Por: Damián Njirjak
“¿O acaso pretende que exista una soledad más sola, más interminablemente hundida en el futuro? En realidad -agregó sonriendo- es admirable que sienta miedo”. Mario Benedetti
Anoche soñé que no podía dormir. Estaba acostado y reía de todo y seguro que de nada también, mientras que una mujer de voz amigable se acercaba al respaldo de la cama a pedirme que por favor durmiera. Yo solo me reía y ella me tomaba la mano y persistía en su pedido. Ella estaba preocupada y yo era un niño de nuevo. Ella estaba cansada y yo recién empezaba a vivir.
Los viejos llegarán en unas dos horas, seguramente. Ya mandé a su casa varias cajas y algún que otro mueble. Lo que no pueda llevar va a parar en la casa de Matías que se compromete a guardarlos.
Me siento frustrado con este regreso, que no es el de un joven adulto de treinta años que “fracasó” y vuelve a la casa de sus padres. Ya quisiera que fuese así, porque en primer lugar tendría doce años menos y estaría sano.
No como ahora que tengo cuarenta y dos y estoy muriendo de cáncer. Aunque aún más quisiera volver a ese niño que no quiere dormir.
Hace ya varios meses que es un peligro para mí vivir solo, cualquier roce o tropezón puede derivar en una indeseada visita a urgencias. No puedo ser ya ese tipo que no le encontraba motivo a las caídas, que al interrogatorio de “¿cómo te caíste?” contestaba con un simple “y estaba caminando y me caí”. No, mis pasos se tienen que pedir permiso entre ellos para existir.
Los viejos me ofrecieron esta posibilidad de vivir con ellos ya hace un año, pero recién después de la última internación me di cuenta que era la única opción que tenía. Me fue muy difícil despedirme de este último departamento, con el cual confieso que me he encariñado bastante.
Tiene todos los caprichos que quería, tres habitaciones, una para los invitados que necesiten quedarse a dormir y otra que auspicia de estudio. La cocina es lo suficientemente espaciosa y el comedor se limita a albergar algunas fotos y la mesa chiquita con tres sillas (siempre necesité más sillas).
A su vez está cerca de la redacción y del centro por lo que no me tengo que preocupar por la movilidad. En estos 22 años viviendo solo, siento que este fue el alquiler que más pude sentir mío. Pero no puedo presumirlo como de mi propiedad, soy a duras penas un inquilino.
Lo fui siempre, y siempre me sentí menos por serlo. Mi estadía fue siempre momentánea en cualquier tipo de rincón que conocí, lo fui en Chubut y San Martín, en Cabral y Presidente Perón, y en los brazos de Carolina.
Ella no era una persona, creo que era más parecida a un portal que invita a una tierra nueva. Pero los dos venimos de dos momentos históricos distintos, ella tenía treinta y cuatro años, un departamento, un auto y un marido. Yo a duras penas tenía veintitrés, recién me había recibido y alquilaba mi primer departamento. Éramos fuertemente distintos, únicamente coincidimos en una redacción algunas horas por día.
La primera vez que interactuamos fue en una cena a la que había invitado a toda la oficina, que por suerte no era numerosa. Había preparado pizzas y los chicos se quedaron hasta bastante tarde. A las dos de la mañana se fueron retirando de uno, Carolina fue la última, pero se acercó a mí con un paso en extremo delicado y me preguntó si podía dormir unas horas en mi casa porque no podía volver en ese estado.
La verdad únicamente había visto que se tomó un trago en toda la noche, de todas formas le ofrecí mi cama para que se recueste, en ese tiempo no tenía habitación de invitados. Cuando entré a mi pieza para acercarle unas sábanas (hacía mucho frío) ella me miró fijamente y se quitó la blusa blanca que llevaba.
– Esta no es una declaración de amor -dijo sonriendo-.
– Ya sé -contesté un poco avergonzado-.
Se acercó a mí y en cada paso que daba me sentía chiquito, asustado, creo que parte de mi cuerpo ya sabía lo que comenzaba en ese momento. Colocó una de sus manos en mi mejilla y me besó despacio, me había asustado.
Despacio nos quitamos todo lo que estaba de más, todo lo que podía atentar contra nuestra pasión. Mi piel quedó entonces marcada con el recorrido de sus manos y el agua de su río se dañó con mis labios. Ella no se quedó a dormir, no podía…
La vieja me avisó que iban a llegar un rato más tarde. Estoy ansioso con que vengan porque desde temprano me quiero ir a bañar, pero hoy amanecí mucho más débil que de costumbre (quien sabe si no es mañana peor).
