Lejos de las arriesgadas vivencias que experimentó en el mar, que atesora en el corazón y en la mente, Roque Raúl “Chapaleo” Campero (91) se define como “buzo de la selva” porque está radicado en medio del verde de una provincia a la que denomina “paraíso terrenal”.
Desde el patio de su casa y en compañía de su familia, se deleita al compartir recuerdos de esta sacrificada carrera que tuvo como epicentro a la Escuela de Buceo de Mar del Plata, que en 2021 cumplió cien años.
“Me enorgullezco de ser uno de los últimos buzos vivos de todo el país”, dijo, quien nació en Tucumán, el 16 de agosto, Día de San Roque, y que no escatima tiempo ni esfuerzo para exponer los elementos utilizados en las profundidades y para explicar sus funciones.
Entiende que la de buzo “es una honrosa y muy difícil profesión” y que la persona que la lleva a la práctica es “muy especial porque tiene que tener el alma y el corazón bien limpio, mucha disciplina y mucha voluntad de servicio. La disciplina se basa en la honestidad, seguridad, templanza, humildad y en no aflojar, por dura que parezca la cosa”.
Cuando Campero nació, el médico le dijo a su madre, María Antonia Salazar, que había que llevarlo al hospital Muñiz, de Buenos Aires, que por ese entonces era de niños, porque tenía neumonía y podía contraer tuberculosis, una enfermedad para la que aún no existía vacuna.
En ese nosocomio estuvo internado por casi tres años. Luego, los profesionales sugirieron que viajaran a Rosario, donde permaneció casi un año hasta que, finalmente, recomendaron a la familia que lo llevara a vivir a Cosquín, en Córdoba. Finalmente, se establecieron en Saldán, camino a La Calera, donde la cura fue definitiva, aunque en tono de broma agregó que “terminé siendo buzo con enfermedades complicadas”.
Sostuvo que su mamá, era una mujer de carácter y que, con esa mano firme, lo mandó a Buenos Aires, a casa de unos tíos, cuando prácticamente había terminado la primaria. “Se habían abierto las escuelas de artes y oficios” pero que “por lo retobado que era terminé en un hospicio de huérfanos, que era atendido por los sacerdotes salesianos. Ahí se aprendía panadería, herrería, carpintería, curtiembre, y había una disciplina muy estricta y aprendíamos a ser respetuosos. Cuando mi madre me volvió a encontrar, a los 16 años, le dije que quería ir a la Marina porque vi un cartel de incorporación. Me respondió que no porque ellos tenían un contrato muy largo, con un mínimo de cinco años, que era mucho tiempo. Después de mucho insistir, me firmó la autorización y pidió a Dios que me ayude. Y así comencé esta aventura, porque vaya que fue divertido”.
Tras alistarse, en un buque de transporte de infantería llevaron al grupo hasta la Isla Martín García, donde estaba la Escuela de Grumetes Navales (futuros marinos que forman parte de las tripulaciones de los buques), en la desembocadura del Río de la Plata. Allí hubo que estudiar muchas “cosas raras: qué es un barco, qué es una soga, cómo se ata, cómo se nada, cómo se recupera a una persona, porqué navega un barco a vela o a motor, para qué sirve el hombre arriba del barco, si es electricista, si es artillero, si es marino de cubierta, peluquero, carpintero, lavandero. Ahí nos dieron la base de todas las profesiones. Si alguien quería ser ‘chafa’ – en la jerga marinera se llama ‘chafas’ a quienes trabajan en la cubierta de las embarcaciones- nos daban un timoncito que se tenía que poner en el hombro y tenía que baldear, lavar las paredes, pintarlas, hacer todas las tareas de mantenimiento”, explicó.
Contó que entregaban los pases de acuerdo al número de matrícula y “yo era el 82.202, el segundo de mi promoción. Al primero lo mandaron al ARA Bahía Thetis (B-8), un buque de transporte naval que iba por todo el mundo. Pero como era bastante complicado me dijeron que esperara. Al número tres lo mandaron al ARA Bahía Buen Suceso (B-6). Finalmente, me mandaron ARA Nueve de Julio (C-5), recién comprado por la Argentina. Ahí me di cuenta de lo que decía mamá: son cinco años, pero no me curaba de ser caprichoso, tozudo, contestador”, expresó, quien en Misiones brindó formación a cuatro buzos y enseñó a bucear a sus doce hijos, casi a todos en el majestuoso Paraná.
