Si bien Hugo “Coco” Dalcolmo (62) nació en Colonia Liebig, Corrientes, conoce en profundidad la historia de la capital misionera, pero en particular la del barrio “El Palomar”. Es que su abuelo paterno, Juan Dalcolmo, fue protagonista de un acontecimiento que dio lugar al nombre del barrio, donde se gestó la que podría llamarse la primera feria franca de Misiones. Desde pequeño escuchaba variadas historias relacionadas al tema, narradas por su padre y sus tías. Las fue atesorando en la memoria hasta que pudo plasmarlas en un libro al que denominó “Historias de familia”.
Según “Coco”, su abuelo Juan se estableció en Apóstoles incluso antes de la llegada de los primeros colonos polacos y ucranianos, en 1897. Había llegado desde Brasil, proveniente de Italia, junto al señor Vinotti y la familia Garro. “Dice que cuando llegaron se refugiaron en las ruinas de Apóstoles, que por aquel momento estaban techadas” y que enseguida comenzaron a trabajar la tierra. “Cuando estaban establecidos, el gobernador Juan José Lanusse les cedió más de cien hectáreas cerca del arroyo Chimiray, porque él fue el primer plantador de arroz de Misiones. Hay un pergamino de reconocimiento que se encuentra en la Gobernación que acredita este dicho. También la recibió un señor de apellido Pitura y Vinotti, que era un italiano ilustre, que sabía hablar castellano, a diferencia de mi abuelo y los demás colonos”, manifestó.
Añadió que por esos tiempos, Lanusse también nombró a una especie de delegado o administrador cuyo apellido no recuerda, que se encargaba de facilitarles las semillas y de asistirlos con provistas y, a cambio, vendía todo lo que producían los colonos porque ellos no sabían cómo ni adónde comercializar. “Ese hombre había creado una especie de cooperativa y después de vender la producción de los vecinos, les devolvía en dinero o en provista. Pero al poco tiempo, hizo una sinverguenzada. Se acercaban las fiestas de fin de año y mi abuelo con mi papá y mi tío se fueron en el carro a retirar provista porque mis tías querían elaborar pan dulce para Navidad. Cuando llegaron a la casa del administrador, creían que tenían en si algo de dinero en su haber, y pidieron dulces y harinas”. Pero el hombre le dijo a Dalcolmo: “Usted no puede llevar nada porque me está debiendo a mí. El abuelo le respondió: ‘ma… cómo puede deber si yo entregué producción todo el año’. ‘No, usted me está debiendo a mí’…, insistió”. Y dicen que de esta manera actuó con todos los colonos, que sentían rabia e impotencia. “Mi abuelo se subió al carro y se puso a llorar, y dijo: esta es la última putería del mundo, como diciendo que ya otro modo de sinverguecismo no existía.
Entonces mi tío Honorio, se bajó, y con el chicote que pegaba al carro, le pegó al hombre y le lastimó el ojo. Como Vinotti sabía desenvolverse, hizo una nota al gobernador y finalmente lo terminaron echando al administrador por ladrón”.
A partir de ese momento, Vinotti organizó a los colonos que ya no querían saber nada de otro administrador, y podría decirse que así nació la primera feria franca de la provincia. Uno juntaba los pollos en jaulitas de tacuara, que colocaban una arriba de la otra; otro se encargaba de los chanchos, que trasladaban vivos, no faltaba la mandioca, la batata, el maíz. Cada carro llevaba algo distinto, y así comenzaron las caravanas de carros hacia Posadas. En ellos iban los Gembarowski, los Berezoski, los Koropeski, los Horianski, los Spaciuk, los Pitura, y entre ellos iba “mi papá, Antonio, que era de la primera camada de niños que nacieron en la Colonia Apóstoles y que por ese entonces era gurisito pero se ocupaba de cuidar los carros cuando los grandes salían a vender los productos”.
Los viajes demoraban mucho porque como no había caminos ni puentes, transitaban por huellas prácticamente invisibles, por el medio del campo. Y cuando crecían los arroyos, debían esperar a que bajara el agua. “Era una penuria, pero igual se divertían porque los colonos sabían divertirse con poca cosa”, dijo “Coco”. Cuando llegaban a Posadas todos paraban al costado del arroyo Vicario, donde había abundante pasto para los caballos. El abuelo Juan llamaba a ese lugar, “Paraje las palomas”, por la cantidad de pájaros que llegaban para alimentarse cada vez que los viajeros volvían a Apóstoles porque quedaban semillas de maíz, porotos, y restos de frutas y de comida. Los colonos hacían sus propios arreos de cuero y los engrasaban con sebo, lo que llamaba la atención de los zorros que merodeaban la zona del Vicario en horas de la noche. Durante los primeros viajes, varios quedaban sin sus caballos porque los zorros comían la cuerda y los equinos “se mandaban a mudar”. Fue entonces que cambiaron el sistema. Hacían una ronda de carros y se cuidaban entre ellos, durmiendo en el centro del círculo.
