En el occidente el cielo se eleva áureo y verdoso sobre azules montañas aterciopeladas, la luna y los primeros murciélagos revoloteaban, era tarde, me sentía cansada, cuántas cosas había visto, cuántos tiempos había cubierto con colores, cuántos vientos frescos despertando en el mundo y vivido días y noches estrelladas y tostándome bajo el sol de varios cielos nadando en distintos mares.
Aquí la luz del día y el paisaje de las montañas parecían que hubieran sido creados por algún pintor extravagante. Todo hermoso.
Más allá se reflejaban en las aguas del lago imágenes que se alargaban en una flora de inverosímil rareza y en la lejana orilla blancas y luminosas aldeas.
Está alta la noche y la luna asoma ya sobre el lago.
¡Cómo ríe la vida!
¡Cómo ríe la muerte!
Fantaseaba y le cantaba a las estrellas y a la luna y ellas me contestaban mientras arriba en el cielo resonaban campanas invisibles.
Era un hermoso y agradable juego seguir las estrellas, soltar al viento de la noche los sueños del alma y descargar tu lluvia desde una remota isla flotante por los mares del tiempo y soledad.
Todo desfilaba frente a mí como nubes empujadas por el viento y millones de imágenes entrecruzadas evocando todo… algo.
Además, la providencia reunió junto a mí hadas maravillosas con varitas cargadas de dones que me ofrecieron imaginación y gusto en sentido práctico: el arte de componer platos de toda clase de los más simples, de los más originales a los más fáciles, pero siempre bien sazonados.
Colabora
Aurora Bitón
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