En Misiones, como en el resto del mundo, se celebra este 31 de octubre la fiesta de Halloween, la tradicional “Noche de brujas”, que de un tiempo a esta parte se identifica con las tradiciones anglosajonas de las máscaras y velas hechas con zapallos y el “dulce o truco”, aunque en los últimos años, gracias a la película de Disney “Coco”, empezó a generalizarse también las festividades de mañana y el sábado por el Día de los Muertos al estilo mexicano.
No en vano, esta transición del 31 de octubre al 1 de noviembre representa para muchas culturas (sean nórdicas, centroeuropeas o latinas) la única noche en el año donde la vida y la muerte toman contacto: los muertos quedan liberados en el mundo de los vivos.
Por eso, cada región tiene sus propias leyendas e historias que llenan de espanto a sus habitantes. Y en eso la riqueza de Misiones es innegable: desde el lobizón que merodea por cualquier monte de la tierra colorada, pero que en Candelaria tiene tanta presencia en el imaginario colectivo que hasta se lo conmemora desde este año con una “Noche de la Luna Llena”; hasta el Pombero que “se lleva a los niños para sacarles la sangre” y múltiples “aparecidos” (varones o mujeres) que penan en inmediaciones de los cementerios, rutas y otros lugares lúgubres.
En Posadas, por ejemplo, se recuerda -aunque cada vez menos- a “la ahorcada”, una mujer de blanco que se instala en el mástil de las avenidas Mitre y Uruguay en un silencio sepulcral. Se dice que entregó su corazón a un hombre que abusó de su amor y la dejó. Desconsolada, corrió por las oscuras calles de tierra de la joven ciudad a inicios del siglo XX.
Dicen también que sus profundos gemidos se oían en las casas y los niños tenían prohibido salir. Nadie la socorrió, nadie supo de su tristeza sino hasta el otro día, cuando encontraron su cuerpo suspendido en el mástil de madera. Tenía el rostro desfigurado por el dolor, la boca tan abierta como podía y la mirada todavía brillante, tanto que no se animaban a bajarla. Pese a que finalmente lo hicieron y la enterraron en la Chacra 60, ella nunca dejó el mástil y cada noche de luna llena estaba ahí, con la misma mirada de horror. ¿Volverá hoy?
Reclamaban sus propias tumbas
Hace un tiempo, el cementerio de Puerto Piray tenía un pocero y a la vez cuidador al que todos conocían como “Yasí Benítez”, porque era “muy alto y muy blanco”.
Solía tomar vino en cajita y atribuyen a que el alcohol era la única manera de tolerar la vida cotidiana en una casilla del camposanto. Allí trabajaba y dormía. Cuando moría alguien, desde la Municipalidad iban a golpear su puerta para que cavara el pozo que se necesitaba.
Una madrugada, según contaba el hombre a la almacenera que le proveía el vino, alguien le golpeó la puerta de la casilla, pero “como era muy de noche”, no se quiso levantar.
Insistieron tres veces, hasta que se levantó y habló desde adentro, sin abrir la puerta. Del otro lado, la voz le pidió tres pozos. Al amanecer empezó a trabajar en el pedido y cuando ya llevaba hechos dos pozos, llegó alguien de la Comuna y él le dijo: ‘Ya hice lo que pidieron’. ‘¿Qué cosa, si yo no vine a pedirte nada?’, le respondió el empleado, quien agregó -como si fuera la primera vez- que necesitaba tres pozos. ‘Ya sé, ya me avisaste’, insistió el enterrador. ‘Que no, yo nunca vine a pedirte los pozos’, sentenció el visitante. El pocero siempre creyó que los que vinieron esa madrugada fueron los propios dueños de las fosas.
Otra historia frecuente en Piray es la de una hermosa joven que hace dedo sobre la ruta provincial 16, en el cruce de acceso al pueblo, de jean, remera de color y una mochila muy pequeña. Los camioneros paran, bajan para invitarla a subir pero para entonces ya no está. Según otros, se les cruza por delante, como dejándose atropellar.
Oberá: el Lobizón, el Pombero y las aparecidas
“Para algunos es un duende que los protege. También se lleva a los chicos que no son bautizados. Eso le pasó a mi sobrino: estaba toda la familia dentro de la casa, todos dormidos, la casa cerrada. Ya entrada la noche, vino un vecino y trajo al niño, a quien encontró en medio de una planta de un patio baldío. Estaba bien, solo asustado. Fue algo inexplicable. Como no estaba bautizado, mi padre nos dijo que fue el Pombero”, relató Lucía, del barrio Caballeriza de Oberá.
