En su Ciclo de Charlas, la Junta de Estudios Históricos de Oberá presentó la historia de Don Anselmo Rodríguez (93) contada en primera persona.
La cita fue en la Casa de la Historia y Cultura del Bicentenario ante un auditorio que siguió atento la distendida narración de este inmigrante paraguayo que llegó a la Capital del Monte cuando tenía apenas siete años.
Nació el 20 de abril de 1931 en Encarnación. Cuando tenía dos meses, sus padres: Pedro y Genoveva se establecieron en Posadas donde permaneció hasta los siete años hasta que se trasladó a Oberá, que fue como encontrar “su lugar en el mundo”.
Al arribar a la Capital del Monte se encontró con una villa. La familia se ubicó en Buenos Aires y Wilde -calle sobre la que estaba solamente el aserradero de Miguel Sendlak-, donde Modesto Espinosa, un primo hermano de su papá, les tenía reservada una casita. Estuvieron en el lugar hasta 1940 que fue cuando su padre compró el terreno donde vive actualmente. “Costó 198,50 pesos. Cuando papá falleció, en 1942, mamá me mandó a la oficina de Tierras para que averiguara porque tardaba en venir el título. Allí me dijeron que no lo entregaban porque había una deuda de 50 centavos que correspondía al estampillado, necesario para retirarlo. Pagué la cuentita, lo retiré y es lo que tenemos, la herencia familiar”, manifestó el menor de cuatro hermanos: Martín, Elvira, Dominga y Pilar (ya fallecidos) y “quien les habla, el único sobreviviente que se está resistiendo a ir al más allá”.
“Al otro día de haber llegado pregunté a mamá ¿y dónde es Oberá?. Ella respondió: allá está Oberá, mientras me mostraba un arroyo que brillaba porque los rayos del sol lo iluminaban. Y me conformé con eso”.
Contó que su infancia transcurrió en la Escuela 185, y citó a sus maestras: Sara Almirón, Laura Argentina Julia Denti de Montejano, Martina Rivarola, Oscar Paganeto, José del Monte Torres y el director Juan Areco, el fundador de Ex Alumnos 185, y en honor a quien el establecimiento lleva su nombre.
Cuando terminó la primaria no sabía qué hacer. Su madre era viuda y lavaba ropa “ajena” para que la familia sobreviviera, mientras que su hermano trabajaba en la carnicería de Rodolfo Otto, en calle Córdoba y Rivadavia, por lo que “comida nunca nos faltó”.
En Oberá no había colegio secundario, y no disponía de dinero para ir a Posadas por lo que su mamá lo inscribió en la Academia Sarmiento, “que ya no existe y fue mi facultad”. Ahí aprendió secretariado comercial, dactilografía y radio telegrafía.
“Cuando estaba terminando el profesor Toledo me dijo: te convendría más trabajar en los negocios que de radiotelegrafista porque a los 35 o 40 años vas a quedar sordo, por el ruido de la chicharra. En aquel tiempo los correos, los barcos, se comunicaban a través del telégrafo. Fue entonces que con 17 años opté por ir a pedir trabajo en Sand & Albrechtsen”, recordó.
Cuando llegó al comercio le preguntaron qué andaba buscando. “Trabajo”, contestó. “‘Y ¿qué sabés hacer?’. ‘Soy dactilógrafo’. En aquel tiempo el dactilógrafo estaba habilitado para ingresar al banco, a la policía, a cualquier oficina pública, porque era un estudio avanzado. Un dactilógrafo era un señor. Me senté al lado de una maquina planillera con un artículo extenso. Un patrón me miraba desde un costado y el otro desde atrás, porque tenía que escribir con los diez dedos. Le hice la copia del artículo en un ratito. Los dueños Lars Dinesen Jensen y Ángel José Daura me dijeron que viniera el lunes y que me iban a pagar cuatro mil pesos, pero, al finalizar el mes, me dieron cinco. No sabía qué hacer con tanta plata. Lo primero que hice fue decirle a mamá que dejara de lavar ropa ajena, que con lo que ganaba podíamos vivimos bien”.
