Cuando Frida Holland, enfermera, emparentada con accionistas de la Mercedes Benz, y Juan Reinecke, agrimensor, unieron sus vidas en matrimonio para radicarse como misioneros alemanes en una aldea africana –Kaifuku, Tanganica, junto al Kilimanjaro-, recibieron como regalo de bodas un hogar: una gran extensión de tierra fértil para cultivar café, la gran pasión que Juan practicaba con esclavos, junto a su profesión y su propensión a la caza.
Frida se dedicaba al cuidado de la salud de los aldeanos, a inculcarles hábitos alimentarios y de higiene, a auxiliarlos en partos y emergencias. De eso se trataba misionar en esa pequeña comunidad de 800 habitantes, donde la esclavitud de la población negra -mayoritaria- era vista como natural: una necesidad para atender las cuestiones domésticas, cultivar y sostener las plantaciones, cosechar, seleccionar, trasladar el producto al puerto, tarea que demandaba al menos dos días de viaje, y transportar a los patrones en literas o palanquines sostenidos por la fuerza de cuatro hombres, guardia atrás y adelante para preservarse del ataque de fieras, porque no era raro encontrarse con un león, un puma, un chita.
En ese ambiente -casa atendida por negros “de dos corazones”, según opinaba Frida por la fidelidad de sus colaboradores, cafetales interminables- nacieron los cinco hijos de los misioneros: Jorge, Elfriede, Any, Elizabeth y Juan.
Elizabeth nació en Kaifuku, Tanganica, el 25 de agosto de 1916. Conservó toda la vida el recuerdo de sus viajes al puerto a retirar ropa, mercancías, medicamentos que llegaban desde Europa, transportada en palanquín, custodiada por su “nana”, un negro cuyo nombre no olvidó jamás… el que se quedaba en la retaguardia para cuidarlos, el que cierta vez estuvo tres días y sus noches sentado en el patio porque la señora de la casa había viajado con su esposo, el barco se había retrasado bastante y él había recibido una orden clara “quédate en el patio a vigilar a los chicos”.
El negro de dos corazones que en 1919 ayudó a la familia a enterrar parte de sus bienes, cuando los colonos alemanes, culminada la Primera Guerra Mundial, fueron expulsados por los ingleses, el que los despidió con enorme tristeza en el puerto, prometiendo cuidar la hacienda y los bienes, porque todos confiaban en un pronto regreso.
La familia en busca de un destino
No se dio. La familia llegó a una Alemania devastada, miserable y hambrienta. Se trabajaba mucho por el pan del día. El panorama era desalentador. Tenían ahorros para pagar por tierra donde cultivar café en América. Juan había conservado pieles y cueros muy valiosos que logró vender para pagar los pasajes de todos. Así llegaron a Buenos Aires, donde el jefe de familia adquirió 80 hectáreas a orillas del Paraná, en un lugar que sonaba a “Línea Aterrada”, al que arribaron el 4 de febrero de 1922.
Porque las semillas no funcionaron o porque el clima no era apto, los cafetales no prosperaron. Hubo que erigir el rancho y aprender de los vecinos -los Elhing, Enrici, Kimmich, Franke, Becker, Ramisch, Neuberger, Todt- y de los pobladores de la otra orilla: maíz, mandioca, porotos, animales, en un ambiente crudo, desatendido por el Estado.
Debieron apelar a la solidaridad mutua. Juan Reinecke ofreció sus servicios profesionales y enseñó a sus hijos el arte del injerto y la obtención de plantines en viveros, algo que la pequeña Lizbeth -que a la llegada al nuevo continente tenía seis años- aprendió pronto y hacía con buena mano y eficacia.
Todos debieron atenerse a nuevos hábitos, porque Frida, que pasaba atardeceres enteros sentada en una gran piedra a orillas del río, peinando su larga cabellera, nostalgiando los paisajes, la vida africana, pronto sucumbió a una depresión profunda.