“Yo nunca lo vi, tampoco quiero verlo, pero creo en su existencia”, afirmó la mujer, quien recordó que “cuando éramos niños nos contaban sobre el Yasy yateré, que es un niño bonito, muy rubio. Muchos aseguran haberlo visto, sobre todo en las colonias, al mediodía en la época de tarefa o trabajo en la chacra. No sé si era para darnos miedo, muchos dicen que se utilizaba antes para que los niños duerman la siesta, pero yo no quisiera encontrarme con ninguno de ellos”, subrayó la mujer.
Muchas son las historias similares: Lucho, un joven de veinte años, asegura que su tío fue salvado en el monte por una de estas figuras mitológicas. “Él se había lastimado y no podía moverse, fue cuando apareció un hombrecito y lo ayudó a salir. Me dijo que fue el Pombero, por eso a partir de ahí llevaba al lugar cigarrillos y los dejaba cada noche. Cuando volvía al día siguiente no estaban”.
“A mí me cruzó el lobizón”, afirmó Tomás, un trabajador que vive en el barrio Hultgren. “Entro a trabajar a las cinco de la mañana y, como voy caminando hasta el centro, salgo a la madrugada, todavía es oscuro. Una vez, cuando pasaba la plaza del barrio, escuché un ruido que me dio escalofríos. Miré hacia el lugar de donde provenía y vi como una bestia gigante, negra, no era un perro sino mucho más grande. Me quedé paralizado, pasó cerca de mí y pego un salto hasta desaparecer. Fue un salto extraordinario, estoy seguro de que era el lobizón, un animal normal no podría dar semejante salto”.
Pero entre las leyendas urbanas se destacan también las apariciones fantasmagóricas, como la que cuenta una y otra vez un remisero de la ciudad: según él, subió a una pasajera frente a un local bailable y al llegar al Cementerio Sueco, frente a la dirección que le había dado como destino, desapareció mágicamente y sólo vio la figura de una mujer diluyéndose entre las tumbas.
También Pedro, un albañil de mucho oficio, comentó que “un cliente me pidió que arreglara la tumba de un familiar. Estaba trabajando con un ayudante cuando vi que a unos metros venía una dama vestida de rojo seguida de un señor muy elegante. Le dije a mi ayudante: ‘Esos seguro van a darnos algún trabajo’, y seguí en mi tarea. Cuando volví a alzar la vista, estaba junto a nosotros el hombre, quien me saludó muy amable. Le pregunté por la mujer y me dijo que vino solo, a visitar la tumba de su señora. Le volví a decir ‘pero había una señora con usted’ y me negó absolutamente. Después que se fue, miré la foto de la tumba que fue a visitar y era la mujer vestida de rojo que había visto”. Después de veinte años, el albañil escuchó a alguien contar lo mismo que a él le había ocurrido.
¿Alguien en el puente?
Desde hace tiempo hay quienes sostienen haber visto a una persona caminando a un costado del puente del arroyo Yazá, por la ruta nacional 14, en el tramo Oberá-Campo Viera, y que de repente desaparece.
Incluso en uno de los casos, hace poco más de seis años, un automovilista creyó que embistió a una persona que estaba sobre la cinta asfáltica, por lo que se lo comunicó al primer policía con el que se encontró, pero éste le manifestó que su auto no tenía ninguna señal de golpes. Igual fueron hasta el lugar y no encontraron nada.
Eldorado: los pasillos del SAMIC encierran decenas de misterios

Los hospitales suelen ser lugares “marcados” o especialmente “sensibles” para fenómenos paranormales o, en su defecto, para dejar “volar” la imaginación hacia historias de terror y misterio. Y el SAMIC de la Capital del Trabajo no es la excepción.
En el sector de Pediatría se cuentan decenas de casos, la mayoría de ellos nocturnos. Circula bastante por los pasillos la historia de la enfermera que una madrugada estaba haciendo la historia clínica de cada paciente, evaluando las medicaciones, etcétera. Cuando levantó la vista, vio parada en la puerta a una nenita con su camisón blanco.
Entonces le preguntó dónde estaba su mamá, por qué estaba sola y qué necesitaba. No recibió respuesta y cuando se levantó y fue hacia la nena, ésta se dio vuelta y se fue por el pasillo hacia una de las piezas. La siguió para ver que pasó y cuando entró a esa sala y la nenita no estaba y todos los niños dormían.
