A veces, un viejo dolor nos acompaña, oculto en nuestro interior, tan bien escondido que ni siquiera sabemos que está ahí, y si nos preguntáramos, con sinceridad diríamos que todo está bien sin embargo, ahí está.
Pero hay momentos en que ese dolor sale de su escondite, ya sea por alguna cosa que haya pasado que nos traiga al presente, puede ser una palabra o cuando en silencio nos conectamos con nuestro interior, con lo que sentimos y ahí lo vemos, ese dolor esperando ser sanado. La razón por la cual se esconde tanto es porque en el fondo pensamos que quizás si hubiésemos hecho las cosas de otra manera, quizás si hubiéramos intentado algo más o de otra forma, “esto no hubiera pasado”, y sin darnos cuenta aparece nuestro sentimiento de culpa.
Es muy sanador cerrar los ojos, recordar aquello que tanto duele, visualizarnos a nosotros en ese momento, como éramos, la edad que teníamos, la situación por la cual estábamos atravesando, mirarnos de frente y decirnos: “No fue tu culpa”.
Decirnos una y otra vez, hasta que sintamos cómo nuestro cuerpo se relaja, nuestros hombros se aflojan, sentimos alivio, “no fue tu culpa”; hacemos lo que podemos o creemos que podemos.
Mirarnos con amor, sin juzgarnos tan duramente, entender que somos humanos y hay cosas que están fuera de nuestro alcance o que estando dentro de nuestro alcance, muchas veces no lo vemos y podemos equivocarnos sin la intención de hacerlo.
La culpa no conduce a nada bueno, es como un látigo doloroso que solo consigue que nos hagamos más daño sin rescatar nada bueno.
Las cosas dolorosas que nos pasaron de niños, generalmente están fuera de nuestro ámbito de control, son cosas que, si las miramos ahora con mirada de adulto, nos damos cuenta que nada podíamos hacer para que fuera diferente, pero de niños, sin saberlo, por alguna razón, sentimos que quizás lo podríamos haber evitado.
Por muy errado que esto sea, ese sentimiento se quedó guardado en nosotros, esperando que vayamos a rescatarlo, que lo abracemos, que lo miremos con amor y le digamos de corazón “no fue tu culpa”.
Y si ya éramos adultos cuando esto nos pasó, es entender que muchas veces hacemos lo que hacemos porque creemos que no tenemos opción, cuando siempre las hay, pero no lo vemos, porque nos falta creer en nosotros un poco más.
En estos casos, lo mejor, es mirarnos con compasión, poder rescatar el aprendizaje y ver que está hoy en nuestras manos para mejorar lo ocurrido. Si nada se puede hacer, aprender de lo vivido y decirnos: “perdón por pensar que no podías hacerlo de otra forma, no va a volver a pasar”.
Lo importante es darnos cuenta que tenemos un dolor escondido esperando ser sanado, entender que la culpa no nos conduce a nada bueno y que cuando lo vemos, estamos en la puerta del camino a nuestra sanación. Transitarlo es una decisión solo nuestra, pero es la única forma de ser plenamente felices.