Por Paco del Pino
Cuarenta años de democracia se han cumplido en Argentina, que se dice fácil y pronto. Vale que ya hemos llegado a la etapa de acostumbramiento e incluso la mitad de la población del país ni siquiera ha vivido otra forma de gobierno, pero la realidad es que, en términos históricos, sigue siendo el sistema político más efímero, no solo aquí sino en todo el mundo. Es más, cuarenta años ininterrumpidos no los había conocido la Argentina ni de cerca en toda su existencia.
Eso, claro, si entendemos la democracia como la ausencia de dictadura. Que no está tan mal, pero es como pedirle a un jubilado que se conforme con no morirse de hambre o a Boca y River (o al Barcelona y el Real Madrid) que estén satisfechos con no descender.
La democracia -el gobierno del pueblo, según los griegos- debería ser mucho más que lo que tenemos, pero dejemos ese debate filosófico (y global) para otra ocasión. Apuntar nomás que el voto obligatorio, la veda electoral y otras tutelas son síntomas claros de debilidad democrática: el poder es del pueblo (que no gobierna sino a través de sus representantes, otro pecado original), pero el pueblo es tan tonto -digamos mejor tan simple para no ofender a nadie- que esos representantes tienen que protegerlo para que no haga macana (casi) la única vez que puede ejercerlo, que son las elecciones.
Por otra parte, a los 40 recién cumplidos, ya sería hora de transitar dignamente la madurez, pero como dicen que los 40 son los nuevos 20, nuestra democracia argenta está más adolescente que nunca. Al punto que se ha vuelto indescifrable, casi insondable (y sobre todo insondeable, como acreditarán con preocupación las consultoras políticas).
Vaivenes y vuelcos electorales, fracturas y grietas ideológicas que se corren como placas tectónicas del pacífico, partidos que se parten, candidatos tuneados y campeonatos de fake news. En este maremágnum (que según los latinos no es un lío o un vale todo, sino simplemente un mar grande) es donde tenemos que seguir navegando al menos hasta el 19 de noviembre, cuando concurriremos a las urnas por tercera vez algunos, por cuarta los misioneros y habrá quien hasta alguna más.
Después de esta intro inconducente, pasemos a la página lúdica: la de los jeroglíficos. Así visualizo yo los cuarenta años de democracia en el país, desde los ojos (y las manos) de un grupo de talentosos que nunca se interesaron por la política argentina e incluso, en algunos casos, ni siquiera imaginaron que podría llegar a existir tal cosa:
RAÚL ALFONSIN (1983-1989)
La algarabía mayoritaria por el final de la noche más oscura otorgó al primer Presidente de la “nueva era” argentina un plus de emotividad y concordia. Era la libertad la que guiaba al pueblo, hasta que quedó claro que con la democracia no siempre se come, se cura y se educa. Una oposición sedienta de poder y los escarceos militares, con los Juicios a las Juntas como telón de fondo, refrendaron la persistencia de la memoria y abrieron la puerta trasera a un mandatario que luego, a su muerte, sería recordado con nostalgia por todos.
CARLOS MENEM (1989-1999)
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El regreso del peronismo al poder después de casi 15 años fue, para los paladares más sofisticados, muy poco peronista. Con patillas de bandolero y actitudes vedetescas, el riojano convirtió la tierra arrasada de la hiperinflación en un onírico vergel de vale (casi) todo, pizza y champagne. Hasta que de tanto morder la manzana apareció Dios, el destino, o simplemente la realidad, y la convertibilidad se terminó devorando a su criatura… o viceversa.
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FERNANDO DE LA RUA, EDUARDO DUHALDE Y OTROS (1999-2003)
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Como dijo Pablo Milanés: “La palabra es de ustedes, me callo por pudor”.
NESTOR KIRCHNER (2003-2007)
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Otra primavera se gestaba en Argentina tras otra noche oscura. El viento fresco del sur reverdeció a una sociedad hasta entonces enardecida, sin necesidad de que al final se fuera nadie. El viento a favor de la economía mundial y el contexto regional también hicieron lo suyo.
CRISTINA FERNÁNDEZ (2007-2011)
Cristina Fernández heredó el bastón de su esposo Néstor Kirchner cuando todavía -a pesar de las crecientes voces- no se había apagado del todo la luna de miel con la sociedad. Además, el contexto global seguía ayudando… hasta que dejó de hacerlo y fue el turno del desasosiego y las primeras hendiduras de la grieta.
CRISTINA FERNÁNDEZ (2011-2015)
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Además de indescifrable, el país se volvió casi insoportable. Familias y amistades empezaron a romperse (o al menos distanciarse) por una grieta tan abisal que para algunos es ideológica y para otros moral. Sin puntos de acuerdo posibles, la primavera de una década atrás desembocaba en el más crudo invierno.
MAURICIO MACRI (2015-2019)
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Y había que pasar el invierno. Con pulóver dentro de casa para no forzar el aire acondicionado. Vino a normalizar el país y lo dejó prácticamente igual (para algunos, peor). Falló en algo que se presuponía que podría hacer bien: manejar la herencia. Pero el que lo “mató” fue el “fuego amigo” afuera (empresarios voraces) y dentro de su partido. Gato no caza paloma. La oposición olió la sangre y buscó revancha. La sociedad pagó con tristeza, unos por la oportunidad perdida y otros -de nuevo- por la herencia que iban a recibir.
ALBERTO FERNÁNDEZ (2019-2023)
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Nadie pensó de antemano que este cuatrienio sería fácil, pero además se vio atravesado por la pandemia, la guerra de Ucrania, la sequía y otras “plagas” simbólicas. Para colmo, como su antecesor, la famosa “herencia” y el “fuego amigo” también fueron esmerilando su bastón de mando y difuminando la figura presidencial, hasta convertirla casi en una caricatura.
¿¿¿??? (2023-)
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Este casi absurdo viaje no podía desembocar en otro lugar que un acertijo: el del balotaje presidencial del 19 de noviembre. Allí se enfrentan dos candidatos que se posicionan como antagónicos cual película de Marvel pero que tienen como mínimo una cosa importante en común: ninguno es lo que parece y seguramente el que gane no hará la mayor parte de las cosas que dice que va a hacer.
Pero también, pase lo que pase, cerremos con Manu Chao: “Próxima estación: Esperanza”.