También es “famoso” el caso de un anestesista conocido por tener un manojo de llaves muy grande y que antes de entrar a quirófano siempre lo dejaba en un estante. Los testigos cuentan que muchas fueron las noches en las que se escuchaba el característico ruido de las llaves cayendo sobre una mesada, la puerta de un locker que se abría y cerraba, de pasos…
“Ahí pensábamos que venía el anestesista y que iba a haber una cirugía, después escuchábamos la puerta vaivén de uno de los quirófanos que se abría y se cerraba, todo esto de noche o de madrugada. Entonces íbamos hacia allá a ver quién llegaba o qué se necesitaba y el anestesista no estaba, las llaves no existían y no había nadie en el quirófano, pero la puerta se movía y la luz estaba prendida”, relatan.
Las enfermeras cuentan también que “aunque no es correcto, muchas veces te vence el cansancio y dormitás un ratito en una de las camillas que hay en los pasillos. Una madrugada que no pasaba nada ni se oía un ruido, una enfermera se recostó en una camilla en la sala de anestesia. De repente abrió los ojos porque alguien le estaba tocando el hombro, pero cuando se incorporó sobresaltada, esa persona había desaparecido. Por supuesto que ella salió corriendo y no volvió al quirófano hasta que amaneció”.
“En Emergencias había una sola enfermera y la supervisora que vino a hacerle compañía. Estaban en silencio, llovía a cantaros. Entró un hombre con capa y paraguas que pasó caminando frente a ellas y subió al balcón que había en el piso superior. Ellas siguieron el rastro de agua que llevaba hasta allí, pero el hombre ya había desaparecido”, reveló otra profesional.
En otra ocasión, en la central de materiales, entró un empleado a las 6, prendió la luz y del otro lado de la puerta de vidrio, vio sentado en un banquito a un hombre con la cabeza gacha, que de repente se levantó rápido y se fue a la parte trasera. Cuando el empleado dio vuelta para ver del otro lado a dónde fue, estaba todo cerrado y sin rastro de que hubiera estado alguien.
La Zona Sur, rica en leyendas
Don Mario Zajaczkowski recibió a PRIMERA EDICIÓN en su librería en el centro apostoleño y, entre otras historias, relató la de Lidia, una que vivió en carne propia: “Hay en ella cosas que hoy parecen increíbles, pero que hace 50 años tenían plena vigencia. Las familias de inmigrantes no aceptaban que sus hijas tuvieran una relación con un criollo, por la sencilla razón de que los calificaban como poco adeptos al trabajo”, advirtió.
Contó que “Lidia era una muchacha simple, hija de colonos, trabajadora, buena y sencilla. Como a todas las chicas de la colonia, tenía un vestido floreado para los bailes y una blusa blanca, cerrada con botones, para ir a misa. No se cuidaba las manos ni las uñas, no había tiempo para eso: acompañaba a sus padres en todos los trabajos de la chacra, ordeñaba las vacas, cuidaba los terneros, carpía el mandiocal y el maizal, con una azada tapaba los hormigueros cuando con su padre mataba las hormigas en la chacra con gamexane o arsénico… Terminada la jornada, ella era la que guardaba el veneno y los elementos en un galponcito cercano al gallinero. Juntaba leñita en el yerbal para encender cada mañana al amanecer el fuego en la cocina a leña. El ruido que provocaba al quebrar la leña despertaba a sus padres”.

“La radio a batería era su única compañía en la soledad de la chacra. Nunca todavía el amor había golpeado las puertas de su corazón. Un sábado, Lidia fue al pueblo, acompañando a su comadre Isabel y el esposo de ésta. Fueron a un baile y allí conoció a un militar salteño que había llegado hace poco al Regimiento de Monte 30 de Apóstoles. Ese mismo día, en el baile, después de tomar una cerveza y una chinchibira, el militar le propuso matrimonio. Cuando Lidia les dijo a sus padres, mientras almorzaban al mediodía del domingo, éstos rechazaron terminantemente la idea. Jamás su hija se casaría con un ‘chorni’: se casaría con algún ucraniano, nunca un criollo ni un polaco”.
“Lidia tomó la drástica decisión esa misma tarde: caminó con los ojos llenos de lágrimas el trecho que quedaba de su casa en la Estafeta hasta la capilla San Miguel, se arrodilló ante la imagen de Nuestra Señora de Częstochowa y después salió en silencio, no se dio cuenta que un pajarito negro le seguía los pasos. Se dirigió al galponcito (ella era la única que sabía donde dejaba el veneno para las hormigas), con una tranca de madera cerró la puerta y cumplió su cometido. El ave seguía allí y solamente después que la joven ingiriera el arsénico alzó vuelo y se perdió en el yerbal”.
