Vivir bajo las condiciones que impone un monopolio implica justamente eso, vivir ajustados a las reglas que define la posición dominante sin otra opción más que ceder en lo personal y en lo general.
Cuando a lo largo del tiempo los monopolios se asientan sin la demanda de quienes deben establecer y hacer cumplir las normativas, se desarrollan transformándose en poderosas estructuras de poder que inclinan la balanza e intervienen en la toma de decisiones. Ya no cabe la opción ni la queja, o al menos la queja seguramente no tendrá la respuesta esperada por el demandante.
Llevada a la cotidianidad del transporte urbano de pasajeros, la tesis implica que se doblegan las opciones de decenas de miles de usuarios que a diario deben lidiar con las decisiones de la firma dominante.
Ya no sólo se trata de horarios y frecuencias reducidas dependiendo de las horas y las zonas, tampoco de los recurrentes cambios sin previo aviso, o de los altos costos por la prestación versus los bajísimos niveles de rendición.
Ahora incluso nos dicen cómo debemos pagar, aunque ello implique problemas y contratiempos. Nos explican incluso que se debe a defectos del sistema. Y aunque la historia ponga en duda todas y cada una de esas explicaciones, pareciera que ya nada se puede hacer para torcer las opciones que ofrece un monopolio estructurado y poderoso.