Frente al colegio secundario había una casa que estaba deshabitada desde hacía varios años. No le duraban inquilinos. Muchos decían que era porque estaba embrujada. La casa era grande, de madera y con piso también de madera, pero más alto en la parte del fondo.
Como las construcciones viejas, la casona estaba asentada sobre cepos, al frente a ras del suelo, pero alto en el fondo por el desnivel del terreno que superaba el metro y medio de altura.
La casa deshabitada llamaba la atención a los chicos adolescentes que iban al colegio. Los alumnos se juntaban fuera del horario escolar debajo del piso, hacían fogatas, tomaban mate y preparaban reviro.
El ambiente abandonado y los relatos sobre la casa permitía que los visitantes fantasearan con leyendas de fantasmas y tesoros.
Una tardecita, luego de salir de clases, cinco chicos se reunieron en su lugar de encuentro. Pablo, Juancho, Toti, Cachito y Jorgito hicieron el fuego y comenzaron a contar cuentos de terror.
Pablo, que era el más inquieto, inventó de ir a ver que había más al fondo. Primero fue de rodillas y por último hasta se arrastró con el pecho sobre el suelo. Justo sobre la viga del fondo vio unas hojas. Estiró su brazo y, alumbrado por un encendedor, alcanzo a tomar los papeles.
Eran unas hojas de un libro viejo, borrosas y rotas. El adolescente mostró a sus amigos y comenzó a leer en voz baja. Encontró interesante el texto y levantó la voz. La oscuridad no dejaba ver bien las letras, entonces uno de sus amigos tomó el encendedor y alumbro la hoja.
Un título decía: “Cómo hacerse invisible”. Lo leyó en voz alta y eso despertó la curiosidad de todos, al punto que dejaron de hablar entre ellos y prestaron atención a la lectura.
Primero divisó un dibujo que mostraba un gato negro, una olla y un fuego con muchas llamas. Era un instructivo de cómo hacerse invisible de un libro de “magia negra”. El chico siguió leyendo: “Tiene que ser un viernes a la medianoche. La luna tiene que ser nueva, porque no tiene que haber nada de luz. El lugar elegido para esta prueba tiene que ser una vertiente con aguas cristalinas. Llevar un gato completamente negro y adulto y una olla para cocinar al gato. Primero hacer una fogata con mucha llama, y hervir el agua que se deberá sacar con una jarra de vidrio de la vertiente. Golpear con un garrote la nuca del gato y sumergirlo al agua hirviendo mientras esté moribundo. Dejar cocinar al gato hasta que se desprendan los huesos de la carne…”. Y así seguía el instructivo.
Mientras Pablo lo leía y mostraba el dibujo que apenas podían divisar por la falta de luz, los demás chicos se mostraron muy intrigados. Con la rapidez y la curiosidad de Cachito asomó la primera sugerencia: “Vamos a probar”.
“¿Estás loco?”, le dijo Juancho, demostrando miedo. Pero los cinco coincidieron que debían seguir leyendo el resto del libro y a planear su experimento. Pablo se arrastró hasta el fondo del piso y dejo la parte del libro en el mismo lugar de donde lo sacó.
Salieron de la casona, ya estaba oscuro y casi no cruzaron palabras entre ellos. La intriga era el texto que habían conocido hacia un ratito nada más. Cada uno comenzó a investigar sobre qué fase de la luna estaban y a mirar que olla podían llevar para cocinar al gato. Jorgito ya miro hacia la casa del vecino para ver si el gato tenía manchas o no.
Cada uno comenzó a planear cómo sería su experiencia, sin tener en cuenta que podía tratarse de algo tenebroso.
Al otro día se encontraron en la clase de educación física y se separaron del resto del grupo para intercambiar opiniones sobre la experiencia de la noche anterior. Jorgito dijo: “Mi vecino tiene un gato que es todo negro, no tiene ninguna pinta de otro color”.
“Si va a servir, me estaba acordando de ese gato. Yo tengo una olla grande que puede entrar el gato entero y sobra espacio”, aportó Juancho. Mientras que Pablo dijo: “Le pregunté a mi mamá y me dijo que estamos en luna menguante y que, sin ser el viernes de esta semana, el de la otra, será luna nueva”. Toti, el otro chico, acotó: “Hacemos entonces el viernes de la otra semana. Nos juntamos hoy después de clase en mi casa y planeamos bien”.
Los amigos comenzaron a planear lo que sería su máxima travesura. Tratar de probar la fórmula para hacerse invisible. Algo que nunca nadie lo había logrado, al menos que ellos conocieran.
Esa tarde salieron del colegio y se juntaron en la casa de Toti. Pablo tomó un cuaderno y comenzó a anotar lo que necesitaban y lo que iba a llevar cada uno. Por lo menos lo que se acordaban. Nadie dijo nada a nadie. Desde ese día no volvieron juntos a la casa abandonada.
Llegó el viernes de luna nueva y los chicos se juntaron en el recreo. “Cada uno lleva lo que dijo y nos juntamos en la casona a las diez de la noche. Desde ahí vamos a la vertiente que está para abajo del colegio”, dijo Juancho, que se quería acomodar como líder de la experiencia.
Llegaron puntuales y Pablo dejó la bolsa con sus cosas, tomó una linterna y se arrastró debajo del piso para sacar el pedazo del libro. Llegó hasta el lugar donde había dejado y no lo encontró. Busco por los otros baldrames y no tuvo suerte. Salió y dio la mala noticia. “No está el libro. Busqué y no encontré nada”. Juancho y Toti entraron y tampoco encontraron.
Deliberaron y decidieron venir de día para poder buscar. Jorgito se apuró y dijo “yo me voy a casa. El gato está malo y si no vamos a hacer nada le voy a soltar”. Y salió corriendo. Los otros volvieron a sus casas. “Nos vemos mañana acá a las cinco de la tarde y vemos”, dijeron.
Al otro día, como convinieron la noche anterior, se juntaron los chicos, menos Jorgito. Apenas llegaron se arrastraron debajo del piso para buscar de nuevo las hojas del libro y no encontraron nada. Se preguntaron por la ausencia de Jorgito.
Uno de ellos dijo “vamos a la vertiente y después pasamos por su casa”. Apenas entraron, en el mogote de montecito donde estaba la vertiente, vieron que había una fogata apagada y una olla arriba de los trozos de palos con restos de cenizas. Adentro había algo cocido, parecía un revoltijo de pelo negro y huesos. No podían saber qué era, pero ya se imaginaron.
Cerca de la olla estaban los restos del libro, al lado estaba el pulóver que usó Jorgito la noche anterior. Alrededor del fuego estaba todo pisoteado y aplastado. “Jorgito hizo esto. Eso que está en la olla es el gato negro que él tenía ayer y está cocinado. Vino solo a hacer el experimento. Vamos a su casa a echarle en cara su traición”.
“Jorgito, Jorge”, gritaron cuando llegaron al frente de su casa, pero fue en vano. Nadie contestó. Después de un rato, se abrió la puerta y salió la mamá de Jorgito. “¿Está Jorgito?”, le preguntaron. Ella respondió “No, no está, se fue a dormir a tu casa y no vino todavía. Pensé que estaba con vos”, le dijo la mujer a Juancho.
Desde ese día no volvieron a ver al chico. Tomaron las hojas del libro y dejaron en el lugar donde lo encontraron la primera vez.
Un año después la casa se incendió pero la leyenda sigue y es conocida por los adolescentes de la Capital de la Madera.