Por: Carlos Ariel Kusiak
La actividad resultó sencilla y muy entretenida para los chicos. Los preparativos para la feria intercultural se habían puesto en marcha a comienzos de octubre.
Se les pidió a los alumnos que realizaran una maqueta de la comunidad y que explicaran en Mbya-guaraní y en castellano cómo estaba conformada la aldea en su totalidad: cuántas personas la habitaban, cómo estaban dispuestas las casas, de qué materiales estaban construidas y con qué recursos naturales contaban.
La maqueta se construyó sobre una frágil plancha de telgopor de un metro cuadrado por dos centímetros de espesor, apuntalada por unos flejes de pino que le otorgaban cierta rigidez. El maestro trazaba delicadamente las calles, los trillos, el arroyo y cada recoveco de la aldea, con la ayuda de los alumnos más grandes y ante la atenta mirada de los más pequeños, quienes no terminaban de comprender la cuestión de ver el lugar donde vivían representado desde una perspectiva superior y en escala.
El perímetro de la escuela y toda la infraestructura edilicia que la ocupaba, quedó exclusivamente al cuidado del maestro, quien diseñó en contra turno las tres aulas, los baños, el playón de deportes, la huerta y el meliponario.
La comunidad mbya y la escuela mantenían una relación recíproca muy particular, donde una era reflejo de la otra y viceversa. Cada rumor o comentario eran moneda corriente de intercambio entre los chicos y el maestro, quien por supuesto debía manejar con mucho tino cada información que le llegaba y verificar con cautela la fuente y veracidad de cada hecho.
Como es característico de su cultura, los niños tenían además de su nombre en castellano (“Jurua”), su nombre mbya de origen, es decir, el que recibían cuando eran bautizados por su líder espiritual, el “opygua”, como: Kuaray, Vera, Karai (para los varones) y Jachuka, Para, Yva, Kerechu (para las niñas).
Lo que más llamaba la atención al maestro era la capacidad de improvisación, el sentido del humor de los chicos y el increíble don para poner apodos al instante, que a veces duraban unas semanas y otras veces toda la vida.
La más baja del grupo era ype karape (pato petiso), el más intrépido y habilidoso era kechuvi (Torbellino), la más simpática y ágil tapichi (conejo), al más huraño y malhumorado mboro (amargado, irascible), y a la última en concluir sus tareas, karumbe (tortuga).
Abundaban también los apodos que hacían referencia a graciosos errores de pronunciación, como el caso de un alumno que, en lugar de decir “pata muslo” en castellano, dijo “poyo músculo”, provocando la risa de sus compañeros.
Al fin y al cabo, el humor es una de las muestras más sublimes e ineludibles de nuestra inteligencia y capacidad de comprensión. Los padres encontraban incluso divertidas las pronunciaciones desafortunadas del maestro que ensayaba algunas expresiones en mbya durante los actos.
Excepto algún pequeño imprevisto en la escuela siempre reinaba la calma, pero cierto día, un alumno que se había adelantado al grupo para llegar al maestro antes que sus compañeros, llegó con una noticia que hizo tambalear al maestro por la gravedad del asunto y por la forma de abordarlo.
Resulta que, durante el fin de semana, cuatro hermanos – Kechuvi, Karumbe, Tapichi y la pequeña Ángela, quien apenas comenzaba el nivel inicial – habían entrado al meliponario.
Al ver que una colmena de abejas meliponas sin aguijón estaba lista para la extracción de su miel, no pudieron resistir la tentación y decidieron tomarla. Llenos de ansiedad, huyeron del lugar lo más rápido posible.
Pero entonces ocurrió lo inesperado. En su apresurada huida, Ángela quedó enganchada en uno de los alambres del hueco por donde habían entrado a la escuela. Sus hermanos, desesperados, regresaron para rescatarla. Entre llantos y forcejeos, Ángela logró desengancharse, pero en el proceso le quedó un rasguño en el antebrazo que hacia visible un largo hilo de gotitas rojas.
Esto rápidamente suscitó variadas preguntas sobre lo ocurrido. Finalmente, la pequeña Ángela, aún sollozando, no tuvo más remedio que delatar a sus hermanos.
