Después de algunos años, Paulina Proch de Humeñuk (88) volvió a la chacra que la vio nacer, cercana al arroyo Mártires, en Cerro Azul, para pasar su vejez. Sentaba bajo la sombra de un paraíso, con el potrero de fondo, relató a Ko´ape las experiencias que tuvo que sortear de niña y tras la conformación de su matrimonio con Jaroslavo “Slavko” Humeñuk.
Contó que cuando había cumplido los 8 años, se empezaba a abrir la ruta 14, en medio de la espesura del monte. Su papá propuso limpiar un espacio e instalar la casa cerca de ese camino. Mientras ponía manos a la obra, deslizó que “seguro que algún día voy a tener trabajo en esa ruta”, rememoró Paulina, y acotó: “Dicho y hecho. Lo convocaron desde Vialidad Nacional y se jubiló trabajando en esa institución. No había esas máquinas que se ven ahora. Él se ocupaba de la chanfladora, que tiraba la tierra para un lado y para el otro. Luego se emparejaba, y eso quedaba como un piso. Ahora con maquinaria tecnológica no nos arreglan como lo hacían antes, asistidos solamente por tres caballos”.
El tramo del que su papá se hacía cargo se extendía desde Cerro Azul hasta Picada Belgrano, donde se encuentra la iglesia San Jorge.
Como su padre se fue a trabajar a la obra, “nosotros teníamos que ocuparnos de los trabajos de la chacra. Éramos 10 hermanos, además de tres fallecidos. Se luchaba, se trabajaba, se plantaba algodón, aunque es difícil imaginar que creciera en esta zona. Teníamos hasta dos hectáreas. Se juntaba de forma manual. Si el tiempo presagiaba lluvias había que apurarse a juntar los copos porque después se despegaba la felpa, caía a la tierra y ya no servía. Había una desmontadora con la que se sacaba las semillas y se transportaba a Leandro N. Alem, donde la carga era acopiaba por la cooperativa y por otra empresa. También se plantaba soja. Para trillarla se ponía un poste, se ataba al caballo y se lo hacía dar vueltas como un malacate”.
A los 14 años Paulina ya araba la tierra. “Mis hermanos se fueron a buscar su futuro y yo fui la única que me quedé junto a mi hermana Eva, un año y tres meses menor. Tenía que arar, preparar la tierra para toda esa siembra de algodón, de ramas de mandioca, de maíz, de zapallo. Todas esas cosas se plantaban. A veces pienso y digo, gracias a Dios que todavía estoy -es la única sobreviviente- porque eran trabajos muy pesados para una mujercita de esa edad, no era fácil. Gracias a Dios que me protegió, me dio fuerzas y tengo salud”, manifestó agradecida, asistida por su hija Margarita “Pelusa” y su yerno Juan.
Contó que antes se sufría. “No teníamos cocina ni mesada con pileta para lavar, había un fogón al que papá agregó un hierro para evitar que nos quemáramos. Tenía un ganchito en el que se colgaba la olla de fundición, debajo se hacía el fuego y así se cocinaba. Era una olla grande porque éramos muchos, había para dar de comer”, dijo a modo de broma la hermana de Angélica, Anita, Genoveva, Eva, Modesto, Casimiro, Francisco, Juancito y Adán.
Asistían a la Escuela 186, que quedaba a unos dos kilómetros, que ahora está abandonada. “Si mamá compraba algún calzado lindo, íbamos descalzos, pero llevábamos un trapo y antes de llegar nos limpiábamos los pies y nos poníamos el zapato. Al trapo lo dejábamos cerca del camino, pero quebrábamos un gajito para señalizarlo y llevarlo de vuelta. Se cuidaba para no estropear los calzados. Cuando había helada ya nos colocábamos en casa. Pero las heladas eran muy fuertes, no como las de ahora. El arroyo Mártires se congelaba grueso. Tirábamos piedras desde el puente para romper el bloque y no lo lográbamos”, comentó esta madre de cinco hijos: Mary, Marta, Mario, Margarita y Marcelo.
El mismo rumbo
A “Slavko”, su esposo, lo conoció en la iglesia ucraniana. Era Semana Santa. Paulina estaba bajando unos escalones altos y él la tomó de la mano como para ayudarla. Ella admitió que “lo miré feo y mandé pata, como se dice. Lo conocía, pero no quería saber nada de novio porque apenas tenía 17 años”.
Indicó que antes la juventud se juntaba los domingos. “No es como ahora, y había una chica que tocaba el acordeón y nos poníamos a bailar. Si no era en mi casa, era en la suya. Un día él supo que yo iba a ir a la casa de esa amiga porque alguien le contó. Ahí nos enganchamos. Nos casamos en el galpón y bailamos afuera. El viernes se preparó todo porque el sábado era el casamiento. La carne se asaba al horno de barro, que todavía está a medio funcionar”, graficó la abuela de: Beto, Rosana, Rolando, Karina, Gustavo, Viviana, Pablo, Daniel, Mónica, Cristian, Darío, Mariela, Víctor y Luciana.
