A pesar de los altibajos, Carolina Vanessa Borgmann se define como una mujer súper fuerte, perseverante, honesta y con mucha fuerza de voluntad. La misma que tuvieron sus padres Juan Borgmann y Clara Zimmermann para apuntalar los pasos de una niña sorda de nacimiento. Visitaron con ella los mas diversos especialistas y la integraron a distintas actividades. Las clases de danza, inglés, alemán y participar del movimiento Scout, además de asistir a la escuela, eran una constante en la rutina de esta licenciada en Nutrición que aguarda esperanzada un implante coclear para mejor su calidad de vida pero, por sobre todo, para lograr una mejor comunicación con sus pacientes tanto en el sector público como privado.
A pesar de haberse vacunado, la madre de Vanessa tuvo rubéola durante los primeros meses de embarazo pero el médico que la atendía, atribuía el malestar a “una pequeña gripe”, más allá de las manchas y a algo de fiebre. “Cuando nací, lloraba muchísimo, recurrieron a una infinidad de médicos y llegaron hasta la curandera porque no sabían qué hacer, cómo hacer para que me tranquilizara. A los ataques de llanto se sumaba que no podía succionar bien la leche, un problema que padecen todos los niños sordos”, contó.
Añadió que Clara “se largaba a llorar conmigo porque no sabía qué hacer. Me inventaba cantitos, y yo, nada. La miraba fijo, no me reía. Incluso pensó que era autista. Un día, cuando tenía poco más de un año, yo estaba sentada en el piso de madera, jugando, golpeó tan fuerte la puerta que por primera vez reaccioné y me di vuelta. Mamá dijo: ésta no me escucha, empezaron a hacer los estudios y me diagnosticaron sordera. Cuando ella contó a los profesionales lo que le pasaba en el embarazo, sospecharon que era rubéola”.
Hubo un momento en que los Borgmann se plantearon ir a vivir a Buenos Aires para estar más cerca de los centros especializados, pero decidieron quedarse. Fue entonces que Clara hizo cursos para padres hipoacúsicos “para aprender cómo tratarme, cómo encaminarme para que yo pudiera comunicarme y relacionarme en sociedad. Se sentía mal, culpable”. Como en Capioví no había una escuela para sordos, llevaron a la niña a una escuela especial de Posadas, mientras Juan junto a otros padres buscaron nuclearse en una asociación, que no prosperó. “Mamá veía que yo no avanzaba en la escuela especial en lo que respecta a estimulación temprana y para colmo imitaba lo que hacían los demás chicos discapacitados. Por ejemplo, si un nene babeaba, yo también lo hacía”.
Además, había que viajar constantemente y “muchas veces lloraba de cansancio”. Entonces decidieron buscar una fonoaudióloga. “Cuando el médico decía que había que buscar una, a mi mamá le parecía chino básico porque era algo nuevo. Golpeó muchas puertas hasta que le contaron que en la zona había una que trabajaba en una clínica”.
Una vez que Vanessa comenzó a asistir, Clara, que es profesora de pintura sobre madera, también aprendió con ella. “Me daba tareas para la casa y mamá tenía que poner carteles con sus respectivos dibujos en toda la casa (puerta, baño, árbol). Ella era muy estricta con toda la familia.
Tenía tías chicas que me querían malcriar porque soy la primera sobrina, pero mamá decía no le den hasta que ella pronuncie la palabra. Cuando quería agua, señalaba la canilla pero no lograba el cometido hasta que dijera agua”. Si bien reconoció que “yo era caprichosa pero como me daba cuenta que no había forma de obtener, tenía que repetir hasta que me salía y ahí me daba lo que pedía. Así pasaba con todas las cosas. Los sordos tenemos otra forma de comunicación, que a los oyentes les cuesta aceptar. Pero igual estuvo bien porque aprendí a hablar muy bien, al punto que muchos no se dan cuenta que soy sorda. Hay sordos que tienen las cuerdas vocales mucho más duras por la falta de práctica. Aunque cada caso es muy diferente”.
