Decir adiós nunca es fácil, porque quedamos atados a buenos momentos del pasado, deseando que vuelvan a repetirse y en la esperanza de que suceda, alargamos indefinidamente un final predecible.
Puede tratarse de una relación sentimental, una amistad, un trabajo, no importa.
Decir adiós es el final de un camino, donde con hechos que se van sucediendo, de a poco vamos entendiendo que la situación de hoy no es la de ayer, que las cosas cambian, y esperar que todo sea como ya no es, es perdernos de lo que pueda llegar nuevo y bueno para nosotros.
Decir adiós implica ver lo que es y aceptarlo, y luego tener el valor de preguntarnos: ¿Es esto lo que quiero para mí?; y quedarnos solo si la respuesta es “sí”.
Decir adiós es una forma bonita de decirnos a nosotros mismos: “Yo creo en vos”; porque tomamos esa decisión a pesar de los miedos que siempre aparecen, las dudas si estamos ante la última posibilidad, el temor al fracaso, a la soledad o a la ausencia de una nueva oportunidad.
Decir adiós es saltar por sobre eso y poder decidir libremente; que lo único que cuente es cómo nos sentimos ante la situación que vivimos y qué nos gustaría sentir, sin dejar que nada más interfiera en nuestra decisión.
Decir adiós es tener la capacidad de sentirnos vulnerables para dejar salir todo el dolor que nos produce terminar algo que creíamos sería para siempre, o hasta que nos jubiláramos, o hasta un tiempo determinado; pero por alguna razón, ese adiós llega antes.
Implica también poder separar cosas, entender que no todo ha sido malo, que muchos momentos son como regalos, que hemos crecido y aprendido, pero que ya llegamos al final de un camino.
Saber decir adiós tiene un plus adicional. Es la valentía de poder hacernos cargo de nuestra parte de responsabilidad, la grandeza de no guardar rencor, la entereza de poder poner en palabras nuestros motivos hablando desde el corazón, y es tener la fuerza para poder mirar hacia adelante, con los ojos llenos de ilusión.