La familia recuerda que se mencionó que Frida conservaba unos escritos de su autoría “20 años: África y América”, que desapareció, nadie sabe cómo, con un argumento similar al “África mía” que conocimos en un filme.
Las hermanas, Any, de Langer y Elfriede de Proell, se casaron jóvenes, de modo que Elizabeth era la mirada, la voz femenina que se encargaba del bienestar doméstico de su padre y hermanos varones.
Herbert llega al mundo
Ella no sabía… el año de la llegada a Aterrada, en la otra orilla del Paraná, muchos kilómetros al sur, en Cambyretá, el 3 de noviembre, nacía Herbert en el hogar de Frida Todt y Juan Ott, alemanes que se habían radicado en Brasil y a causa de la resistencia que generaban los inmigrantes de procedencia alemana después de la guerra, decidieron establecerse en Paraguay, donde se dedicaron a la agricultura de subsistencia y a la plantación de ocho hectáreas de frutillas que comercializaban preferentemente en Posadas.
Herbert, único varón entre tres hermanas -Gisela, Inge, Medi-, fue ciudadano paraguayo toda su vida: jamás renunció a su nacionalidad. Tanto, que fue combatiente a los catorce años en la guerra del Chaco, una experiencia que, junto al horror de la muerte, la sed, el hambre, forjó en él a un hombre fuerte.
Gran nadador, solía cruzar el río a nado. La familia poseía dos botes pequeños para transportar las frutas que el joven comercializaba en la capital misionera. Cuando no vendía toda la fruta de uno, lo dejaba en el puerto al cuidado de un negro, amigo suyo de nombre Martín, y retornaba a nado a su casa, de modo que al día siguiente traía otra carga con el segundo bote.
Así se hizo visible este joven de gran resistencia en el agua, razón por la que lo contrataron para la marcación del sitio para el anclaje de las columnas de lo que sería el puente sobre el Yabebirí.
El primer trabajo de Herbert Ott en el alto Paraná fue la limpieza -azada y machete- de 30 hectáreas de tierra en Istueta. Mientras subía el río para llegar a destino, a la altura de Montecarlo vio unas mujeres nadando, se prendó de una, y el recuerdo animó los tres meses de dura tarea bajo el sol…
Se encuentran dos voluntades
Un buen día el joven fue requerido por un tío materno para ayudar en la construcción de una olería, en la zona donde hoy se erige la Henter. Así llegó Herbert a Montecarlo, con el recuerdo intacto de aquella tarde, aquellas jóvenes.
Conoció a la laboriosa Lizbeth Reinecke que su mente había recortado nítida, a quien visitaba casi diariamente en su domicilio de Aterrada, adonde llegaba a pie, descalzo, con las alpargatas limpias bajo un brazo, para presentarse en casa de la chica que le gustaba. Se lavaba y se calzaba en el arroyo y allá iba.
Ella era bastante esquiva… “soy muy vieja para vos, Herbert”, algo que tranquilizaba a los hombres del hogar, poco dispuestos a perder a una buena administradora, una excelente agricultora que hacía milagros con los injertos, la que lavaba, planchaba, arreglaba las cosas de todos en la vivienda.
Nadie perdió nada. Al cabo de un tiempo la novia alentó: “Bueno… creo que podés traer tus cosas”. La oma reía con los nietos cuando recordaba: “Me engañó… todo lo que tenía cabía en una cajita de cartón”.
Se establecieron ahí mismo, en la chacra de la familia de la esposa. El recordado vecino Von Of, que también había colaborado en la construcción de parte de la Ferretería Franke y el primer domicilio de los Ehling, ayudó en la construcción de la vivienda. El animado esposo aprendió pronto la afición de la joven: los injertos y la producción de plantines de yerba y citrus, junto a otras actividades propias de la chacra: gallinas, gansos, cerdos, vacas, el cultivo de mandioca, cebollas y ajos, papas que lograban a partir de los brotes de las desechadas por los mercados en el pueblo, y todo lo que podía crecer en esa tierra.
