Las elecciones nacionales de este domingo no definirán únicamente cuántas bancas gana o pierde cada fuerza política. Lo que se pondrá en juego es la arquitectura de poder que sostendrá -o pondrá en tensión- la segunda mitad de la gestión de Javier Milei.
En un país donde las transiciones no esperan al calendario, los comicios intermedios suelen marcar el pulso de la gobernabilidad tanto como las urnas presidenciales. Y esta vez, el Congreso que emerja de las urnas podría determinar si el experimento libertario se institucionaliza o se disuelve en su propio vértigo.
Argentina llega a esta cita en un clima de expectativa y fatiga, con una economía que alterna señales de estabilidad y sobresaltos, y una sociedad que empieza a medir los resultados concretos del ajuste.
La renovación de 127 diputados y 24 senadores dibujará un nuevo tablero legislativo donde, por primera vez desde 2023, las fuerzas del oficialismo deberán medirse con un Congreso menos permeable y más atomizado. Ninguna expresión política tendrá mayoría propia: la palabra clave será “acuerdo”.
Esa necesidad de construir mayorías será la medida de la gobernabilidad. En la práctica, el Gobierno deberá ensayar un arte que le ha resultado esquivo: la negociación. La Libertad Avanza llega a estas elecciones con la expectativa de sostener su número de bancas y ampliar su margen de maniobra mediante alianzas parlamentarias con el PRO y sectores provinciales, pero las matemáticas legislativas suelen ser más rígidas que las voluntades políticas.
Sin mayoría automática, el oficialismo dependerá de los mismos actores a los que durante meses miró con desconfianza: los gobernadores, la oposición dialoguista y los bloques federales.
El Congreso que se conforme en diciembre será, inevitablemente, un Congreso de minorías. Y en ese esquema, la estabilidad institucional dependerá menos de la cantidad de votos que de la calidad de los acuerdos.
El país conoció etapas de hegemonías fuertes y de fragmentaciones paralizantes; lo que aún no logra consolidar es una cultura política capaz de convertir la diferencia en motor y no en obstáculo. Esa será la verdadera prueba para un Gobierno que hizo de la confrontación un método y del individualismo un relato.
No será la primera vez que un presidente argentino se enfrente al dilema de gobernar sin mayoría legislativa. La historia reciente ofrece ejemplos de liderazgo sostenido sobre coaliciones complejas, así como experiencias fallidas donde la soledad política derivó en parálisis. La diferencia es que hoy, el margen para el ensayo y el error es más estrecho: la economía no otorga prórrogas. Las decisiones que se adopten en los próximos meses en materia fiscal, laboral o tributaria requerirán consensos amplios y previsibilidad institucional para poder prosperar.
En las últimas semanas, el acercamiento entre Javier Milei y Mauricio Macri reintrodujo la idea de una nueva mayoría, no tanto partidaria como funcional. El expresidente lo expresó con una frase que resume la urgencia del momento: “Pasar de la estabilidad al crecimiento requiere una nueva mayoría”.
Sin embargo, más allá de los gestos, la pregunta de fondo sigue siendo si el oficialismo está dispuesto a compartir poder o si seguirá concibiendo el acuerdo como una concesión. La posible redefinición del gabinete, las tensiones entre los distintos núcleos de decisión y la discusión sobre quién conduce la relación con los gobernadores revelan un Gobierno en búsqueda de su propio equilibrio.
La gobernabilidad no es solo una cuestión aritmética, sino también simbólica. En política, las señales pesan tanto como los votos. El reemplazo en la Cancillería, las versiones sobre cambios en la Jefatura de Gabinete y el ascenso del “super asesor” Santiago Caputo no son solo movimientos administrativos: son la expresión de una puja interna por el poder real y la orientación del experimento libertario. En esa disputa se juega también la coherencia del discurso gubernamental, entre la promesa de un Estado mínimo y la necesidad de un Estado eficaz.
Hoy, cuando se abran las urnas, lo que se medirá no será solamente un caudal electoral, sino la capacidad del sistema político para adaptarse a un nuevo ciclo. Porque más allá del resultado numérico, el país enfrenta un desafío estructural: cómo construir un orden político duradero en una sociedad que desconfía de todas las mediaciones. El voto, en ese sentido, es menos una consagración que una interpelación.
