Por: Evelin Inés Rucker
María Magdalena conocía la historia de Augusto. Desde que se la contó su padre, le pareció romántica y maravillosa; pero quedó en eso. Hoy, entendió que si se la relató fue para que, algún día, en algún momento que posiblemente fuese éste, acomodara los tantos e hiciese las paces con todo aquello que juzgaba incorrecto en sus ancestros.
Reconocía también que acomodar el pasado no era fácil y que suponía, prácticamente una cachetada cuántica.
Sus ojos brillaron en una sonrisa cómplice con ella misma. Sabía que aquel movimiento estaba produciendo desfasajes en su cuerpo: abruptas subidas de presión, tristeza extrema, temblores repentinos. Todo eso le producía miedo; pero sonreía sabiendo que era necesario hacerlo.
En Alemania, Ana estaba formalmente comprometida a quien sería, en poco tiempo más, su esposo y compañero de vida. Sacudió la cabeza varias veces con fuerza hasta que se sintió despejada. Era ridículo permitir que aquel estado la dominara.
Sabía que la explicación a su humor cambiante era Augusto y su mirada sensual, sus palabras tiernas, su deseo de abandonarse a las emociones más sinceras. Pero Augusto no solo no era el novio comprometido, sino que era un estafador en quien no confiaban en el pueblo.
La pasión hizo que finalmente huyeran al norte de América. Ana conservó siempre el dolor de aquella fuga romántica en la que no pudo despedirse de sus padres.
Algunos lejanos años después, mientras el amor y dos hijos adolescentes era todo lo que tenían, descubrieron la posibilidad de hacerse ricos comprando tierras en la selva argentina.
Montecarlo era un pueblito que recién nacía a la vera del río Paraná. Había varios inmigrantes alemanes establecidos y la lengua aria ayudó a integrarlos. Las familias eran sencillas, se animaban unas a otras en el trabajo arduo de luchar contra las pestes, los calores y los mosquitos.
Max se formó allí recto, con valores inquebrantables como los principios éticos y el respeto por la palabra dada.
Los engaños y fraudes de su padre Augusto a los vecinos del poblado lo marcaron y llevaron a no poder perdonarlo, arrastrando su enojo hasta el momento de descansar en su fría tumba neoyorquina. Max vivió los últimos días de sus noventa y dos años navegando en una neblina, en su Nueva York natal, creyendo que estaba en Argentina.
María Magdalena, sentada frente al fuego, escuchaba a la vieja curandera hablar con el espíritu de su abuelo. Era extraño, no conocía el nombre de la vieja y tampoco le importaba mucho. Acudía a ella cada vez que necesitaba paz, en cada momento en que su vida se le trababa en ciclos difíciles de interpretar.
_ Él quiere que sepas que te agradece que hayas vuelto a poner el apellido de la familia en su lugar mediante la palabra. Aquella palabra que su padre desmereció tantas veces.
En vida, Max no supo que su nieta se dedicaría a las letras y que cada libro que publicara, irremediablemente sería presentado en Montecarlo.