Con el tiempo llegaron a tener ocho hectáreas de naranjas que cosechaban exclusivamente los miembros de la familia, a razón de hasta 500 kilos diarios. Herbert tenía un pequeño viñedo y fabricaba su vino artesanal. Lo mismo hacía el vecino Kimmich. Cuando ambos consideraban que el elixir estaba pronto, hacían cata de productos y comparaban resultados. Esos días las esposas sabían que los compañeros volverían locuaces, alegres y un tanto mareados. Lissi no dejaba de observar “hay que tomar el vino… el vino no debe tomarte”.
La familia
Quien un día sería la oma Ott estaba orgullosa. Tenían una familia: Magda, nacida el 11 de agosto de 1947; Karin, el 12 de agosto de 1948; Ilse Irene, que falleció a los cuatro años, intoxicada, y el pequeño Martín, nacido el 19 de mayo de 1954. El trabajo duro en la chacra garantizaba el sustento.
Ella misma había diseñado la casa en la que recibía al doctor Darú, quien a menudo la visitaba para consultarle sobre yuyos, remedios caseros y recetas escritas en alemán, y para atender la salud de la familia y sobre todo de la jefa, porque la señora no iba a consulta. Ella compensaba esas visitas y tardes de siesta en cualquier rincón de la casa con chorizos, carne ahumada, algún queso de fabricación casera.
El nacimiento de Martín fue un acontecimiento, atendido por Frida Enge de Krausemann. El doctor Darú acudió, preparó una cena con un pollo casero y se quedó a dormir. Confió plenamente en la comadrona. Cuando supo que había nacido un varón simplemente avisó “tiene pistola, vale una caña… llévame a casa Capitán”.
Tres niños. Mucha tarea. Lizbeth confió a su esposo la tarea de anotar en el registro al recién nacido y el cumplió… pero olvidó el nombre elegido, de modo que decidió llamarlo como el amigo que le cuidaba el bote de las frutillas en los lejanos días de Cambyretá: Martín.
Por entonces el jefe de familia había adquirido un móvil que operaba de taxi: “El Capitán”. Los viajes no eran fluidos, de modo que lo dejaba estacionado frente a la terminal -hoy propiedad de la familia Gschwend-, y para ir y venir de Aterrada se valía de “Zaino”, su caballo. La avenida, los pocos caminos de colonia y la vieja Ruta 12 -terrada todavía- vieron a El Capitán llevando algún pasajero. Era el servicio elegido por los ejecutivos de Celulosa Argentina de Puerto Piray.
Don Ott debía colocar prolijamente su auto en la balsita sobre el Piray Guazú, conducir la soga o cable que guiaba el cruce, porque no había puente sobre el arroyo, y esperar el retorno del cliente, con paciencia y bonhomía.
En casa los niños colaboraban con las tareas domésticas y de chacra. Lizbeth se daba el pequeño gusto de acopiar las plumas escogidas de sus gansos -llegó a tener 150-, labor que compartía con las señoras Elizabeth de Kramagker de Weyreuter -mamá de Lente, Briguitte y “el Ruso”, nuestra legendaria lechera del meary-, y la señora Krausemann.
Todas juntaban sus plumas elegidas y una vez al año venía quien se las compraba a un precio interesante. Los ratos de distenderse eran para injertar rosas, su hobby favorito cuando se trasladaron al pueblo porque Magda y Karin debieron concurrir a la escuela.
Habitar “La Lavalle”
Se instalaron en la calle Lavalle por un trueque por trabajo: injerto y plantación de yerba con don Federico Spengler, habitué del nuevo hogar, a menudo miembro de la mesa familiar, sobre todo después de la tragedia en que Federico perdió a su esposa y quedó solo con el pequeño Curti.