La advertencia del politólogo Andrés Malamud resume con precisión el dilema de esta época: en América Latina, la mayoría de los movimientos políticos emergentes que llegaron al poder en las dos últimas décadas se diluyeron cuando no lograron transformarse en coaliciones estables.
Argentina, con su tradición de liderazgos personalistas y partidos débiles, parece hoy asomarse a esa encrucijada. El riesgo no es solo político: también económico e institucional.
En paralelo, la política doméstica se entrelaza con un tablero geopolítico que condiciona cada movimiento. El reciente paquete de asistencia financiera de 20.000 millones de dólares proveniente de Estados Unidos abre una nueva dimensión del experimento argentino: la de su inserción internacional.
En nombre de la estabilidad, el país reingresa al radar de Washington, esta vez no solo como socio estratégico, sino como laboratorio de un nuevo tipo de alianza: el “imperialismo financiero” del siglo XXI. El apoyo llega en clave electoral y geoeconómica, con la intención de neutralizar la influencia china y asegurar el acceso a los minerales críticos del Cono Sur. Pero también exhibe los límites de la soberanía cuando las reservas escasean y el peso vuelve a ser rehén del dólar.
El desafío, en adelante, será evitar que la política interna quede subordinada a las urgencias de la diplomacia económica. Si el programa de estabilización depende del humor de los mercados y de las líneas de crédito externas, la autonomía del proyecto político se reduce a su mínima expresión.
La paradoja de este tiempo es que el discurso de la libertad se sostiene sobre una estructura de dependencia financiera sin precedentes.
El Congreso que viene será el escenario donde todas estas tensiones converjan. Allí se jugará no solo la suerte legislativa del Gobierno, sino también la calidad del debate democrático.
La verdadera pregunta no es quién gana o pierde las elecciones, sino si la política argentina será capaz de transformar la confrontación en una agenda compartida. Porque, como enseña la historia, ninguna reforma profunda sobrevive sin una mayoría social que la respalde y ninguna estabilidad es posible sin diálogo.
Mañana, lunes 27, comenzará una etapa distinta. Los nombres podrán cambiar, pero el dilema persistirá: cómo gobernar en minoría sin renunciar al rumbo, cómo sostener un experimento que necesita, paradójicamente, de los mismos acuerdos que desconfía.
Tal vez la respuesta esté menos en las urnas que en la madurez del sistema político. O, dicho de otro modo, en la capacidad de que el Congreso que viene no sea solo el espejo de la fragmentación, sino el punto de partida de una institucionalidad que aún está por construirse.
Lo que dijo el dólar antes de las urnas
El cierre de la última rueda cambiaria, el viernes 24 de octubre, ofreció una lectura precisa del clima político-económico. En una jornada marcada por movimientos moderados, pero atentos, el dólar oficial mantuvo una leve tendencia al alza controlada por el Banco Central, mientras el dólar MEP y el blue se movieron dentro de un rango acotado, aunque con una brecha que volvió a ampliarse. Hubo una clara expresión de cautela.
La estabilidad del oficial y la contención del MEP no son una señal de confianza plena, sino de prudencia: los agentes financieros asumen que el escenario posterior al domingo dependerá de la capacidad del Gobierno de sostener un tipo de cambio real competitivo sin acelerar la inflación ni erosionar las reservas. En otras palabras, el mercado no descuenta un salto brusco, pero tampoco cree en un equilibrio duradero sin anclaje político.
Lo que el viernes dejó en claro es que el dólar sigue funcionando como una especie de sismógrafo de la gobernabilidad. Cuando el sistema político se muestra incierto, la divisa reacciona con volatilidad; cuando percibe contención institucional, modera sus movimientos.
La leve ampliación de la brecha cambiaria, que volvió a rozar los tres dígitos, fue interpretada más como un “voto de advertencia” que como un síntoma de crisis. El mensaje implícito es que el mercado espera definiciones, no milagros.
El mercado, más que apostar, observa. Y en esa observación se juega buena parte del futuro político inmediato: si el Gobierno logra traducir la estabilidad cambiaria en estabilidad institucional, habrá dado un paso decisivo para sostener su programa. Si no, el dólar volverá a ser lo que siempre fue en la Argentina: el termómetro más honesto del poder.





