Por: Evelin Inés Rucker
Domingo, diez y treinta de la mañana.
Suena el timbre de casa, abro la puerta y un hombre de sonrisa plena me muestra mi billetera.
¡Mi billetera!
Bueno, esto fue hace algunas primaveras atrás; porque era primavera. Y era primavera en Posadas y en Villa Sarita, mi barrio.
Villa Sarita es un lugar amigable donde los vecinos se sientan a tomar fresco en la vereda, donde las casas son de puertas a la calle, como la mía y tenemos el almacén cerca que a veces hasta nos fía.
_ La encontré, tenía esta dirección y su documento -me dijo.
Lo observo sonriendo ahora yo también.
_¡Sí!, es mía.
Y entonces comienzo a verlo más allá de la alegría. Es un señor mayor, de más o menos mi edad, le faltan algunos dientes en la cara amistosa. Viste humildemente y sostiene una bicicleta herrumbrada y vieja que lo trajo hasta mi casa.
_ No tenía dinero -me dice casi a modo de excusa, como doliéndose por no poder entregarla completa.
_ No había dinero -le digo yo. Evité comentarle que además del documento, tarjetas y una sube de Buenos Aires, tenía un papelito viejo y arrugado con un corazón dibujado y un te quiero de esos que necesito tener siempre cerca. No era necesario explicarle el tesoro que había ahí adentro.
¿Saben qué pasa?, ese papelito… ese papelito era importante, y creo que él lo supo.
Su mirada fue de alivio.
_ ¿Cuánto le debo? –dije en el momento en que depositaba la billetera en mis manos.
_ ¡No, por favor! Es suya; se la traje.
_Sí, pero permítame a mí también regalarle algo.
Negó con la cabeza.
Volvió a sonreírme mientras pedaleaba alejándose. Vi otra vez la pobreza material que lo envolvía y la dignidad majestuosa de su porte.
Esto no es un cuento. Sucedió realmente una mañana. No apareció en los diarios y no habrá manera de que algún periodista le haga una entrevista en la que cuente la historia ya que no había dinero; ni dólares ni euros ni miles de pesos.
Además, y como un dato no menor, cuando chequeé este recuerdo me di cuenta de que no sé su nombre.
Los ángeles y los duendes no siempre tienen nombre, pero yo, a partir de aquella mañana de domingo, volví a creer en los hombres buenos.