El traslado fue algo complejo, porque la jefa reprodujo la vivienda de Aterrada, sobre Lavalle. La casa de los Ott es una, armada dos veces. No se derrochó un solo ladrillo, una sola columna. Los carpinteros Mezger y Kalmbach fueron los encargados de cabreadas, columnas, cielo raso, aberturas en condiciones, y después se abocaron con el tiempo al hogar de Karin.
Instalarse en el pueblo trajo otras labores: la oma tuvo algunos señores solos -principalmente empleados administrativos- a quienes les lavaba y reparaba la ropa y daba de almorzar: Juan Leiva, el señor Plinio y, circunstancialmente, don Federico Spengler se sumaban a la mesa familiar. Siguió con su afición al cultivo de rosas y se dio el gusto de tener siete colores en un solo pie.
Los vecinos: doña Ruth de Kimmich, Brígida Mezger de Bochert, la señora de Plocher, el jardín de los Felsch, los Kruse, los Bratz, los Kluth lucían rosas injertadas por las manos y el corazón de Lissi Reinecke, en tanto a Herbert se le dio por cultivar y obsequiar mudas de loro negro, muchos de los cuales se yerguen todavía en algunos lugares.
El Capitán se puso a las órdenes del Packing de Anahí, cuando Lagos adquirió tierras para el cultivo de naranjas en Parejá. Él preparaba hasta 250 plantines y ella un promedio -muy cansador- de 180 diarias. Ott marcaba el lugar de cultivo al atardecer.
Surgió la oferta de trabajo en la pequeña estación de expendio de combustible de la cooperativa, y luego la responsabilidad del control en los depósitos, tarea que llevó a cabo 22 años. Cuando Federico Kruse inició su empresa de transporte colectivo precisó un chofer. Ahí estuvo “el Capitán”, para la emergencia. Hizo la línea Montecarlo- Piray- Piray 18 con el protocolo de cruce en balsa guiada. Fue trabajo y también servicio a una iniciativa necesaria de un extraordinario emprendedor.
Los Ott tuvieron permiso de uso de un amplio terreno al fondo que oficiaba de potrero y lugar para la cría de aves de corral. Cuando alguna vaca debía parir, Elizabeth y Martín la llevaban a pie hasta lo de la lechera Weyreuter, o al domicilio de los Schiz. El retorno se producía días después, cuando el ternerito soportaba la travesía del regreso a casa, ritual que recuerdan todavía muchos vecinos de la Lavalle.
La oma cosía y tejía las prendas para toda la familia, además de reparar las que venían en bultos que desde Alemania donaban sus parientes. Ella misma se encargaba de hacer llegar ropa, calzados y abrigo al Hospital de Área, los hogares de niños y ancianos. Los nietos recuerdan su lema: “una fruta que se pudre y no se aprovecha, es un pecado”, de modo que cosechaba naranjas, mandarinas, peras, duraznos de la zona y lo que no consumía la familia, fresco o en conserva, se repartía entre los vecinos. Magda y las vecinas recuerdan que secaba peras y las conservaba para dulces y compotas para todo el año.
Ocio y solidaridades
No todo era trabajo. Tiempo de necesarias solidaridades para cubrir carencias, para apoyar el crecimiento del pueblo. Herbert fue miembro fundador de la Banda Hiller, que solía salir los fines de semana para animar celebraciones varias. Fueron en el Ford 46 del “Capitán” a la inauguración del Club Trajes Típicos, a Eldorado… llegaron marrones de tierra, alegres como unas pascuas, con pernocte hasta el otro día.
Cuando hacía falta, las barandillas de la carrocería se transformaban en mesas para los festejos. Para esos viajes, don Edmundo Knoth colaboraba con un tambor de combustible. Don Curt Franke jamás dejó sin gomas el transporte del Capitán.
En la Banda, aunque ejecutaba otros instrumentos, prefería la trompeta. Cuando por algún motivo se enojaba con su compañera, se subía a la cumbrera de la casa y tocaba infatigablemente… “Ja, Herbert, ist schon gut…”. Descendía cuando todo el enojo se había hecho música, viento, notas.