“En la vieja estafeta de la colonia se realizó el velatorio, donde vecinos y parientes acompañaron a la familia. Un carruaje tirado por caballos blancos de la empresa fúnebre de la ciudad condujo el féretro directamente al cementerio, ya que a los suicidas le estaba vedada la ceremonia en la iglesia”.
“Desde ese día, todas las madrugadas los padres de Lidia al amanecer escuchaban los ruidos en la cocina: cómo quebraban la leñita, el chasquido del fósforo, el crepitar de la llama y el ruido de la pava. Iban a mirar y no había nadie. Un día fueron a ver a Don Juan Bieski, el famoso curandero. Bieski hizo el ritual de siempre en el vaso con agua, con el rosario, y grande fue la sorpresa cuando observaron la imagen de su hija en el vaso con agua, mientras el adivino les decía: ‘Su espíritu no se quiere ir de ese lugar, va a ser por un tiempo, hay que rezar mucho. Van a encontrar un pájaro negro, siempre rondando el patio, persígnense ante ese bicho, que es el maligno’. Y no dijo nada más. Los viejitos se perdieron en el camino terrado en un viejo sulky”, finalizó.
Cruz del Gallo
Don Mario también contó sobre el origen del barrio Cruz del Gallo: “Había tres hermanitos que venían de la Escuela 236 y un perro rabioso los salió a perseguir, uno de los chicos cayó y lo mordió el animal. Los padres lo llevaron al hospital y el médico les dijo que no tenía posibilidades de vida y debía aislarlo. Entonces al chico lo ataron con una soga en un árbol. El gritaba pidiendo auxilio queriendo entrar a la casa. Falleció después de dos o tres días al amanecer, cuando cantaba el gallo. El padre mandó a construir una cruz de madera con un herrero en homenaje a su hijo, una cruz y un gallo. Dicen que cada noviembre se escuchan los gritos del chico fallecido”.
Sacerdote aparecido
En la década de 1960 también se hablaba de un sacerdote que murió en un siniestro vial y al que se lo veía cada tanto, sentado o caminando en las inmediaciones de la iglesia San Pedro y San Pablo.
Comisarías “embrujadas”
A fines de octubre de 2015, un presunto “fantasma” conmovió a la comisaría Decimotercera de Posadas. Las imágenes de las cámaras de seguridad se difundieron en las redes sociales y allí se observa una extraña sombra gris mientras la puerta del edificio se abre, permanece así durante largos segundos y luego se cierra, todo sin que nadie aparezca alrededor.
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Algunos recordaron entonces que en años anteriores en esa seccional aparecieron muertos tres presos, todos por suicidios, al decir de la Justicia.
No es el primero ni el último caso de apariciones inexplicables en dependencias policiales en Misiones. De hecho, el más recordado -también en octubres- es el de la Comisaría de la Mujer de Garupá, en el barrio Fátima, donde de un día para otro, las cosas comenzaron a volar de un lado para otro, quedaban suspendidos en el aire y luego caían al piso violentamente; el mobiliario se desplazaba; las puertas y cajones de los archivadores se abrían y cerraban a voluntad… Todo ello a la vista de las uniformadas presentes, pero también de numerosos ciudadanos.
Un espíritu enojado, una persona con poderes telekinéticos, poltergeist (espíritus juguetones o malignos), el señor de la noche o el Pomberito fueron algunas de las tantas especulaciones que se hicieron en su momento en torno a este episodio. Incluso en un primer momento se culpó a un niño de 8 años y de origen paraguayo que estuvo alojado en esa dependencia el día de los hechos… hasta que dos días después éstos volvieron a repetirse, con igual o mayor intensidad.
Finalmente, tras una intensa investigación que involucró no sólo a efectivos policiales e incluso de Criminalística, sino también a un sacerdote especialista en exorcismos, se concluyó que la causante de estos fenómenos no era otra que una de las policías que trabajaba en esa comisaría y estaba sometida a un fuerte cuadro de estrés. Ni bien dicha mujer fue trasladada a otra dependencia policial, los episodios paranormales dejaron de repetirse. Creer o reventar.
(Artículo publicado originalmente en PRIMERA EDICIÓN el 31 de octubre de 2019)