Ante la prolongada inasistencia de Ángela, que ya se extendía por tres días, el maestro decidió ir a su casa, hablar con sus padres y con los niños, y convencerlos de que la gravedad del asunto no justificaba que dejaran de asistir a la escuela.
Los tres hermanos mayores salieron a conversar junto a sus padres, mientras el maestro contaba con la ayuda de un auxiliar docente que traducía todo lo que les comunicaba. Sin embargo, fue imposible convencer a Ángela de que saliera de la casa.
Con infinita paciencia, el maestro les habló a sus alumnos con la dulzura de un padre. Les explicó con calidez la importancia de cuidar la escuela, ese espacio que no pertenecía a nadie en particular, sino a todos – maestros, alumnos y la comunidad entera.
“No hay necesidad de dañar o destruir lo que tarde o temprano todos vamos a compartir y disfrutar juntos”, les dijo, con un brillo sincero en sus ojos.
Luego, les habló con entusiasmo del meliponario, el rincón más hermoso de la escuela. “¡Ahí pueden ver todos los días a las inofensivas abejitas trabajando, yendo y viniendo, libando las flores, recogiendo su néctar!” les explicó con asombro.
“Esas son abejas meliponas, una especie nativa y única de nuestra querida provincia de Misiones. A diferencia de las abejas ‘ei rópa’, ellas no tienen aguijón, por lo que son completamente inofensivas para los humanos”.
En este punto, el maestro dejó que el auxiliar docente indígena y los padres hablaran con los niños. Isidoro, el padre de los chicos, comenzó cautivándolos al hablarles del árbol tajy (lapacho) y de cómo su espectacular floración anuncia para los mbya la finalización del invierno y el fin de las heladas. Luego les recalcó con énfasis la importancia de cuidar celosamente las plantas y flores.
A continuación, les describió las diferencias entre las “abejas buenas” (porã) y las “abejas malas” (iñaro) según su mayor o menor grado de agresividad. Después se explayó con gran riqueza de detalles sobre las distintas variedades de abejas y avispas, como las “tugue”, las “kavy” y las “mamanga”, enumerándoles con precisión minuciosa todas las que conocía.
Además, les habló con admiración de la nobleza de las mieles del “pynguaréi guachu” y del “pynguaréi mirĩ”, del uso ritual de la miel de la “jate’i”, de la traviesa “ei porecha chu’u” que “pica” en los ojos, de la “eira viju” (la abejita de abundante vello), de la “tata ei” (abeja de fuego), y de la destreza de la “yvy ei” (abeja de tierra), de la respetada “mandori” y de la “eichu”.
Y para rematar su fascinante disertación, Isidoro chasqueó y silbo imitando al “tangara” y al “eichuja” (dueño de las abejas), los pájaros que delataban la proximidad de un panal.
El maestro lo escuchaba con suma atención, aunque le resultaba difícil asimilar ese profundo compendio de conocimientos ancestrales transmitidos oralmente a través de generaciones. El coloquio de Isidoro era tan completo y detallado que bien podría formar parte de un documental.
Luego, el maestro continuó con entusiasmo, tratando de añadir algo de lo que sabía: “¿¡Saben que son entre trescientas y ochocientas las abejitas que conforman una sola colonia de estas especies!? Ellas son tan importantes para la polinización de la vegetación nativa. Sin la ayuda de estas pequeñas heroínas, el monte no tendrá nuevas plantas”.
Aquí, el maestro hizo una pausa significativa, dejando que sus palabras calaran hondo. “Así como cuidamos y protegemos a estas abejas meliponas, frágiles pero indispensables para nuestro ecosistema, debemos hacer lo mismo con nuestra escuela. Ella es el hogar de nuestra comunidad, un espacio precioso que nos cobija a todos y del cual depende nuestro futuro, al igual que el monte depende de las abejas. Juntos, podemos hacer florecer este lugar, con paciencia, cuidado y un gran sentido de responsabilidad”.
Mientras hablaba, notó que Ángela había salido al patio y tímidamente comenzaba a jugar con su perro, pero a la vez prestaba atención a sus palabras.
