Por Paco del Pino
de la Redacción de PRIMERA EDICIÓN
Jorge Luis Borges nos enseñó en “El oro de los tigres” que la historia de la literatura (e incluso su porvenir) se puede resumir en apenas cuatro relatos básicos, narrados en sus infinitas variantes.
Por qué no inferir entonces que la historia política -o al menos su devenir posmoderno- se sintetiza también en tres únicas formas de entender el poder, con múltiples particularidades con las que unas y otras se van disfrazando.
Teocracias y dictaduras versus democracia. Izquierdas y derechas, después reconvertidas (o más bien recategorizadas) en progresismo vs conservadurismo. Y ahora, con ustedes, el populismo.
Claro que no se trata de un fenómeno nuevo, ni mucho menos, por más que sea en los últimos años cuando hemos empezado a verle garras y colmillos debajo de la cofia y el delantal.
Ya en la Grecia clásica se sabía que la demagogia es la perversión de la democracia, así como el drama degenera en tragedia y la comedia, en farsa.
Pero sucede que hasta ahora el populismo sólo se había podido reproducir bajo condiciones casi de laboratorio: se encierra a una población dentro de un país (o cualquier otra construcción política) y se la somete a la propaganda hasta la pérdida del conocimiento.
Funcionó en la Alemania nazi, en la Unión Soviética y en la Cuba aC y dC, es decir, antes y después de Castro. Pero ni bien se filtró un poco de aire en el tubo de ensayo, se pudrió todo.
Lo novedoso de la época es que el populismo logró expandirse e incluso fortalecerse a gran escala. Es más, en la aldea global, la posverdad se ha convertido en el caldo de cultivo ideal para esta forma de (des)gobierno, embanderada (o al menos parapetada) en los algoritmos de las plataformas y redes sociales, que saben tanto más que nosotros sobre nosotros mismos que nos van empujando a una especie de campana de silencio en la que solo vemos y escuchamos lo que queremos ver y escuchar.
Ya se ha advertido más de una vez que el hecho de que cada vez más individuos estén atrapados en su particular visión del mundo, en las llamadas “burbujas de contenidos” que solo sirven para ratificar su visión primaria de las cosas y reforzar sus prejuicios, sembró de múltiples efectos gravosos el terreno político y las relaciones humanas. Es decir, puso en jaque a la democracia y a las comunidades.
Y ejemplos, lamentablemente, ya hay varios. El último de ellos, hace apenas quince días.
Trump y Trumpinho
Una semana exacta cumplía en el poder el presidente brasileño Luiz Inacio “Lula” Da Silva cuando miles de simpatizantes de su antecesor, Jair Bolsonaro, tomaron las principales sedes institucionales del país y reclamaron un golpe de Estado.
Claramente no se podía achacar todavía al nuevo mandatario los males de los que lo acusan los bolsonaristas, o que pusiera en jaque el futuro del país: la movida refleja, en cambio, la mala “costumbre” en que se está convirtiendo para algunos responder (o “defender”) en la calle lo que no lograron convencer en las urnas.
De hecho, la “toma” de sedes de los tres poderes del Estado en Brasil remite casi automáticamente a lo sucedido tres años antes en Washington, cuando miles de simpatizantes de Donald Trump “coparon” el Capitolio para “resistir” la toma del poder de Joe Biden, a partir de unas elecciones que consideraban “fraudulentas”.
Analogías hay muchas. Entre ellas, tanto Trump como Bolsonaro estuvieron ausentes en la asunción del mando por parte de los sucesores, una grave anomalía institucional de la que se conocían pocos o ningún antecedente hasta que Cristina Fernández de Kirchner lo hizo en diciembre de 2015.
Pero además, tanto el estadounidense como el brasileño se hicieron los distraídos cuando sus seguidores hicieron lo que hicieron.
Casualmente, en ese momento, Bolsonaro estaba ingresando a un hospital en Florida, aquejado de una dolencia intestinal. Digo casualmente porque a la célebre metáfora de que la izquierda piensa con el corazón y la derecha con el bolsillo, se puede agregar que el populismo (de uno y otro lado) piensa con las vísceras.
Cuestión de fe
Al calor de esta tendencia, la riqueza ideológica del siglo XX se derrite en un magma indescifrable al menos por ahora. El populismo, sobre todo desde Hitler en adelante, significa un quiebre trascendental en la política, porque ésta deja de apelar a las ideas (acertadas o erradas, de uno u otro “bando”, grises o luminosas) y apunta a los sentimientos. El eslogan y la violencia verbal reemplazan al debate, la acción directa destierra a los análisis, las propuestas y los proyectos.
