“Si tuviera cinco años menos, volvería a Europa para conocer el lugar donde nací, pero ahora ya no me animo”, manifestó Reinaldo Tyderke (90), inmigrante alemán que se dedicó a la agricultura en la Línea Cuña Pirú, una de las cinco zonas o fracciones por las que está conformado el municipio de Ruiz de Montoya.
En este lugar, sobre la ruta provincial 7, cultivó tabaco misionero y virginia a lo largo de 40 años. También yerba mate, tung y mandioca, en una vida signada por el trabajo, el sacrificio y el esfuerzo, suyo y el de la familia.
Recordó que nació en el límite entre Alemania y Polonia y que, tras la Segunda Guerra Mundial, sus padres decidieron emigrar, alentados por un familiar de su padre que residía en Leandro N. Alem. “En Europa vivíamos casi sobre la línea de estos dos países. Cuando había guerra, disparaban para un lado, cuando terminaba, volvían, por eso tenemos documento polaco, pero somos alemanes. Papá -Gustav- sirvió la patria en la provincia polaca de Volinia y solicitó venir a Argentina porque tenía un cuñado que le escribía: acá no hay guerra, hay trabajo, hay paz. Pero tenía que tener 1.500 pesos oro/plata y depositar antes de iniciar los trámites. El que no estaba en condiciones, no podía hacerlo. Yo tenía dos años cuando tomaron la decisión y abordamos el último barco que Argentina enviaba para traer inmigrantes para poblar el país que tenía tierra en abundancia. Era el último que enganchamos”, evocó, antes de romper en llanto.
Fueron 30 días de viaje desde el puerto de Varsovia al puerto de Buenos Aires, en medio de fuertes tormentas que se registraban en alta mar. Lo hicieron en un barco que tenía como inscripción “Polska”.
“A Posadas llegamos el 22 de mayo, y de allí fuimos a Leandro N. Alem, donde vivía el cuñado. Ahí estuvimos ocho años y después nos mudamos a Almafuerte, pero a los dos años, mamá -Melania Willer- murió a causa de la leucemia. Quedé huérfano y me crié en la casa de los tíos. En casa de uno quedaba dos meses, en casa de otro, tres meses, y así hasta los 20 años. Ahí encontré a mi compañera -Amalia Rabe- porque ser huérfano no es lindo”, añadió emocionado, mientras sostenía en sus manos el pasaporte con la foto en el que aparece sentado entre sus padres, siendo muy pequeño.
Para la familia de Reinaldo “era difícil empezar acá porque el panorama era totalmente diferente. En Europa no había montes, solo plantaciones de trigo, papas, por lo que no se usaba hacha. Fue muy distinto lo que encontraron acá. Por eso sufrieron mucho”.
Cuando se casó, “no tenía nada, nada, nada. Mi suegro y otros colonos de Leandro N. Alem inventaron comprar tierras en esta zona porque las chacras estaban quedando chicas y tenían muchos hijos. Me invitaron a venir junto. Las picadas estaban abiertas y los mojones colocados, y cada uno elegía su parcela. Mi suegro me dijo: y vos ¿no decís nada? Y qué voy a decir, si no tengo plata -todos los compradores tenían dinero y yo era pobre porque esa era mi suerte-. Me dijo: te presto 14 mil pesos, comprá la chacra que te gusta, plantá tabaco y después devolveme. No tenía un peso, por lo que le pagué la chacra vendiendo la madera. Así llegué, a tener todo con mucho esfuerzo y sacrificio”, comentó.
Ewaldo Mougans trajo su mudanza, que fue la primera mudanza que bajó en Bello Horizonte, y le cobró 100 pesos. En aquel momento el puente sobre el arroyo Tabay estaba hecho de planchones de madera. “Era un solo ruido y representaba un gran peligro. El camino era de tierra, eran senderos torcidos cubiertos de tacuapí, por arriba y por abajo, pero la gente pasaba. Esto era puro monte, pero con el paso del tiempo los colonos eran todos conocidos, pero de todos ellos, soy el único que queda”, alegó.
“Iba a la escuela de Yacutinga, para llegar debía atravesar serranías, malos caminos. La maestra Clotilde H. de Ramírez tenía a su cargo 103 alumnos. Era exigente. La escuela era de madera. Hace unos años fui hasta el lugar, pero está todo cambiado, hicieron escuela de material”.
La zona estaba cubierta de un tupido monte y “limpié la chacra con machete, hacha y troceadora, en esa época no había tractor ni motosierra”.
Luego, salió la ley para plantar quince hectáreas de yerba mate. Entonces era voltear, voltear y voltear monte. “Yo era encargado de las muditas en un vivero grande. Así me ganaba la plata”, acotó.
Con el correr del tiempo, los seis hijos: Rita, Mirta, Delia, Carmen, Víctor y Miriam, crecieron y siempre trabajaron a la par de sus padres. “Estuve tres años estirando rollos con los bueyes mientras la familia carpía. Hoy ya no hay esas cosas. Trabajamos mucho, mucho, la chacra siempre estaba limpia de punta a punta. Se plantaba yerba mate, tung, mandioca, que en un viejo camión llevaba a lo de Fernícola, en Capioví, para extraer almidón y otros derivados”, graficó, al tiempo que se lamentó porque “ya no puede trabajar”.