Dando por solucionada la situación, el maestro se despidió de los chicos. Una vez a solas con los padres, con delicadeza tomó a Ángela en brazos, sorprendiendo a la niña que no pudo evitar sonreír.
Entonces, con ella en brazos, tomó un pequeño trozo de madera y comenzó a trazar el plano de la escuela en la tierra, señalándole: “Mira, aquí está la cocina, y acá tu aula, y allá la huerta”.
Ángela asentía a cada nueva explicación, hasta que el maestro dibujó el hexágono del meliponario, que Ángela señaló casi con vergüenza. “Sí, todo eso es tuyo, Ángela”, dijo el maestro con ternura, “por eso no hay que hacer travesuras, la escuela es de todos y es nuestro hogar”.
El auxiliar docente indígena, con un gesto de ternura, señaló la maqueta y, tocando un punto al azar, dijo a la niña con dulzura: “kova’e nderópy” (Esta es tu casa). Y en un español cálido y afectuoso, repitió las palabras del maestro: “Ángela, la escuela es tu hogar”.
La feria intercultural era quizás la actividad más trascendental de la institución, pues este evento representaba un espacio sagrado donde los padres podían apreciar y emocionarse ante todo lo que sus hijos aprendían. Y lo más significativo era que ese aprendizaje se daba de manera completamente bilingüe, de modo que nadie enfrentaba barreras idiomáticas.
La exposición de la maqueta fascinó y conmovió profundamente a los padres, al reconocer en ella el rincón exacto donde crecían sus pequeños, el arroyo, el sendero principal y cada detalle del amado entorno que los arropaba. Esto provocó una sentida y emocionada intervención de uno de los padres, quien fue invitado a compartir sus impresiones.
El cierre fue con un cálido aplauso, y los estudiantes se quedaron a colaborar en la reubicación de las sillas y mesas, mientras algunos se dedicaban con esmero a desarmar el telón. El maestro irradiaba una sonrisa contagiosa y serena, fruto de la satisfacción por los resultados y la sentida aprobación de la comunidad. Esto lo llenó de orgullo y lo llevó a considerar que los chicos merecían un premio especial.
Después de cantar a la bandera con fervor y antes de despedirlos, el maestro les dijo con voz cálida y cariñosa: “Niños, les agradezco profundamente por ayudarnos con algunas tareas relacionadas al orden y a la limpieza y principalmente por cuidar y proteger la escuela, mientras los docentes no están. Hoy, a modo de emotivo recuerdo, les permitiré que pase un alumno por familia y tome de la maqueta su casa para llevarlo y mostrárselo con orgullo a quienes no pudieron venir”. Los chicos, entre silbidos y risas llenos de emoción, lo interrumpieron con un aplauso entusiasta.
“Esperen, de manera ordenada y respetuosa, vayan pasando de a uno”, les pidió el maestro con suavidad. Pero a mitad de la oración, la maqueta quedó vacía. Casi volando por entre todos, Ángela tomó entre sus manos temblorosas el hexágono amarillo y lo acercó a su pecho como a un preciado tesoro.
Todos la habían visto, y uno de los más traviesos, señalándola con una sonrisa cómplice, dijo: ¡Ángela! “¡Yatei!” y entre risas cálidas y afectuosas, Ángela solo atinó a decir: – “Che roga” – (Mi casa) y así fue que nuestra Ángelita “Yatei” conservó su apodo para siempre.
FIN.
Referencias
Tugue: (Meliponae). Abejas nativas sin aguijón.
Kavy: (Vespidae). Avispas.
Mamanga: (Bombinae). Abejas nativas con aguijón.
Tajy: (Handroanthus impetiginosus)
Ei rópa: (Apis mellifera) Abeja europea.
Jate’i o Yatei: (Tetragonisca angustula)
Pynguaréi mirĩ: (Friesella schrottky).
Ei tata: (Oxytrigona tataira)
Yvy ei: (Geotrigona sp.)
Tangara o Bailarín azul (Chiroxiphia caudata)
Eichuja o Tuquito: (Legatus leucophaius)
El autor: Primer Premio en la primera edición del «Concurso Literario Cuento Corto sobre las abejas nativas sin aguijón de Misiones». Fiesta Provincial de la Meliponicultura en Capioví, Misiones.