corpus. Los que hacían de remiseros eran unos que tenían carros, y cada vez que llegaba el barco aprovechaban para traer a los pasajeros. Tarnoski les recomendó que vinieran a un lote cercano al suyo, por lo que el carro los trajo hasta la casa del anfitrión”, manifestó Don Lito, sentado al lado de la cocina a leña, en la casa construida por su papá, ayudado por vecinos, paisanos suyos (Yelinek. Matoski, Duda, Domanski, Kinyerski), que “eran una pieza fundamental, de gran ayuda”.
Añadió que, por esos tiempos, no se compraba la tierra, sino que se la solicitaba. “Hicieron el trámite por 50 hectáreas y le ubicaron en este lugar, el lote 60 de Corpus. Desde 1910, todos sus descendientes estamos en el mismo lugar. Papá se crió acá y se casó con Julia Hubert, que era de Apóstoles, pero a los 9 años había quedado huérfana y vino a quedarse con la familia Dombroski, de Corpus. Se conocieron con papá y aunque había mucha diferencia de edad -él 32 y ella 19-, se casaron y se radicaron en esta chacra, donde nacimos: Marta, Carmen, Casimira, María Magdalena y yo. Cuando mis padres fallecieron, me quedé, porque era el único varón”, añadió mientras intercambiaba mates con su hijo Víctor. También es padre de Gustavo, Mariela y María Luisa, estas últimas docentes al igual que su madre.
Juntos a la par
Al referirse a su propia historia de amor con María Ángela “Negra” Picaza, dijo que “siempre agradezco a la Virgen de Fátima que me casé con una maestra –también de Apóstoles- que vino a trabajar en el colegio de Fátima, en Gobernador Roca. Nunca pensé que podría casarme con una docente porque era chacrero y me sentía en un nivel más bajo. La cuestión es que nos relacionamos, nos casamos y seguimos en la chacra que era de los abuelos”.
Atamañuk expresó que “nos conocimos porque yo era allegado al colegio. Cuando se empezó a levantar el edificio, papá me mandaba con el camioncito para acercar materiales, ladrillos, tierra. Ella era una maestra nueva, que vivía en el colegio. Albina Kusiak era una modista que ‘nos hacía la pata’, como se decía entonces, para que se forme la pareja. Y las piezas se fueron acomodando. Vivimos juntos durante más de 50 años” hasta su muerte. A pesar de que tuvo ofertas, “no me volví a casar, mezquinando mi matrimonio, basado en el amor de la familia”.
Contó que en esas primeras épocas se dedicaba a la yerba mate y que pudo salir adelante mediante ese producto. También plantaban arroz, porotos, maní, maíz para polenta, zapallo y criaban animales de corral. “Teníamos el secadero y se hacía plata. Ahora decayó tanto que ya no tiene valor. Para no estar en balde, me rebusco. Tengo un pequeño aserradero y un horno para hacer carbón. También hacemos paneles de tacuara que vendemos para un proveedor que los lleva a Buenos Aires. La mandioca también era una entrada para el colono, pero bajó considerablemente el precio respecto a hace tres años”, aclaró.
Evocó que, económicamente andábamos bien cuando funcionaba la yerba. Tenía secadero y “Negra” era buena administradora. “Yo tenía hasta 30 personas a cargo, la báscula, la oficina, hacía las boletas, y ella en la oficina pagaba a la gente, eso me ayudaba mucho. Me desentendía del tema. Lo mismo que con los clientes de yerba”. Se manejaban con el Banco Provincia que estaba en Jardín América, desde donde traía la plata en una bolsa. “Ella trabajaba de maestra por la mañana y, por la tarde, se ocupaba de los pagos”.
En una oportunidad, por quince mil kilogramos de yerba que descargó en la firma Lillieskold -empresa fundada por un inmigrante sueco- de Leandro N. Alem, le dieron un coche 0 kilómetro. “El chofer volvió manejando el camión y yo traje el auto, que puse a nombre de mi señora. Ella se había ido a la escuela con el Rastrojero y la sorprendí con el regalo. Era algo muy fácil”, agregó el fanático de Chevrolet, aunque admitió comprar Ford. “Considero que el primero es mejor máquina. Era como un River y Boca”, dijo quien es hincha del “azul y oro” como el resto de la familia.
