Son pocos los argentinos que pueden afirmar que la inflación, en los niveles actuales, no afecta el desempeño de sus economías particulares. La escalada de precios gana espacios a diario y lejos parece estar de frenar su inercia. Abundar en esta columna sobre el fracaso de las recetas de siempre hasta parece aburrido y casi no tiene sentido a juzgar por la conducta del Gobierno, ir todo el tiempo por los mismos desafortunados caminos.
Es así que a estas alturas cabe preguntarse si, más allá de la estrategia vinculada a licuar deuda, mantener alta la inflación no es una maniobra artificial para, entre otras cosas, tener siempre a un enemigo al que “pegarle”.
Electoralmente hablando, el Gobierno habla a diario sobre el drama de la inflación y apunta siempre en el mismo sentido: contra los privados a los que expone como formadores de precios. Parece conservar así a su núcleo duro mientras articula programas que no mueven la aguja cuando de bajar los precios se trata.
Si el fracaso de la “guerra contra la inflación” se debe a maniobras como la expuesta y no a los errores de la exasperante visceralidad política, se estaría entonces en un camino demasiado peligroso dado el tamaño de la crisis argentina. Una hipotética especulación en medio de una extremadamente frágil situación con niveles inflacionarios como los actuales serían el punto de partida para una crisis social que podría ser histórica.
Además, la volatilidad política y económica argentina hacen que se vuelva imposible dominar el escenario comprometiendo no sólo las chances electorales sino también el futuro de las siguientes generaciones.
Y si por el contrario, el fracaso se explicase en la abundancia de medidas incorrectas, entonces a estas alturas el Gobierno debería entender que la inflación corre con una dinámica propia requiriendo otro tipo de decisiones.
Como sea, lo que el Gobierno parece no entender aún es que lo que hace, cualquiera sea la motivación, no funciona.