En una oportunidad, en la formación de la tarde, trajeron las novedades. En esta ocasión, se solicitaba personal voluntario para la Escuela de Buceo de Mar del Plata. “Como nadie levantó la mano, el emisario dijo: ‘Campero, ya está anotado’. Yo no conocía Mar del Plata, nunca había visto el mar. Éramos 110 y a medida que pasábamos nos daban un librito que, como buen curioso, me senté a leer detenidamente. Nos adelantaron que vendrá personal especializado, para evaluar la aptitud”, dijo.
Aseguró que a partir de ese momento “empezó mi calvario. Cuando vinieron los instructores, traían una plancha de plomo de 20 centímetros por siete, con un agujero en un costado, lo tiraron al agua y teníamos que buscarlo. Cuando me tocó, zambullí, agarré el plomo, lo arrastré hasta el borde, pegué el salto y lo dejé a los pies del instructor”, dando sobrados motivos para seguir permaneciendo en el grupo. A la semana habían quedado 60.
En las vísperas de fin de año, eran diez los que pasaban a la Escuela de “hombres rana. En un año teníamos que saber qué función cumplía el buzo y recibir instrucción militar, que era la parte más brava, porque no había horarios”.
En esa etapa aprendieron carpintería, herrería, zapatería, corte y confección, tejido de 2 a 4 agujas para poder hacer medias y calcetines, albañilería, hormigón, electricidad, cocina y repostería, motores, radios, cabuyería (sogas, nudos), y como está construido un barco porque el buzo es considerado maestro en todo y profesor en nada”, expresó entre risas.
Con tantos aprendizajes, “en ocho años dentro de la Armada llegué a ser instructor de buzo táctico, un buzo trillado, fogueado, con mucha experiencia. Eso me capacita como instructor en buceo especializado. Estoy preparado para enseñar que sean autónomos, independientes en la oscuridad de la profundidad”.
Entre tantas operaciones complicadas, confió que “tuvimos el honor de tomar prisioneros a trece excombatientes de la armada norteamericana. Poco después, ellos vinieron a hacer los ejercicios conjuntos anuales UNITAS y se interiorizaron en saber cómo funcionábamos. Más tarde, vinieron noruegos, rusos, franceses, uruguayos, chilenos, brasileños. Puedo decir que fui instructor de los primeros buzos chilenos, paraguayos y uruguayos. Eso se logra con mucho tesón, predisposición, buena voluntad y mucha prudencia”.
El fin de una etapa
Después de ocho años de permanencia, Campero subió al Belgrano con su mochila al hombro y desembarcaron en Buenos Aires, “donde me fui de baja. Mi hermana me tomó una fotografía saludando a mis camaradas de la Segunda División del Cañón 5 de Popa. Me quedé sin saber qué hacer en Buenos Aires y qué hacer con mi vida. Entré a trabajar en una fábrica de autos, en Paseo Colón y Belgrano. Un día me buscaron para formar parte de la fábrica de trajes de goma pluma para la Armada y, más adelante, un ingeniero naval me pidió que lo entrenara”. Así pasaban los días mientras se domiciliaba en Wilde, en una vivienda que había mandado a hacer su madre.
Luego, lo contrataron “para ser ayudante de buceo en un buque extranjero, pero, finalmente supe que era una cueva de espías. En ese entonces para mí la Argentina terminaba en la avenida General Paz, aunque sabía que iba hasta el norte por las canciones de Los Chalchaleros pero, de Misiones, ni idea”, relató quien se siente orgulloso que sus ex alumnos fueron los que estuvieron en la “Operación Rosario” el 2 de abril de 1982, en la toma de Malvinas.
Allá por 1960 vino a Posadas con Marcos y Mario, sus dos hijos del primer matrimonio con una correntina que había fallecido, a pedido de un conocido que quería que entrenara a su hijo, pero cuyo propósito no prosperó.