La profesional se fue de la ciudad y se quedaron sin atención, hasta que les recomendaron a otra. A los cuatro años, por el tema de la estimulación temprana, la integración y el desenvolvimiento, tenía que ir a un jardín de infantes pero como en Capioví tampoco había, tenían que llevarla a uno privado de Puerto Rico. “El primer día no soportaba, me acuerdo como si fuera hoy que quería que mamá esté a mi lado porque era muy apegada a ella. Gracias a una compañerita con síndrome de Down pude superar esos primeros días que fueron traumáticos”, dijo la profesional, que desde salita de 5 y hasta finalizar el secundario cursó en el Instituto Nuestra Señora de Itatí (INSI) junto a su amiga Florencia Luft, cuyo padre, Renato, era el rector del establecimiento.
Vanessa sostuvo que en la primaria era una nena como cualquiera. “No me daba cuenta de mi discapacidad. Viví una infancia muy feliz, pero ahora entiendo que me costaban mucho las materias, que tenía que estudiar el doble que los otros. Mi mamá estaba todo el día encima. Durante el primer y segundo grado de la primaria ella iba a las clases para ver cómo las daban, cuál era la metodología, para poder aplicarla en casa”, contó, al tiempo que consideró que “ambos son excelentes papás pero admiro mucho a mamá por todo el trabajo que tuvo que hacer. Haber tenido a su primer hijo, con problemas, no fue nada fácil para ella, pero pudo salir adelante y le agradezco mucho”.
Al mismo tiempo iba a danza clásica, española (es profesora elemental) y contemporánea. “Algunas chicas se enojaban porque tenía que salir primera y como la música estaba a un volumen que no podía escuchar, me retaban. Esos tratos no me gustaron, y como sabía que en la secundaria tendría que estudiar más, decidí dejar, aunque me dolía en el alma y mi profesora, Alejandra “Tati” Kagerer (fallecida), fuera a casa a insistirme”. Ahora, después de 24 años, volvió a subirse al escenario para despuntar el vicio y su actitud fue elogiada.
Mientras narraba su historia, pidió que “la gente tenga más empatía, paciencia, que se entere la manera en que se siente un sordo prelocutivo (sordera antes del nacimiento). Muchas veces te dicen después te explico pero ya es fuera del momento en que ocurrió, y no es lo mismo. Es necesario que hablen más pausado, uno por vez, que no muevan tanto la cabeza”. También solicitó que “la gente aprenda la lengua de señas “porque uno nunca sabe lo que puede pasar, una enfermedad, un accidente. Es la manera más rápida para captar si no puedo hacer la lectura labial o si no llego a entender una palabra o varias. El bilingüismo es importante. Una cosa es escuchar con el audífono y otra entender. Hay muchas palabras similares y tengo que adivinar para no preguntar de nuevo”.
Desaconsejó el uso de auriculares de forma permanente porque “es dañino y produce contaminación auditiva. La pirotecnia también produce ecos en las personas sordas, hace mucho mal”. Por estos días, Vanessa sólo espera que la llamen para confirmar la fecha del implante coclear y de como ese aparato puede mejorar su vida. “Muchos piensan que el implante es escuchar 100% como oyentes y no es así. Te ayuda a escuchar mucho mejor, depende de cada persona y requiere mucha rehabilitación”, explicó.
La fonoaudióloga Ana Brown compartió el número de una implantada de Posadas que le aconsejó ingresar a un grupo cerrado del Facebook La sordería donde “son todos implantados, sordos, hipoacúsicos con audífono, y ahí conocí a chicos de todas las edades. También al administrador Omar Navarro, que fue implantado por una rotura de tímpano, cuando fuimos a Buenos Aires. Él nos acompaño a la consulta con el doctor Vicente Diamante. Muchos dicen que el implante coclear te cambia la vida. Pero muchos piensan que el implante es la solución máxima y no es tan así.
Requiere de mucha rehabilitación y depende de cada persona. De todos modos estoy esperanzada que me va a ayudar”.
Rememoró que, una vez, “cuando me llevaron a Buenos Aires, había escuchado algo de implante coclear pero no me gustaba la idea. Pero el médico me dijo que como tengo muy buena reeducación con el audífono y llegué a esta altura, no lo hiciera todavía pero que fuera averiguando e investigando. En el trabajo siempre tuve un buen trato con el paciente, si no entendía le explicaba que soy sorda de nacimiento y hago lectura labial. Me desenvuelvo bien cuando son una o dos personas, me cuesta cuando es en un grupo”.