Si bien la zona estaba cubierta de monte, “había una campiña donde ellos se instalaban. Muchos años después, las veces que pasábamos con papá por la zona, él nos decía: cómo corríamos por acá, sea jugando o cuidando los caballos”. Donde hoy se levanta el populoso barrio “El Palomar”, se quedaban durante una semana o hasta que vendieran el último chancho que la gente iba a buscar. A la vuelta era otro el cantar porque compraban todo lo que podían: harina, muebles, radios, ropas, frazadas, herramientas y kerosene, que “era como oro porque usaban hasta para las curaciones ante alguna mordedura, picadura. Ahí se dieron cuenta que fue bueno lo que hicieron porque con el administrador era la miseria total, y que Vinotti los orientó porque era instruido. Él tenía una arrocera en Concepción de la Sierra, fue muy valioso para el grupo, lo querían como a un padre”, acotó Dalcolmo nieto.
Sostuvo que la feria “siguió hasta que dijeron basta. Pero lamento que no haya una placa, un monolito, un reconocimiento en el barrio cuando es de valor histórico. Por más que seamos correntinos, nos criamos en Misiones. La mayor parte de nuestra vida la pasamos acá. Para mi sería algo extraordinario si se mantendría esa cultura. Los viejitos se fueron y no se registró mucho”. Con el paso del tiempo ese monte se fue mensurando y poblando, y muchos de los hijos de esos colonos fueron los que habitaron la zona. Es que “les gustó ese lugarcito, además le traía recuerdos de la niñez, seguramente”, agregó.
“Posadas para nosotros era Nueva York”, aseguró “Coco”, al tiempo que recordó que “veníamos todos a visitar a los tíos cada vez que se podía. Mi tío Juan Schiaffino, casado con Doña Tite, hermana de mi mamá, era jefe de la estación. Parábamos en su casa e íbamos a cenar en el centro, pero el más lindo recuerdo que me quedó era el del Pira Pytá porque íbamos a jugar en el agua.
Todos los chicos de Posadas iban a jugar ahí. Hacíamos un cuenco con las manos y tomábamos el agua del Paraná que era dulce y tibia, y ahora está podrida”. En esas salidas se quedaban hasta la madrugada, sobre todo cuando había luna llena. “Llevaban comida y se pasaba hermosísimo. Nadie tocaba nada. Era un lugar especial para la familia. Así me fui enamorando de Posadas y me quede a vivir acá. Siempre anduve pero una vez que me casé, me quedé para siempre”. Además, el contador Bruno Paprocki “le llevaba los papeles a mi papá. Era un señorazo. Antes de morir fue a visitar a mi viejo, y él le dijo ‘me voy contento al cielo porque me voy sin deber a nadie ni un solo peso’”.
Antonio Dalcolmo, el papá de “Coco”, nació en 1906 y está registrado en el primer acta de Apóstoles. En su juventud se casó con Leonor Lovera, y abrieron un negocio de ramos generales en Colonia Liebig. Es que los Lovera eran de Gobernador Virasoro donde tenían un negocio de ramos generales, conocido como “Casa Lovera”, una construcción antiquísima que se ubicaba a la entrada del pueblo y que permaneció vigente hasta hace poco tiempo.
Cuando Raúl Vergara inició el programa “Ramos generales” por las pantallas de Canal 12, “había ido hasta allá a buscar el modelo que replicó en la tele. Por eso siempre nombraba a ‘Quino’ Lovera, que era mi tío, y que continuó con el negocio”, confió, el esposo de Mónica Flores y papá de la psicopedagoga Rosario Dalcolmo.
“Mi mamá era más comerciante que mi papá, porque venía de una familia de comerciantes”, acotó “Coco”, y recordó que a Justo, su abuelo materno le decían: “Mire Don Lovera, fulano y fulano tienen no sé cuántos camiones, camionetas, comercio gigantesco, y usted siempre así nomas. Y el abuelo contestaba, cuando ellos lleguen a 70 años de negocio sin engañar a ningún prójimo, sin un cheque rebotado, sin complicar la vida a los viajantes, yo me voy a sacar el sombrero… ahora ya nada es así”.