“Era el único buzo en el Alto Paraná y entre tres buzos nos dividíamos toda la República. A mí me tocaba desde Confluencia, donde se une el Paraná con el Paraguay hasta Puerto Méndez, donde se encuentra la represa de Itaipú, en Brasil. Por el río Uruguay, cubría la franja desde los Saltos del Moconá hasta la entrada al Chimiray”, describió.
Mientras se encontraba en la capital de la provincia, “vino un gringo y me dijo que venía a buscarme para bucear en el río a fin de arreglar unas cañerías de Citrex”, la fábrica de jugos cítricos concentrados más moderna e importante del país. De esa manera conoció la localidad de Puerto Rico, de donde, después supo, era oriunda su esposa Leonor, a quien conoció en Posadas.
Aquí, vivía en el barrio Pira Pytá y cuidaba a los dos varones que cursaban la escuela primaria en el Instituto Santa Catalina, donde la joven Kuhn se desempeñaba como maestra. “Los niños se portaban mal” y en la escuela requerían la presencia del padre, por lo que, “con mi mejor pinta” se acercó al establecimiento. Ese día se produjo el encuentro que se fue repitiendo con frecuencia y terminó uniéndolos para siempre.
Mientras el romance avanzaba, Campero trabajaba para los hermanos Heller, sacando madera desde el fondo del río. “Una vez al mes me acercaba para sacar siete rollos y con el resultado de esa tarea vivía mucho tiempo, porque era mucha plata. Eran maderas que se habían hundido de jangadas viejas de las que presumo quedan muchas todavía”.
Para este tucumano, “el mejor amigo es el río. Nos conocemos como la palma de la mano. Lo conozco de haber buceado en distintos lugares. Lo conozco como es cuando está bravo, pero es derecho, a diferencia del río Uruguay que es traicionero, tiene remansos raros, es distinto”.
Pronto pidió casamiento. La novia invitó a dos de sus amigas (Bety y Goya) y se casaron por iglesia en el templo de la Inmaculada Concepción, de Villa Urquiza. “Ahí comenzó nuestra aventura”, alegó el buzo. La esposa pretendía ser profesora de geografía, cuyos estudios se extenderían por al menos cuatro años, por lo que Campero le propuso seguir buceando durante, al menos, cinco años más “hasta que te recibas y me jubilo”. Por lo que siguió trabajando hasta que se cumplió el trato.
La pareja se mudó a Puerto Rico, donde el padre de Leonor les ofreció una casa y donde Campero desempeñó tareas por una nueva temporada para la Citrex. A esta actividad la iba alternando con distintos pedidos que recibía de los más diversos ámbitos. Por cualquier situación y a cualquier hora “me buscaban desde la Policía de Misiones, desde los Bomberos o Prefectura Naval. Desde la profundidad del agua saqué autos, camiones, y rescaté a cerca de 80 chicos y a más de 40 mayores de los arroyos de la zona. Y así fue corriendo el tiempo”, destacó quien fue formado en la Escuela de Buceo donde tenía un instructor para cada cosa.
Recordó que, desde las profundidades, “saqué barcos, el hidroavión, y encontré un cañoncito de la época de Belgrano. Lo vi como una bocha de hierro y me la llevé a casa. La desarmé, la limpié, le puse una cureña y a fin de año compraba unos seis paquetes de caramelos masticables y apuntaba a la canchita del barrio. Toda la barriada esperando ese día para que viniera el trueno. Se diseminaban caramelos y chupetines por todos lados y los chicos se empujaban para agarrarlos”, graficó quien fue el primer hombre rana o buzo táctico.
Leonor rememoró que su esposo “trabajó en el rescate de barcos y en una cosa muy triste que es el rescate de los cuerpos de personas ahogadas en el río Paraná y en los arroyos de la zona. Pero tuvo una condición. Fue muy generoso porque jamás se animó a cobrar por ese trabajo a los familiares a los que tuvo que prestar su auxiliar. Siempre decía ¿Cómo les voy a cobrar? Les entrego el hijo muerto y encima les voy a poner la mano en el bolsillo? No me sale”. Eso me parecía un gran gesto”.
Sus últimos veinte años antes de jubilarse. Campero los pasó como docente en el taller de Metalmecánica de la EPET Nº 10 de Puerto Rico.