Por Luis Daniel Flores
La gente colmaba la remodelada cancha del club Brown de Villa Urquiza, el mejor estadio y campo de fútbol de aquel entonces.
Corrían los años 50, y en aquella tarde de domingo, el sol resplandecía sosteniendo la calida temperatura, ideal para el juego.
Los jugadores de la Selección misionera de fútbol, llegaron a las afueras del estadio, sobre la calle Yerbal, cambiados: camiseta verde oscura, pantalones blancos y el olor a “aceite verde” usado para masajear los muslos. Los grandes nombres bajaban de diferentes vehículos: Obdulio López, Federico Horster, “Mingo” Noguera, Chacho Sánchez, Juan José Chávez, “Poroto” Guenín…
Eran nuestros ídolos, de toda la gurisada, jugaban en la mejor, aunque debatible, época del fútbol misionero. Tenían pasión y mística de pertenencia a sus clubes, factores ausentes hoy en día.
Pedí entrar con los jugadores para no pagar la entrada. Uno de ellos me tomó del hombro, y me hizo pasar el control, ¡qué feliz y orgulloso me sentí por eso!
Allí pude ver de cerca al jugador más fornido, lucía imponente, con rostro adusto y su tez oscura, se llamaba Atanasio. Lo miré asombrado siguiendo sus movimientos y gestos. En la cancha demostraba seguridad, fuerza, agresividad pero con prestancia, un medio campista de contención, de marca como dicen ahora, siempre apoyando a algún compañero.
En la liga pertenecía al batallador club Huracán con los Lima de compañeros. Jugó memorables partidos contra clubes de Buenos Aires y otras selecciones de provincias. Muy pocos saben que viajó y triunfó en Colombia y Ecuador, donde además fue técnico y preparador físico. En aquel entonces era difícil pasar a los clubes de Capital Federal, parecían muy alejados y menos ir al exterior.
Solo unos pocos, como Cuchiaroni, fueron y triunfaron. Además los jugadores se identificaban con un club y no cambiaban.
Aquella tarde de domingo, hermosa de sol, Atanasio, mi ídolo, dio ejemplo de esfuerzo y entrega.
El tiempo y la vida pasaron, transcurriendo en un sinfín de formas.
En una tarde vacía de agosto, hacia fines de los años noventa, el frío y la llovizna ensombrecían el paisaje del balneario ‘El Brete’. El río magnifico bañaba impertérrito la orilla, completando el paisaje. En un alero, desprotegido de las inclemencias del tiempo, una persona yacía acostado, acurrucado y envuelto en una derruida frazada. Sus ojos estaban abiertos viendo pasar el viento y a su lado, un vaso casi vacío.
– Vos sí que no te haces problema por la vida- le grito.
Una voz ronca responde:
-Yo no me hago problema-. El hombre se levantó y vino tambaleante hacia mí. Era delgado, con un rostro arrugado de expresión perdida, despeinadas canas y en su mano el inseparable vaso.
-¿¡Atanasio!?- con dudas le pregunto.
-Sí hermano- me dice y luego un silencio.
-Te había visto jugar- le dije con un nudo en la garganta.
-Del fútbol no quiero saber nada– me contesta tenuemente.
¿Y de la vida ? pienso… La mente se me hizo tarde gris y los ojos llovizna, y no supe que más decirle.
Se dio vuelta y despidiéndose rescató para mí, como último refugio del pasado, su nombre completo:– Soy Atanasio Walter Centurión Martínez.
Allí se quedó solo y abandonado, cerca del río como para acordarse del lugar desde donde llegó a esta ciudad, su natal Paraguay.
¿Qué fue de su vida?. Quizás una enfermedad o lo pesares y desencantos fueron más fuertes y duraderos que sus deseos, suficientes razones para no querer recordar nada. El prefirió dejar pasar la vida sin sentirla, adormecida con el alcohol.
¡Ojala él pudiera saber que su paso por los campos deportivos no fue en vano! Sirvió y mucho. Importó para aquel chico que lo miraba asombrado y trató de emular su firmeza, empeño y amor por el deporte que ayudaron a forjar su carácter.
¡Qué ironía! yo ahora trato que aquellos sueños de niño se transformen en realidad y Atanasio trata que la realidad se adormezca en un sueño..
Cuando lo miré por última vez, su rostro me pareció más agradable que cuando lo veía de niño.
Gracias Atanasio
El cierre de la historia
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente, Gustavo Centurión me ubica en el Facebook, mencionando que era el sobrino de Atanasio. Lo llamo y me da la noticia que hacía pocos días había fallecido su tío, y también agrega que la hija estaba en Posadas y que vino a ver a su padre sin saber que había muerto.
Fijamos el lugar y la hora del encuentro y pude saludar a Silvana Centurión Martínez, que conserva los dos apellidos de su papá. Me contó su vida con él.
No fue fácil. Me aclararon que no vino de Paraguay, Atanasio nació en Argentina y que después de Colombia vivió en Ecuador, donde jugó para el Olmedo y el América de Quito. Y que su nombre completo es Atanasio Ubaldo Centurión Martínez.
Silvana nació en Ecuador y vive ahora en España, ella tenía el presentimiento que su padre estaba vivo. Después de muchos años sin saber de él pudo contactarse con la familia Argentina. El resto de la charla fue sobre la vida de Atanasio, sus vicisitudes, su problema con el alcohol y con su familia.
Esas incongruencias que tiene la vida. A pesar de este vicio vivió hasta los 78 años sin mayores problemas de salud. El 2 de mayo cumplió años por última vez.
Le obsequié a Silvana mi libro Vivencias donde está la historia de Atanasio, historia que publicó el Centro del Conocimiento de Misiones. Nuestros ojos se humedecieron. Ahora Silvana cerró la historia con su padre, sabe dónde está, y como vivió sus años finales, además de encontrarse con familiares que no conocía. Y vuelve a continuar su vida en España. Y Nosotros también a continuar la nuestra.
Y yo pude cerrar, con el adendum final, la historia de Atanasio con éxitos como deportista y amor al deporte, con sus beneficios de superación y valor. Después, una vez más, las imperfecciones causaron en él estragos con el sufrimiento y tristeza propia y de otros. Pero lo hizo más humano. Y no obstante ello, sigue siendo mi ídolo.
Que en paz descanses Atanasio, te admiro para siempre.