Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos narrado nuestra vida como si el recuerdo fuera un cofre sagrado que guarda lo que somos. Evocamos momentos, recreamos escenas, sostenemos con fuerza ciertas imágenes que parecen pilares de nuestra identidad. “Yo soy eso que recuerdo”, solemos pensar. Y sin embargo, la ciencia -ese otro lenguaje de la verdad- nos dice algo que a veces preferimos no escuchar: que nuestros recuerdos no siempre son fieles, que la memoria personal no es un archivo perfecto, sino más bien una construcción dinámica, moldeable, profundamente influenciada por el otro y por el momento presente.
¿Y entonces? Si mi historia puede ser alterada, si lo que creo recordar pudo no haber sucedido así, ¿en qué se apoya mi identidad? ¿Cómo habito el presente si el pasado que lo sostiene es frágil? Estas preguntas, lejos de angustiarnos, pueden abrir una puerta hacia una comprensión más profunda y compasiva de quiénes somos. Porque si nuestros recuerdos son tejidos compartidos, si lo que recordamos está impregnado por voces, miradas y relatos ajenos, entonces también somos red, somos vínculo, somos una conciencia que crece y se transforma con cada encuentro.
Desde la infancia, confiamos en los otros para saber quiénes somos. Un gesto de aprobación, una palabra de aliento, una corrección, una ausencia, quedan grabados no solo como hechos, sino como huellas en la narrativa de nuestra identidad. El cerebro, sabio y plástico, aprende a adaptarse, a reescribirse. Esa flexibilidad no es debilidad, es fortaleza evolutiva. Nos permite cambiar, sanar, reconfigurar lo que somos ante nuevas realidades.
Pero hay algo más. Hay una dimensión que trasciende los recuerdos y los pensamientos: el alma. Ese testigo silencioso que no necesita certidumbre para saber. Que no se aferra a imágenes, pero reconoce lo verdadero cuando lo siente. En el alma no hay fechas ni cronologías, solo presencia. Allí, nuestra historia no se mide por la exactitud de los recuerdos, sino por la profundidad de la experiencia vivida y compartida.
Por eso, cuando acompañamos procesos personales -ya sea como mediadoras, guías o simplemente como seres que se escuchan y se abrazan-, es fundamental recordar que detrás de cada relato hay una búsqueda de sentido, más que una verdad objetiva. Que sanar no siempre es recordar con precisión sino integrar lo vivido con amor, aunque no sepamos contarlo exactamente.
En esta era donde lo individual se diluye en un gran entramado colectivo, donde la información fluye más allá de nuestros límites personales, podemos elegir confiar menos en las certezas y más en la conciencia que nos habita. Volver al cuerpo, a la respiración, al instante. Escuchar el alma, que no necesita pruebas para saber que estamos en camino.
Tal vez no seamos narradores confiables de nuestra historia, pero sí podemos ser artesanos del presente. Y desde ahí, crear una vida más auténtica, más libre y más conectada.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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