Un poco más cerca
Vanessa fue a estudiar a Paraguay porque sus papás querían evitar que, por la misma discapacidad, los separaran grandes distancias. Estaba en quinto año del secundario y tenía expectativas de viajar a Córdoba, hacia donde iban la mayoría de sus compañeras, entre ellas, su mejor amiga desde bebé, Florencia Luft, que es fonoaudióloga.
Alguien comentó a su papá que en Encarnación también se podía cursar esa carrera y que, al parecer, tenía convenio con la Universidad de Belgrano, de Buenos Aires. “Me pidieron que fuera ahí, porque era más cerca. Mamá no quería que me alejara tanto por si se rompía el audífono o porque si pasaba algo, no tendrían manera de contactarme porque con el teléfono no podía comunicarme y celulares no había por aquel entonces. Me compré uno recién después de recibirme.
Me manejaba mucho con la computadora desde el ciber”, confió, quien usa audífonos desde los 2 años.
Admitió que no estaba convencida de ir a Paraguay pero “me insistieron, me hicieron analizar todos estos planteos”, y accedió a cruzar la frontera para perseguir su meta.
Esto, además del agravante de ser la primera hija y única mujer. “Para ellos era todo nuevo, y tenían miedo, aunque mamá disimulaba muy bien”, acotó. No se sentía cómoda en el vecino país, entonces los fines de semana iba a casa de una tía de Posadas o “me largaba a Capioví”.
Así transcurrieron los cuatro años en los que cursó la carrera en una universidad privada. “Pensaban que podía ser más fácil para mí que en una pública, que aquí podía tener el contacto directo con el profesor”.
De todos modos, toda su vida de estudiante transcurrió en el primer banco para poder hacer la lectura labial. “Mi problema era cuando los profesores iban atrás, les vivía recordando de mi condición. Cuando dictaban, les pedía a mis compañeras para copiar porque, de lo contrario, me perdía. Iba a la biblioteca o me arreglaba mucho con el diccionario de medicina que me regalaron mis papás porque había muchas cosas de medicina”. En la reválida del título con docentes de la UBA, Vanessa aprobó con diez las dos últimas materias, entre ellas, la más importante de la carrera que es dietoterapia, que tiene que ver con el plan alimentario. Recordó que el examen “fue pesado y no conocíamos a los docentes. En dos horas nos explicaban los temas de los que teníamos dudas.
Hacíamos trabajos prácticos o tutorías y los mandábamos por mail para que nos corrigieran. Ese día no me quería presentar porque muchos estábamos con miedo de salir mal. La profesora nos marcó cosas incorrectas, y si bien estuve muy atenta pero no estaba convencida”. Como en la tutoría “no me fue como esperaba”, viajó a Eldorado para estudiar con su amiga, Vanesa Barchuk. Pero a la hora del examen, “me faltaba valor. Lloraba de nervios. Mi amiga me dijo, vos estudiaste conmigo, soy la prueba de que sabés muchísimo. Me calmé y entré”. Eran entre 20 y 25 pero evaluaron primero a los chicos del interior para comunicarles con tiempo si tenían que quedarse hasta el otro día para el repechaje. Al salir del curso, la profesora dijo: “Como hubo dos alumnas que se destacaron, una con un trabajo excelente, una maravilla, no puedo darles otra oportunidad, solamente el repechaje. Cuando pronunció mi apellido, contesté: ¿¡yo!? Me puso diez y me dijo excelente su examen. No lo podía creer”.
Falta más conciencia
La parte mala de la historia es que en los colectivos de media distancia “sufro mucha discriminación. Muchas veces llegué tarde porque hay frecuencias que no me quieren llevar, me dejan plantada y eso me choca. A pesar del carnet de discapacidad, siempre ponen la excusa que ya hay cinco personas discapacitadas sobre la unidad. Muchos creen que me hago porque tengo audífono y me desenvuelvo bien. A veces no quiero ni hacer el intento de subir porque paso muchos nervios, sobre todo cuando algunos guardas se burlan. En los urbanos, en tanto, la atención es excelente”, narró la agente de Salud Pública que desarrolla tareas en el Área de Programática IX. Además, le afecta el síntoma de los acúfenos, desde 2017. Eso hizo que perdiera la audición del lado izquierdo.