José, su papá, vino de Polonia a Brasil. Desde allí, cruzó a la Argentina de a pie, aunque Paulina no supo especificar por dónde. “Creo que, por San Javier, porque caminó hasta llegar a Apóstoles, donde vivían mis abuelos maternos. Adonde encontraba una casita, pedía para pasar la noche. Iba caminando y descansando, pidiendo comida que la gente le daba. Cuando vio a mi mamá, dijo: esta es mía. Eso siempre nos contaba”.
Mamá, Catalina Matucheski, y papá, José Proch, preguntaron al futuro esposo adonde la iba a llevar, por lo que el joven respondió que “ya tenía preparada la madera y un terreno en Leandro N. Alem donde iba a construir una casa junto a su cuñado, que era carpintero. Mientras tanto íbamos a estar con los suegros. Pero, al parecer, no había materiales disponibles sino una estrategia para poder casarse con Paulina”.
La pareja viajó a Buenos Aires y después volvió a Misiones porque el clima húmedo no le asentaba a la esposa. “Estuvimos un tiempo con mis suegros y plantábamos algodón y tabaco en chacra ajena. Yo siempre a la par, a veces ya con la panza grande, pero los vecinos eran muy buenos y mandaban a sus hijos a ayudarnos”. Su hermana les cedió un lugar en una chacra cerca del INTA. “Acá hay tierra disponible, planten y hagan lo que les parezca. Después, poco a poco, juntamos dinero y compramos una chacrita cerca del pueblo. En ese lugar nació Marta, ya con partera. Mi hijo Mario nació en mayo y ese día no se veía una sola hoja verde, era todo blanco por la helada. Hacía muchísimo frío y yo no tenía mucha cobija. El frío entraba por las hendijas del piso de madera. Mi viejo tiraba sobre mí todos los sacos que encontraba para darme calor, y sobrevivimos”, agregó.
Su mamá iba a su casa a caballo dos veces a la semana, con las maletas cargadas, “para que no nos falte nada. Había que cruzar cinco portones a través de las chacras, pero no nos desamparó nunca”.
En una época que el tabaco ni el algodón andaban bien, vino un señor y les dijo que en su terreno tenían un tesoro. “¿Qué tesoro?, pregunté. Una tierra especial para hacer ladrillo, me contestó. Se fue al potrero con mi marido y le mostró el lugar. Nos armó todo el equipo: el malacate, la carretilla, la mesa y la tablita del mismo ancho del ladrillo, que cumplía la función del molde para el adobe. Y nos pusimos a trabajar”, además de vender en Posadas los productos de la chacra.
“Dije a mis hijos que quiero hablar con el Intendente de Cerro Azul para que, a esa chanfladora, si es que aún está en el galpón, la saquen y la exhiban en la plaza central para que todos vean como antes trabajaban arreglando la ruta. Para que vean cómo con tres caballos se estiraba y se hacían grandes obras”.
Pero sucedió algo imprevisto. Un día Paulina llegó a la chacra de sus padres, la misma que vive ahora, y se enteró que iban a ponerla en venta. Mientras se le caían las lágrimas, preguntó por qué tomaron esa decisión. La respuesta fue que necesitaban instalar la casa en el terreno para poder ir vivir al pueblo, porque ya estaba solos y grandes. “Levanté las manos al cielo y dije: Jesús ayúdanos, no nos desampares. Al mes, compramos la chacra a mi papá y la pagamos con la venta de ladrillos. Eso sí, trabajábamos hasta la madrugada. Dale y dale. Los cortes se hacían de día. Por la noche, a la luz del petromax, era el momento ideal para cantear o encadenar. Mis hijas, Mary y Marta, eran chicas todavía. Las bañaba, le daba la leche, me quedaba un rato con ellas, hasta que se dormían. Con el petromax nos íbamos al terreno, a unos 100 metros de la casa, donde teníamos tierra especial, al lado de un arroyito. Nos turnábamos para ir a ver si los chicos estaban bien. Y así nos hicimos”, rememoró quien siempre daba gracias a Dios por el regalo de la salud y pedía que no faltara el pan para los chicos. También donaron tres mil ladrillos para la iglesia San Jorge que, por aquel momento, era una capillita muy precaria. Para ese fin, se armaba por la noche. De día era para los clientes que ya tenían encargado y pagado. Y considera que, por ese gesto, “Jesús nos ayudó y nos fue todo tan bien. Para entregar la carga, utilizamos un carro porque no había camiones. También donó un señor de Picada Polaca”, señaló la bisabuela de Adalberto, Aldana, Thiago, Fabricio, Bautista, Augusto, Melisa, Ariana, Antonio, Carla, Lautaro, Josefina, Franco, Liset y Luan.