Por: Ana Irala
Rezaba cada vez que pasaba mis tarjetas.
Lo más triste es que era para comprar alimentos.
Estábamos atravesando los días de una galopante inflación; con sueldos de indigentes… sintiendo la violencia que nos golpeaba cada vez peor!
El dolor calaba profundo… y despertó también una violencia en nosotros.
Fue así, que solo una chispa provocó el incendio.
Más de 2.000 docentes marchábamos con banderas, carteles, pancartas y cánticos pegajosos, pidiendo con ahínco una rápida solución a la desesperante situación laboral.
Los días siguientes, fueron cayendo chispas en casi todas las localidades de nuestra querida provincia; y se expandía como una pandemia.
Éramos miles que nos movilizábamos como podíamos, mediante las colaboraciones de muchos, para expresar nuestro descontento… nuestra desesperación… nuestra indigencia.
Apareció una murga barullenta con trompetas, baterías, silbatos, maracas, panderetas, tambores y latas que acompañaban con su ritmo armonioso y carnavalesco la lenta marcha de los manifestantes.
Con los corazones rotos, pero emocionados y acompañados por la multitud cortábamos rutas para ser vistos… ya que nuestros gritos iban dirigidos a sordos y ciegos; quienes nos daban por “unos pocos desubicados”.
Pasaba el tiempo… y la situación empeoraba. El miedo a reprimendas era latente en algunos. Las huelgas continuas decididas en numerosas asambleas, ponía de pie a toda la provincia. En las aulas… continuaba de vez en cuando, la lucha del lápiz y el papel con el fin de desterrar la ignorancia.
Y nuestra Bandera, la eterna heroína, dándonos audacia y valor. Ella era nuestra lanza que pica, agudísima centinela de nuestras vidas… fiel guardiana de nuestro honor.
Nada ni nadie nos detendría ya. “HASTA QUE LA DIGNIDAD SE HAGA COSTUMBRE!”, fue nuestro lema.Pero la sordera seguía, mientras traidores firmaban acuerdos pedorros… entre gallos y medianoche.
Era una lucha sin cuartel. En los acampes… los guisos, las tortillas y matecocidos compartidos. Mojados por la lluvia, el frío, el sol, cansados, malolientes, durmiendo en el duro asfalto, pasábamos los días.
Teníamos el “santo deber”: luchar sin dar un paso atrás. La sed de justicia y la necesidad de salir de la indigencia como profesionales… se gestaba cada vez más en otros colegas; quienes se unían a nuestro ejército blanco, con más fuerzas que nunca!
Nos han castigado, ninguneado; y aún así, hoy ya resarcidos parcialmente en nuestro petitorio, seguimos en “alerta” continua.
Qué distinto sería el mundo, si cada uno “atáramos los cordones del zapato del otro!”. Cada día tenemos algo que agradecer, algo que aprender, algo triste para olvidar, y muchos motivos para seguir!