Avisos no faltaron, mucho menos diagnóstico. Hubo y hay imponderables, claro, pero es difícil a estas alturas no arrogarle grandes cuotas de responsabilidad al administrador.
La crisis que se sigue desarrollando en el país se explica por una serie de factores entre los que se destaca la irresponsabilidad de los principales funcionarios.
Hace dos años y medio se trataba de invertir el rumbo de colisión en el que nos había embarcado la gestión anterior. En el medio el objetivo fue cuidarnos mientras se hacía lo posible para frenar la inercia de la crisis pandémica. Hoy se trata de evitar que la pobreza escale a niveles históricos.
Como se advierte, de un tiempo a esta parte nos fuimos acostumbrando a correr los objetivos hacia abajo. Es parte de la lógica de praxis política, explicarnos que estamos mal, pero que siempre se puede estar peor y que lo que importa, al fin y al cabo, es no perder el optimismo. Esa dinámica intenta ocultar una forma de hacer las cosas: acumular crisis.
Hace años que el país acumula distintos tipos de crisis. Los resultados son tiempos como el actual, donde ni siquiera se sabe el precio real de un producto. Donde a los actores que pueden contribuir a la solución, como la industria, se le quitan casi todas las herramientas posibles, se las desincentiva y se las presiona impositivamente provocando que cada vez sean menos.
Altos costos de producción, escasez de insumos, burocracia creciente y otros dramas se acumulan formando una crisis que, junto a otras crisis, maximizan los desequilibrios. El consumo baja, la economía se enfría, los empleos de calidad van desapareciendo dando lugar a circuitos informales.
Todo lo descripto sucede hoy en el país y sería de necios no advertirlo. Hubo y hay imponderables, claro, pero el escenario no era ni es desconocido.
El problema fue no haber abordado a tiempo y con soluciones de fondo las crisis que maduraron al calor de la mala praxis.