En el fondo el populismo tiene una fuerte raigambre religiosa: toma impulso y fuerza en una fe mesiánica de sus seguidores, una confianza tanto en el líder en sí mismo como en el paraíso que promete. No en vano, determinados movimientos religiosos fueron determinantes para que tanto Trump como Bolsonaro llegaran a la Presidencia.
El caso argentino es más atípico, pero no menos sobrenatural: en el país donde Maradona “es” Dios y Messi el “Mesías”, el peronismo también es casi una religión, con sus bautismos, comuniones, confirmaciones, extremaunciones e incluso sacerdocios y matrimonios incluidos. Y con sus dogmas de fe, claro.
Pero cabe matizar que, así como no se puede asimilar el Ulises de la “Odisea” y el Atreyu de “La historia sin fin”, por más que ambos protagonicen básicamente el mismo relato, tampoco se puede decir por ejemplo que Bolsonaro (o Trump) “es” Cristina (o Macri, o Perón).
Básicamente porque cada personaje político va adoptando sus propios rasgos distintivos, en función de la idiosincrasia de sus respectivas jurisdicciones, claramente identificables… y también -parafraseando a Groucho Marx- intercambiables cuando ya no les sirven.
¿Podría ocurrir algo similar a lo de Brasil o lo de Estados Unidos en Argentina en 2023, en función de los resultados que arrojen en su momento los comicios? No parece probable, ni por el perfil de los actores políticos ni por la mayoritaria convicción de que, por más virulentas que sean las diferencias ideológicas o metodológicas, la vía democrática es la única posible.
Como se dijo, Cristina Kirchner tampoco entregó los atributos presidenciales a su sucesor. Y su sector político también se hizo el desentendido cuando movimientos sociales (desprendidos de su propio costillar, todo hay que decirlo) salieron a la calle a “resistir” la que consideraban -aun antes de iniciar su mandato- “dictadura” macrista, surgida según ellos del “golpismo” que no fue otra cosa que las elecciones de 2015 (la misma vía, por otra parte, por la que en 2019 uno fue desalojado del poder y el otro repuesto).
Sin embargo, la (mal) autoproclamada izquierda vernácula tiene un componente populista, pero claramente “tibio” en comparación con Trump o Bolsonaro. Acaso lo más parecido en Argentina a éstos sean los también mal autoproclamados libertarios, cuyo peso en las urnas y en las calles aún está por verse.
Del “No pasarán” al “No nos moverán”
En cualquier caso, ¿qué tiene de particular que el populismo tome la calle?
A la izquierda -sobre todo a la autoproclamada izquierda que no lo es- le pone muy nerviosa que otros sectores ocupen las calles o las tomen como herramienta de lucha. Lo sienten como una violación de domicilio.
Históricamente la calle fue el terreno del juego político para los que no tenían acceso a las urnas. Ahora que la democracia se va universalizando y nadie queda afuera por raza, género, clase social, ideas o poder económico, la idea de un excluido que tenga que salir a la calle para hacerse oír ha perdido su sentido ideológico (sería bizantino discutir si también el social para determinados problemas barriales o ciudadanos). En definitiva, ahora la calle es de cualquiera, mal que le pese a la autoproclamada izquierda. Y lo irónico es que la vienen ganando -acaso- los más favorecidos en el juego electoral, cuando ese juego les es adverso.
El creciente desprecio por las instituciones no tiene que ver con las ideologías, sino con una concepción posmoderna de la vida donde el yo y -lo que yo represento- es una verdad incontestable, de forma que el otro sólo puede ser un peligro y hay que aniquilarlo. Si yo tengo el poder, las instituciones son útiles herramientas; si lo tienen otros, son armas de destrucción masiva y conviene aniquilarlas.
Por ahora son grupos minoritarios -pero ruidosos-, que pretenden valerse de la democracia cuando los beneficia y desterrarla cuando no. No sabemos todavía las réplicas o incluso los tsunamis en que se pueden convertir estos movimientos telúricos.
Tal vez, en el plano simbólico, tengan algo de razón los terraplanistas, habida cuenta de la chatura moral, filosófica y política de un mundo actual en peligro de morir de literalidad.
Tal vez no estaba tan errado Francis Fukuyama cuando, a la caída del Telón de Acero, anunciaba la muerte de las ideologías. Acaso no estaba ensayando un diagnóstico de coyuntura, sino una proyección a largo plazo.
O tal vez las ideologías no están muertas o moribundas sino -por aquello de que la materia no se crea ni se destruye- pasaron primero del estado sólido al líquido, como preconizaba ¡hace apenas un cuarto de siglo! Zygmunt Bauman, y ahora al gaseoso.
Tal vez la política contemporánea es solo eso: una burbuja efervescente que se adapta a cualquier paladar porque, pese a su apariencia energética, se desvanece enseguida y deja gusto a nada.