Reinaldo aseguró que “fui feliz, pero empezó la tristeza cuando mi señora enfermó de un cáncer, que la llevó en ocho años. A pesar de eso, llegamos a celebrar las Bodas de Oro y, ella atendió la cocina hasta el último día. Un día vine de la chacra y la encontré llorando, cuando siempre estaba alegre, contenta, con el mate hecho. Le dije que son cosas que tenemos que pasar, que sabemos que todos nos tenemos que ir. Sí, pero ¿adónde te vas a quedar? Porque ahora me toca a mí, me contestó”.
Para este hombre, llegar a los 90 “era casi imposible, pero estoy contento porque llegué, y hasta cuando Dios me permita, voy a seguir”. Los celebró en compañía de su familia y casi un centenar de invitados en el salón Santa Cecilia.
“Alemania y Polonia son países chicos pero productivos. Papá hablaba perfectamente el polaco, pero yo no lo aprendí a pesar que me parece muy importante saber idiomas. -Y enseguida agrega una frase en alemán, como buscando complicidad-. Si puedo hablar alemán, ¡crezco así de alto! Me siento orgulloso. Cuando vienen a visitarme, aprovecho o hablo a mis hijos”, relató Reinaldo, que fue anotado como Raynold pero que le cambiaron el nombre en el pasaporte cuando pasaron por Polonia.
“Era difícil empezar acá porque el panorama era totalmente diferente. En Europa no había montes, solo plantaciones de trigo, papas. Por eso sufrieron mucho”.
Sostuvo que existen alemanes que son rubios en una región y morochos en otra, y trajo a colación una anécdota que vivió en la colonia. “Un día trabajando con el camión, me quedé empantanado en el barro, había caído en la cuneta y no había forma de salir. Era bastante morocho, al punto que me decían negro. Justamente pasaban dos hombres de la colectividad y dijeron, en alemán, que no sabía manejar, pero yo entendí todo”, apuntó, entre risas.
Siempre compañera
Según Miriam, su hija más chica, sus padres vivieron durante un tiempo en casa de los suegros, en Leandro N. Alem, donde nacieron las hijas mayores, Rita y Mirta. Luego, los abuelos, “ayudaron a papá a comprar esta chacra. Después él les devolvió el dinero, producto de la venta de rollos de madera. Mamá trabajó a la par, día y noche. Ensartaban tabaco hasta la madrugada, a la luz de un farol” porque la electricidad llegó a la zona hace 45 años.
Contó que Amalia Rabe cosía la ropa para la familia, generalmente por la noche, para optimizar el tiempo. Para ello, utilizaba la tela blanca en la que venía la harina, o sea, de las bolsas. “No tenían dinero para comprar ropas. Criaban vacas y gallinas para obtener leche y huevos. Se plantaba y se comía lo que había”.
“A mamá la recordamos como una persona muy trabajadora. Era la que primero se levantaba, hacía el mate para papá y el desayuno para nosotros. Trataba a los animales e iba a la chacra. Al volver cocinaba y a la siesta, lavaba la ropa a mano y hacía pan. Se nos fue hace quince años”, dijo Miriam.
Rememoró que su mamá falleció a los 74 años. “Tuvo muchos problemas de salud a causa de los trabajos pesados que se estilaban realizar en la chacra, además de criar a seis hijos. Se movía a la par de su esposo. Venía a las 11 a cocinar, lavaba ropa, atendía a los animales y a las 13 se arrancaba el tractor y se iban. No había tiempo para siestas. Al volver, al atardecer, seguía con los quehaceres domésticos para ganar tiempo. A raíz de eso se vinieron todos los problemas. Los últimos años fue feliz a pesar de la enfermedad que la atormentaba”.
Dijo que los hijos “nos criamos acá entre caminos de tierra, sin energía. Antes era todo trabajo. Nos sacaban de la cama temprano, desayunábamos, atendíamos los animales e íbamos a la chacra. Veníamos al mediodía y mientras mamá cocinaba, teníamos nuestras tareas asignadas. Había que trabajar, no había teléfono para entretenernos con las redes sociales. A las 13 se volvía a la chacra y, al atardecer, de vuelta a la casa. Así continuamente. Nuestros padres mantuvieron el alemán como único idioma hasta que ingresaron a la escuela primaria. Mama tenía una secretaria que no hablaba alemán. Fuimos a la escuela adventista que era la única en aquel momento. Era solo trabajar y jugar, un ratito nomás”.
Nostalgia
A menudo, a Don Reinaldo le embarga la emoción cuando recuerda a sus padres, el terruño que tuvieron que dejar atrás, y las peripecias que debieron afrontar para llegar a estos nuevos horizontes. En más de una ocasión se le escapan las lágrimas, sobre todo, cada vez que observa el pasaporte donde aparece su figura siendo un niño. En una de esas oportunidades, escribió la letra para una canción que nunca musicalizó por lo que apuesta a la buena voluntad de algún artista que quiera dar difusión a estos sentidos versos:
Los inmigrantes del puerto de Varsovia al otro puerto, Buenos Aires.
Llegó el día esperado al moverse el gran barco
Lágrimas y pañuelos se veían flameando
Así se despedía la gran multitud de inmigrantes
Con una esperanza y fe firme de llegar a esta tierra desconocida
Donde había trabajo, esperanza y paz
Pero día tras día solo se veía el cielo y el mar
Y reposando las gaviotas sobre el mástil del gran barco a descansar
Y los peces saltando en el gran mar
La tormenta afrontando las olas
Cielo y mar
Muchas veces debajo de las olas de esta inmensidad
Todos de rodillas pidiendo a Dios poder llegar al otro lado del mar
Y nuevamente las lágrimas y los pañuelos esperando en este lugar.