“Cuando vine a Oberá, en Lomá Porá, existía un mirador de quince metros con escaleras. Era de un suizo llamado Marcelo. Le pedía a mamá moneditas y pagábamos cinco centavos para ir a remontar barriletes. Desde ese lugar se sacaban las fotos panorámicas, era todo rancherío, la única casa alta, de cuatro pisos y techos con caída era la MuMu. En los costados como ventanales, Ángel Aristondo, porteño, puso cuatro parlantes y transmitían Ricardo Seoane, publicidad oral Fénix, y Andrés Díaz, también tenía un altavoz. Esos eran los precursores de la radiofonía de Oberá porque no había radio. Creo que solo se escuchaba LT 4 y ZP5”.
En Sand & Albrechtsen trabajó 25 años hasta que lo llamó un amigo desde Warenycia & Andrujovich y lo invitó a sumarse, por lo que renunció y fue a trabajar con Don Elías Andrujovich, por cinco años.
Más adelante lo llamó Rogelio Roa, secretario general de los Empleados de Comercio, para ofrecerle la jefatura de Osecac, con un médico y cinco auxiliares a cargo. “Si no sabía qué hacer anteriormente con el dinero, imagínense ahora”, dijo, por lo que el auditorio estalló en risas.
Las fotos como soporte
En la charla, que se extendió por más de una hora y media, los recuerdos fueron fluyendo a medida que se exhibían fotografías de los momentos más relevantes en la vida de Don Anselmo.
Entre ellas, apareció una imagen de los Boy Scouts de los que formó parte en su niñez. Comentó que se llamaba Agrupación General San Martín y que los instructores eran suboficiales de Gendarmería Nacional, entre ellos, Gentil Meza, oriundo de Oberá.
“Cuando practicábamos los desfiles por las calles, nos decían que los 150 chicos teníamos que desfilar mejor que ellos. Un 25 de Mayo hicimos la guardia de honor, e íbamos a las colonias a pasar el fin de semana. Por ejemplo, un sábado fuimos a la chacra de Fermín y Elodia Cardozo, en Los Helechos, donde hicimos travesuras propias de la edad”.
Dijo que esta actividad “me dejó marcada la vida. Si hay algún cuerpo en Oberá no duden en mandar a los chicos porque se aprenden muchas cosas, entre otras, a amar a la familia, amar a la patria, a la naturaleza”.
Al referirse al paso por esta ciudad de Juan Gálvez, indicó que “éramos todos tuerca en aquel tiempo” y que “teníamos diez o doce corredores en la provincia”. Alegó que “corría la voz que pasaban por acá y la neutralización era en Oberá. Venían desde Puerto Iguazú, cenaron en el hotel Oberá y al otro día a las 9 largaban desde el frente de la policía, de acuerdo al orden de llegada. La gente dejó sus trabajos y se puso en la vereda de la policía hasta la Ford”. “Era una novedad, la vuelta de la república. Las carreras de acá se hacían alrededor del cementerio sueco. Ahí teníamos la pista”.
Se manifestó un enamorado de la radiofonía -prefiere la radio a la televisión y el celular- y cuando vino el presidente Farrell anunciaron la llegada de Radio Nacional para transmitir el discurso del presidente. “Llovía de manera descomunal. Salí de la escuela y en lugar de ir a casa a comer, fui caminando a La Copisa. En el Tuichá, el barro era grueso y yo de zapatos, se me hundió el pie y dejé el zapato, me quité el otro y seguí caminando. Cuando volví a casa, ligué por lo que me había pasado”, confió.
Por una ventana miraba donde estaba ubicado el presidente y quería ver cómo era la radio, con la típica curiosidad de los doce años. Otra visita importante fue la de Frondizi, que estaba de campaña. Las autoridades le agasajaron en el terreno donde estaba la CELO, detrás del galón de Singer, donde está el montecito. Hicieron un gran asado para todo el pueblo. “De colado, me prendí por un galletón y un pedazo de carne, pero quería escuchar al candidato. Me interesaba la política, y me gustaba mucho la radio”, señaló el padre de Francisco, Teresita y María del Carmen, abuelo de 16 nietos y 29 bisnietos.
Miles de recuerdos
En el Club Recreativo Juventud Don Anselmo Rodríguez conoció a su novia Ada Carlina Troncoso, pero la “flechó” en el Cine Rex. “Estaba tres o cuatro filas adelante, con mis amigos de siempre. Y me dijo que esa noche se enamoró de mi”.