La familia de Antonio Dalcolmo vivía en Colonia Liebig pero los doce hijos del matrimonio cursaban en el colegio “La Inmaculada” y la Escuela Nº 21, ambas de Apóstoles, hasta donde los trasladaban en un Siam Di Tella aunque también tenían un rastrojero. “Las seis mujeres se recibieron de maestras en la Escuela Normal y todas llegaron a ocupar cargos directivos. Mi mamá trabajaba en el negocio y mi papá en el campo, y aún así criaron doce hijos”, contó, con nostalgia.
Mientras los varones: Hugo, Américo, Rubén, Héctor, Omar y Luis, optaron por dedicarse al campo, sus hermanas: Elsa, Gloria, Blanca Mirta, Graciela Aidee, Genoveva y Avelina, dedicaron mucho de su tiempo a la educación en las zonas rurales. “Son madrinas de casamiento de los pobladores de la zona a la que fueron a vivir, de sus hijos, y eso valoro yo de los docentes de esa época. Un día después de recibidas, mi papá las llevaba en la estanciera a que se registraran en el Ministerio de Educación y que les indicaran el lugar de trabajo. A la vuelta les daba un colchón, una pavita, una ollita, y las acercaba al lugar designado. Ellas lloraban durante el viaje, y el decía ‘juna y Juana’, como una manera de calmar las aguas”.
Sostuvo que su casa era grande, que su padre alquilaba habitaciones, y que tanto él como sus hermanos se criaron “con los guerreros de la Primera Guerra Mundial, de la Segunda. Había un médico alemán al que le faltaba una pierna, un dentista de apellido Markiewicz, un peluquero, un talabartero de apellido Streda, todos guapos, de una seriedad y una honestidad absoluta. Mi papá les alquilaba piezas y les vendía las cosas porque viajaba a Buenos Aires y traía mercaderías en general en gran cantidad, y el ferrocarril dejaba los fardos en la estación Apóstoles”.
Los efectos de la cruz
Manifestó que Honorio Dalcolmo, quien había golpeado al administrador, nació en 1891. Cuando era pequeño, muchos niños de la zona “comenzaron a morir a causa de una peste que después decían era una epidemia de fiebre amarilla”. Ante tamaña tragedia, los vecinos se juntaron y confeccionaron una cruz de madera de urunday que presidió una procesión que hicieron para pedir a Dios una cura para los chicos. De golpe todo cesó y Honorio, que estaba agonizando, también se recuperó. Por ese mismo motivo y un tiempo más tarde, también fueron hasta el Cerro Monje a cumplir una promesa. Es que le habían dejado el cabello largo y se lo cortaron en el santuario, a la vera del Uruguay.
Esa misión fue cumplida por el abuelo Juan Dalcolmo, la abuela Avelina Larenti -la primera partera de la colonia- y un aborigen que conocía el camino del actual municipio de San Javier. Contaron que el niño lloraba desconsoladamente porque no quería abandonar en ese lugar “los mechones de su cabello largo y rubio”. Ya grande, se convirtió en oficial de la Policía Federal y falleció siendo anciano. Con el paso del tiempo, esa cruz de urunday desapareció. Más tarde, un vecino encontró un trozo del madero y lo depositaron en la iglesia San Pedro y San Pablo de Apóstoles. Al conmemorarse los cien años de la llegada de los primeros colonos, se levantó la Capilla de la Cruz de los Milagros.
Cómo no recordar
Para graficar la camaradería que se vivía en ese tiempo, “Coco” relata a quien quiere leerlo que en una ocasión vino a Posadas con una persona a la que debía esperar mucho tiempo para regresar a la Ciudad de las Flores. Y fue a hacer tiempo a la plaza San Martín. “Pedí permiso para sentarme en un banco, al lado de un vejito. El accedió y me preguntó de dónde era. Le dije de Apóstoles. Me confió que allá tenía un queridísimo hermano. Le pregunté por el apellido. Cuando le dije que ese era mi papá, me abrazó y casi se enferma de la emoción. Era propietario de la tienda ‘La blanco y negro’ que estaba sobre la avenida Mitre. Así de amigos eran”.
El anciano agregó: “Lo único que no tenés de tu papá es su sombrerito y su maletín lleno de plata. Es que mis padres compraban en su negocio y el tren llevaba un vagón de mercadería sólo para mi familia hasta la Estación Apóstoles”.