El baile del tango fue considerado indecente y obsceno por la Iglesia Católica durante varias décadas, hasta que el 1 de febrero de 1924 fue bailado frente al papa Pío XI en el Vaticano y el Pontífice consideró que no tenía nada de condenable.
El encargado de exponer ante el Vicario de Dios en la Tierra esta danza nacida en los prostíbulos arrabaleros -que, como dice el dicho, expresa “en forma vertical un sentimiento horizontal”- fue Casimiro Aín, conocido como “El Vasco” o “El Lecherito”.
La tarea fue ardua, pero no sólo por la responsabilidad de bailar ante el Papa, sino por la dificultad de convertir en algo “decente” un baile de origen “indecente”, aunque por una grave deformación conceptual se utilizara este último calificativo para un baile caracterizado por algo tan sublime como la pasión y la sensualidad.
Se trataba de convencer a las autoridades eclesiásticas de algo casi imposible, como que aceptaran valores que aún hoy siguen siendo rechazados oficialmente, aunque masivamente sostenidos por la mayoría de los humanos.
El producto no podía hacer gala de su esencia: la nocturnidad, casi clandestinidad de los burdeles porteños, donde en sus primeros días los pasos, roces y enlaces de los dos cuerpos unidos en todo su torso equivalían a las caricias previas a un acto sexual.
Se tocaba a la mujer bailando abrazados y apretados, con las caras pegadas, el aliento en el oído o el cuello, las manos serpenteando por la nuca de él o la espalda de ella y las piernas acariciándose en un enredo sin tropezones, al compás de la música.
No se tocaba como en otros lados, pero se tocaba tanto o más aún, y eso era indecente para la Iglesia y aún para el argentino medio de entonces, que condenaba al tango a un espacio marginal y era prohibido en las casas de familia.
La gestión fue realizada por el Embajador argentino ante la Santa Sede, Daniel García Mansilla, y a las 9 de la mañana de ese 1 de febrero, “El Vasco” ingresó a la Sala del Trono. La delicada situación llevó a Aín a elegir una mujer ajena al ambiente tanguero.
“El Vasco” concurrió acompañado de una bibliotecaria de la Embajada argentina, de la que sólo se recuerda su apellido: Scotto, a quien apenas explicó cómo seguir sus movimientos.
El tango elegido, acorde con el ambiente y el público, fue “Ave María”, de Francisco y Juan Canaro, que no era un tema dedicado a la Virgen, sino que se refería a la interjección de asombro “¡Ave María!”, pero esto era ignorado por Pío XI.
Aín no utilizó algunos de sus trajes de “maula” o compadrito, que en las funciones adornaba con cuchillo arrabalero, lengue y funyi, sino un prolijo y elegante frac.
La historia cuenta que Pío XI mantuvo una mirada aprobatoria, algunos dicen que casi aburrida durante esos minutos, saludó y se retiró sin hacer comentarios sobre la decencia del baile. Después se supo que el tango había aprobado el examen y ya no hubo críticas ni condenas teológicas.
Sin embargo, ese tango sin alma ni sangre que la viveza criolla expuso en el Vaticano nunca se bailó en los arrabales ni salones y tras el visto bueno de la Iglesia, el dos por cuatro siguió haciendo de las suyas en las pistas.
Fuente: Edición Nacional