En tiempos de carnaval, cuando terminaban los bailes en el Tenis, en el Club Social, quedaba el Cine Mundial y el Club Recreativo, donde los obereños solían amanecer. Para este vecino, “era hermoso porque era un club de clase media, con familias. Es una lástima que desarmaron el galpón porque ahí creció mi hija Teresita. La llevábamos en el cochecito y la poníamos al lado de la orquesta. Cada vez que la orquesta arrancaba, ella se despertaba, se asustaba del golpe de los tambores”.
En ese lugar conoció al maestro Ricardo Vuori, que “era nuestro ídolo musical”, y después estaba la orquesta “Ritmo Alegre”. Cuando se enteraban que no habría baile en Oberá, ya el jueves organizaban con “la barra” hacia donde irían el sábado. Todos coincidían en rumbear para Guaraní. “Una noche fuimos todos con escasa plata. Para ir pagamos un auto de alquiler de un tal Nielssen, que nos llevó y nos dejó. Cuando paramos de bailar el reloj marcaba a las 4, no había auto, teléfono ni dinero y nos largamos a pie con seis o siete compañeros, todos de la barra. A la vuelta vivía un sueco de apellido Linel, alguien tiro piedras sobre el techo de su casa por lo que el hombre se levantó y con un machete hizo ruido por las paredes de la casa, lo que hizo que saliéramos corriendo. Llegamos a Oberá a la madrugada y a dormir se ha dicho”, rememoró, esta vez, entre carcajadas del público.
Sobre los carnavales expresó que había pocos disfraces, pero eran bailes muy concurridos, muy populares. En tiempo de corsos, “iba a la escuela por la mañana, pero me iba tempranito y en la avenida Sarmiento, frente al hotel Oberá y café San Martin, era una pila de papel picado y serpentinas y escarbando, encontraba plata, billetes y pomos de medio litro que guardaba para usar a la noche. En Café San Martín terminaba el carnaval a la 1 o 2 e iban a tirarse sifones de soda, se bañaban con eso”, graficó quien en nombre de Mirtha Monge y de Gloria Miguel agradeció a la Junta de Estudios Históricos por la invitación a esta charla, que prometió repetir.
Al hablar de su participación en el deporte, reconoció que era “más simpatizante del Atlético Oberá y de Ex Alumnos porque era de mi escuela. Tengo una butaca pagada que pagué 50 mil pesos, tengo el recibo ya comido por las cucarachas. Algún día voy a ir a reclamarla”.
Al observar una foto de la nieve, evocó que frente al Club Huracán armaron un muñeco alto frente a una de las ventanas y duró todo el día a raíz del frío que hacía. Trabajaba y estaba de novio con Ada, que trabajaba en El Imán con el papá de Roberto Silverstone Zubiaurre, que era un niño.
Sostuvo que el cine comenzó en Oberá “antes que viniéramos. En el Club Recreativo funcionaba el primer cine de un tal Ubeda que después lo vendió y se fue a Eldorado. Después se construyó el Cine Argentino, después vino el América, de Dante Boni; después vino el Cine Mundial, que tenía el proyector atrás y el salón en caída. El proyector era Pandulce, un chico muy bueno. Luego, Don Sherer, el ultimo dueño del Mundial, puso una pista de baile afuera. Hicieron un riel para que corran las cámaras y así proyectar en la parte abierta del patio. Ahí se armaban mesas redondas de cuatro sillas y cenaban o tomaban cervezas mirando películas. Eso duró más o menos quince años y era la diversión de los obereños en los 60 o 70. Por último aparece el Ateneo, era el cine parroquial de Oberá, donde Don Anselmo era boletero, además de monaguillo. Así conocí a Eneida Krieger, la madre del médico Roberto, y a la mamá de ‘Chinchu’ Sosa, un periodista no vidente que era muy amigo mío”.
Afortunado de poder compartir estas vivencias, al observar fotos de los afectos dijo que, con su compañera de vida, fallecida hace tres años, compartió 60 años y “me dejó tres hijos de quienes me siento muy orgulloso. El buen matrimonio se consolida con el tiempo, pero hay que renunciar a muchas cosas”.
Sobre los tiempos actuales, entiende que “quien no conoce su origen, no puede amar lo que no conoce. Por eso, los jóvenes tienen que interesarse por las cosas de sus orígenes, más aun los que nacieron acá. Les digo que dejen un poquito los celulares, que son una adicción, y se interesen en otras cosas”.