Por si acaso quería que como mínimo alguien se quedara detrás de la puerta para asistirme si me llegara a caer. Tengo terror a morir en la ducha, me hace sentir en extremo ridículo…
Pensar en esta clase de episodios invita a creer que mi vida es una cagada, pero yo no lo veo así. Es contradictorio, hace ya un año y medio que me estoy muriendo, pero aun así creo que me fue muy bien.
Desde los 20 trabajo y vivo solo, pude darme lujos (los justos y necesarios). El amor y los amigos nunca me faltaron, hasta por momentos me siento realizado y tranquilo con mi inevitable muerte.
Ella no me va a encontrar solo, quisiera que sí para ahorrarle dolor a quienes estén. Al final del día trato de no dedicarle mucho tiempo a la nostalgia.
Estas memorias de Carolina aparecen ahora en el ocaso, antes apenas era un breve recuerdo de algún asado ¿Carolina tendrá acaso perdido en algún cajón mis memorias? Quien sabe, creo que estoy más cercano a ser una anécdota perdida entre amigas.
– Los amantes no se vuelven familia, no almuerzan los domingos, no tienen nietos. Son pocas las noches en las que duermen entre las mismas sábanas, en ocasiones casi ninguna. Es muy lindo que el sol nos descubra in fraganti, pero algún día simplemente tiene que encontrarte durmiendo y no será conmigo – me había dicho Carolina hace más de veinte años y pese al tiempo me acuerdo de cada palabra-.
Mi respuesta no pudo ser más que el silencio.
¿Serán acaso los amantes algo tan pasajero? Porque ella y yo no fuimos simplemente amantes. Fuimos antes también lejanos compañeros de trabajo que se adueñaron acaso de cierta monotonía. Es duro pensarlo hoy.
– No creo que seamos solo eso, creo saber mucho más sobre vos, de tus miedos, de tus pasiones, de tu monótono matrimonio – le dije sin mirarla a los ojos luego de un rato-.
– ¿Por qué crees saber de mí? Sabés únicamente como se ve la silueta de mi cuerpo desnudo. Creés que comprendés mi matrimonio porque simplemente le faltó el respeto contigo. Yo le falto el respeto, Marcos está en casa pensando capaz que yo sigo trabajando o que salí a almorzar con alguna amiga.
Su falta de pasión, su nulo cariño, no es motivo para que esté acá, en los brazos de un pendejo. Será acaso motivo para que lo abandone, sí. Pero no para que esté acá. No espero que lo entiendas, por algo vos sos un pibito, yo una mujer grande que sabe lo que hace y él mi marido – era la primera vez que lo llamaba por su nombre y la primera vez que se hizo plenamente presente en nuestras conversaciones-.
– Si no es motivo para que lo engañes, pero sí para que lo dejes ¿por que no venís acá? – dije ingenuamente-.
– No es tan simple, yo no lo engaño para descubrir lo lindo de la libertad, yo ya tuve tu edad, ya fui enteramente libre y en mayor o menor medida lo soy. Yo lo engaño porque me nace hacerlo.
Y vos no vas a ser él, ni mucho menos ocupar su lugar. Vos no me querés libre, me querés en tus brazos, no salgo de una jaula para entrar en otra. Salgo de un matrimonio para ser un espacio de experimentación para ti.
Carolina solo me miró con tonos de decepción, como si fuera yo el que estaba en falta y capaz lo estuviera. Mi juventud no era consciente de la naturaleza de lo que era nuestra prematura relación.
Hoy vino a mi recuerdo ella. No dijeron presente las victorias, las derrotas, los miedos, las nostalgias, los amigos, la militancia, las discusiones, las lágrimas, las decepciones.
Insisto, se hizo presente ella y dicen que todos mueren un poco con cada cuerpo inerte, yo he muerto en mil ocasiones distintas, porque milité en estos cuarenta y pico de años el arte de amar.
Milité tener siempre el corazón caliente, ya el doctor más de una vez me dijo que con mi condición no puedo andar alterando de esa forma. Aprovecho y narro injusticias, compañeros dolidos y decisiones para algunos pocos. Y él persiste con que “no es mi problema”.
Y así estamos, con millones de problemas individuales. Mi cáncer no es solo mi problema, es en parte el suyo, el de mis amigos, el de los que quieren. Y al final, los problemas son como la muerte, un poco de todos, solo se diferencia con que los problemas se solucionan en ocasiones, la muerte jamás.
– Caro ¿Vos creés en Dios?
– Sí.
– Yo creo en él, pero no lo invoco con frecuencia y eso un poco me hace sentir culpable –le dije, como esperando que su respuesta se extendiera un poco más-.
– A Dios no se lo invoca, simplemente está y es un poco yo y un poco vos. Y cuando nuestro cuerpo se rinde todo acaba ¿A dónde querés ir? Si está acá.
– Tenés razón – no sé qué tanto quería esa respuesta, capaz solo no quería dormir-.