Herbert Ott fue el entusiasta vecino que donó la madera para la primera sede del Club de Pesca, que tuvo por iniciadores a Ángel Paz, don Raúl Porta, Adolfo Bischoff, Abelardo Anders, Roberto Urban, Ernesto Kimmich, entre otros. Debió transportar los rollos en carro hasta Guatambú, donde don Bopp se encargó de transformarlos -gratis, también- en tablas. El retorno hasta el río se hizo con el mismo procedimiento.
Los Ott participaban de un grupo de skat semanal con Federico y Fridolfo Rüssell, Roberto Urban, Abelardo Anders, Adolfo Bischoff, Enrique Amacher, Pablo Franke, Bernardo Urtlauf… Se jugaba en distintos domicilios por pequeñas sumas de dinero que se guardaban para un gran asado de pescado a fin de año en la maravillosa glorieta de mburucuyá del Club de Pesca, una fiesta con toda la familia, niños incluidos. Entonces Lizbeth se desesperaba ante el arrojo de Adolfo Bischoff, que invitaba a todos los chicos a dar una gran vuelta en lancha, sin demasiadas precauciones: “El río no tiene gajos… los chicos se pueden ahogar”, a lo que él respondía desenfadado “Oh, Lissi, sooo… ist alles gut”.
Para las penas, funcionaban las redes. Con el antecedente de la pérdida de la pequeña Ilse, la familia desesperó ante una enfermedad de Karin. Don Edmundo Knoth, que gozaba de una posición económica desahogada, acercó al domicilio una abultada suma de dinero: “Te lo llevás, Capitán… lo que no usás, me lo devolvés”. A primera hora del día siguiente don Juan Weyreuter tenía apostado su Renault Gordini para llevar a la pequeña a Puigari, Entre Ríos.
Ese río… la vida
La vida fue transcurriendo. La Lavalle fue un collarcito de lindos gestos de la vecindad. Frutas y rosas de Elizabeth para los jardines, la oma Ruth Kruse reconociendo por la voz a los que pasaban cuando se sentaba en el porche, velados ya los ojos; doña Brígida armando latitas y cañas para llevar a los chicos -una generación tras otra- a pescar todas las semanas; algún esposo apurado acudiendo a doña Ott por una costura, o el reemplazo de un cierre… las damas flanereando el barrio… Muschi, Rosemarie, Brígida, frau Weström, Traudi Grimm… Magda, la hermana mayor por la que tuvo especial cuidado la familia, ayudó muchos años en los quehaceres domésticos, lavaba y planchaba para afuera y se encargaba a batir los huevos, de amasar y armar con la madre las masitas navideñas… Karin fue a estudiar, Martín, el gringuito tan visible en la canchita de la villa cooperativa, se hizo grande, y llegaron las nuevas familias…
Magda y Walter Böni, que tuvieron a Úrsula y Tomas; Martín y Rita Corbey, que sumaron a la tribu a Christian Martín -Chulo-, Rita Cristina -Mimicha- y diez años después la chispa de Luciana Mariel, Chirola -“Chiroleta” para el opa-.
Karin contrajo enlace con Eric Bunte, matrimonio del que nació Michael… mucha bulla y la necesidad de preparar la gran olla de mandioca de los mediodías, porque, camino a casa, de regreso de la escuela, cada nieto retiraba su plato, invariablemente. Más esmeros y más tardes de masitas navideñas, porque la visita a “la pieza de planchar” amenazaba las vituallas, y había que llegar con bolsitas para algunos vecinos, los amigos de Herbert de la Cooperativa, para la glotonería de la gurisada. La ronda del mate ritual de las 15, siempre en pava brillante, pulida con virulana, calentador al lado de Herbert que jamás usó un termo, se hizo grande. Se convocaba desde el porche: “¡¡¡maateeeeee!!!” Y de un hogar y otro surgían los invitados. Herbert detrás de Lissi, siempre cerraban la ronda.
