Hace unos meses me contactó una abuela preocupada por sus nietos, me contó que su hija y la expareja transitaban un divorcio complicado y que, pese a estar asesorados legalmente, conforme pasaba el tiempo la situación se había tornado sumamente tirante, entrando en un espiral de violencia que ella temía que terminara mal, en especial temía por sus nietos.
Si bien la intervención judicial en los conflictos familiares muchas veces es necesaria, como quien debe transitar un divorcio, lo cierto es que, creer que con el trámite legal se solucionará la situación, conspira con el éxito esperado por tal esfuerzo jurisdiccional.
El mismo proceso judicial que inician con la esperanza de resolver el conflicto, los transforma en contendientes en una guerra que mantiene en vilo a todo el sistema, propiciando alianzas y creando fracturas -algunas definitivas-, para culminar en una paz armada, que deja un campo de batalla lleno de dolor.
La dinámica comunicacional propia del juicio -beligerante y de competencia- no da espacio para el abordaje de la intensidad emocional característica de cualquier conflicto familiar, acrecentando el rencor y la violencia con un alto costo material, emocional y de tiempo.
Resulta imprescindible recurrir a modelos de intervención que sean coherentes con las metas del sistema familiar: la unidad familiar en desorden. El lenguaje adversarial del litigio, resulta no solo contradictorio con esa necesidad de restablecer la unidad, sino que a veces fractura en forma definitiva las relaciones familiares.
Por eso es que, acercarse al conflicto familiar desde una propuesta de interacción colaborativa, resiliente, que posibilite la capacidad del sistema para su autorreorganización, guarda mayor coherencia y resulta más eficiente.
Sustituir la adversarialidad por la colaboración entre los protagonistas de la situación conflictiva, los habilita a transitar las vías de la aceptación recíproca, de sus diferencias y de la recuperación de la comunicación productiva, para construir y reorganizar la transformación que requiere la familia, manteniendo la unidad en la diversidad y diferencia.
La utilización de métodos no adversariales de resolución en la conflictiva familiar como la mediación, permite satisfacer los intereses diferentes que se hallan en juego, sobre todo los de los niños que muchas veces terminan siendo rehenes o víctimas de la contienda.
El mediador y las partes transitarán el proceso, atravesando distintas etapas. Partiendo desde el conflicto, en una fase que los preparará para entender los significados que para cada uno tiene lo que les sucede; una segunda etapa en que profundizarán la interpretación de lo que les sucede tomando conciencia de las diferencias según la percepción del otro; posteriormente avanzarán hacia la reestructuración del conocimiento y tránsito de actitudes de comprensión y de entendimiento; para finalizar con la co-construcción de significados, hacia respuestas conjuntas sin eclipsar las diferencias.
El conflicto habilita el cambio y la transformación, siempre que se aborde desde espacios dialógicos en los que la palabra sea el medio para la reorganización que la familia requiere.
Hoy esa abuela, disfruta de sus hijos y nietos en una paz consensuada.