Además de las plantaciones de té y tung, “había más hectáreas de yerba mate, que se fueron abandonando. Algunos están plantando paltas, otros zapallo, lo que les conviene, aunque implique mucho más trabajo. Pero hay que ver las opciones, reinventarse para poder seguir. Con el paso del tiempo, la tierra también se fue deteriorando. Es como la persona, no va volver a ser lo que era”, reflexionó, al tiempo que explicó que antes “las cosas que se necesitaban se fabricaban a mano”
“Me gustó el servicio militar”
Si bien sus padres se oponían, Don “Lito” quería cumplir con el servicio militar. “En el primer sorteo salí libre, pero a los dos meses hubo otra incorporación y me tocó el número 066. Tuve la suerte de quedar en el Distrito Militar, sobre calle Félix de Azara”, relató. En esa época, todo se redactaba con la máquina de escribir entonces, de los 28 soldados, 27 eran oficinistas y Atamañuk, que venía del interior, fue designado chofer. El Distrito recibía las comunicaciones de los regimientos que había en Apóstoles, en Puerto Península, y se hacían los informes. Detrás, había un galpón donde se archivaba todo en carpetas. En ese destino permaneció 14 meses.
“Estoy de acuerdo porque el servicio es educación, respeto, obediencia, realmente forma a la persona. No hay eso que el padre diga, fulano, ¿podés venir, por favor?, y te contesta: ya voy, espera un poco. Y eso te queda”.
Cuando le preguntan si sale de vacaciones, “le digo que las tuve en alguna oportunidad, fueron 14 meses de corrido mientras cumplía con el servicio militar. Porque, comparando a la forma en que se trabajaba en la chacra, e ir allá y solo manejar, para mí eran vacaciones”, agregó entre risas este colono que enfrenta los días con alegría y optimismo.
El colegio representaba un calvario
Contó que junto a sus hermanos iba a la Escuela 31, que quedaba a cuatro kilómetros, y donde solo podían cursar hasta cuarto grado. “Podía continuar quinto y sexto grado en Gobernador Roca, pero papá me mandó al colegio Roque González, de Posadas, donde me dejó internado. Terminé la escuela y quería que siguiera estudiando, muy a pesar mío. Me inscribió para el secundario y me llevó a la capital. No me hallaba, porque en la chacra era tractorista y manejaba camión. En un descuido de los sacerdotes, me escapé”, recordó.
Su padre no le dejaba dinero, pero, como eran conocidos del dueño de la empresa de colectivos El Ciervo, Víctor Roffignac, fue a la terminal de ómnibus que estaba en Mitre y Uruguay y consultó al chofer: “Don Tatita, me puede llevar a casa, papá le va a pagar el pasaje. Cuando me bajé, mamá me vio y dijo qué hiciste Lito. ¡Qué va a decir papá! Es que no me hallo, contesté. Cuando vino de la chacra, se enojó, me retó, me subió a la camioneta y me llevó de vuelta”.
El padre Antonio lo aconsejó y le dijo que su papá gastaba dinero en él, que era por su bien. “Me amargué y al otro día me escapé de nuevo. La entrada estaba custodiada, pero en el fondo del terreno había una construcción y cuando todos iban al comedor, me escondía en el baño, me escurría y escapaba. Mamá lloraba al verme”.
“Dije que si papá no me quería en casa, iba a ir a trabajar afuera. Como mamá le comentó eso, no me dejaba manejar el tractor ni el camión. Me mandaba a hacer trabajos pesados, carpir, plantar maíz con la máquina, pero nada de lo que me gustaba. No consiguió que yo desistiera de la idea. Y me quedé plantado, me gustó y me sigue gustando”, aseguró, aunque agradece el gesto.