Hubo algún dolor más en la travesía. La empresa de Eric Bunte con la que se comprometió laboralmente toda la familia, quebró y Herbert debió volver a trabajar cuando ya pensaba en el retiro. Don Abelardo Anders dispuso que se lo volviera a tomar en la Cooperativa Agrícola, en un destino no muy cómodo: seleccionar papas y cebollas en el depósito. Asumió la responsabilidad con dignidad, con el lema “lo que es, es”, el mismo que asumiera para no beneficiarse con la ciudadanía argentina para obtener ventajas. Tras jubilarse se dedicó por muchos años a cobrar la cuota social en el Instituto Adscripto, donde Karin era directora de la Sección Alemán.
En casa, las rutinas y rituales sostuvieron entero al clan. Para los cumpleaños de los miembros de la familia -fuesen niños o adultos- la oma preparaba un ramo de flores que cosechaba y preparaba tempranito, y el clásico kuchen marmolado, que se esperaba con ansiedad y alegría.
“Alejarse es haber compartido…”
La vida hizo lo suyo. Los nietos formaron sus propias familias. Hubo quienes buscaron otro destino -el caso de Úrsula, primogénita de Magda-, quienes emigraron: Karin con Michael a Alemania; quienes se fueron y retornaron -Chulo, Rita, Chirola y Nayara-.
Pasar por el tamiz de la ternura
Fue clemente la vida con ambos. Aunque ya no tuvieron la alegría de ver corretear por el patio, por la casa, a Nayara, una pequeña copia de “kleine Pips”, la primera nieta del hijo varón, no debieron atravesar los tristes días de la pérdida de Mimicha, que dejó a la dulce Camila, que vive con su padre en la provincia de Buenos Aires, ni acompañaron las travesuras de Brisa y Benjamín, los hijos de Tomás Böni y Susana. Ya no vivieron la alegría de Úrsula y Adrián, tras la llegada de Nicolás. ¿Habrán soñado que Michael retornaría a Montecarlo para enamorarse de una compañera de primaria, Walquiria Collinet y formar familia en Suiza, Priscilla, Mateo y Victoria?
La trompeta de Herbert hizo silencio justo cuando se desperezaba el otoño de 2003… el 21 de marzo.
Elizabeth Reinecke fue rodeada de amor, transitó el invierno y permitió que la saludara la primavera de ese año. Se apagó un día de octubre, el 21 de 2003. Tal vez ese día algún jardín del barrio abrió un pimpollo en su memoria. Quizás en ese tiempo sin el Capitán se haya cobijado en los recuerdos de su aldea africana. Quizás sus ojos de agua hayan recorrido los cafetales. Quién sabe si se dejó llevar una vez más en una litera, hasta la orilla del mar. Si eso ocurrió, aquel negro que la despidió con tristeza cuando la dejó en la orilla, la habrá tomado de la mano para llevarla junto a Frida, que tal vez la esperara peinándose los cabellos, en el sitio infinito donde nada duele, para sentarla junto a Herbert, el Capitán, en algún canterito con rosas de siete colores.
Con los nietos, el amor intacto. Llegó para ambos el atardecer. Era lindo verlos del brazo, despacito, caminando hacia la avenida, con paraditas en el muro de los Weyreuter o los Kimmich, para sentarse en algún cantero frente a Carlitos Ebert o la Cooperativa, para mirar y ser vistos. Les encantaba que se los saludara “¡adiós, los novios…!”.
Lizbeth Reinecke:
manos para el injerto,
las confituras
Don Herbert Ott
“El Capitán”, su empresa
era taxista
Lizbeth y Herbert
Los Ott van de la mano
a la avenida
Dos viejos buenos
anclándose a la vida
gratificados
Por Verónica Stockmayer