Un 7 de septiembre, 200 años atrás, el príncipe regente Pedro de Braganza, que gobernaba el territorio de Brasil en nombre de su padre, Juan VI de Portugal, pronunció el famoso “Grito de Ipiranga”, declarando la independencia de ese enorme país, el quinto en dimensiones en el mundo.
Dice la crónica histórica que, a diferencia del resto de las naciones de este continente, su separación de la metrópoli colonial no fue traumática, sino negociada en el seno de la familia de Braganza, que entre 1808 y 1821 había hecho de Río de Janeiro la capital de sus vastos dominios que incluían, además de Brasil y Portugal, las colonias en África y en el Medio y el Lejano Oriente.
En ello radica una de las razones del diferente desarrollo histórico del Brasil en comparación con sus vecinos del continente: siempre elaboró y ejecutó sus políticas de todo orden (con aciertos y errores, por supuesto) desde sí mismo, desde sus necesidades y posibilidades y estableciendo relaciones en un pie de igualdad con el resto del mundo.
Dijo Arturo Jauretche que los brasileños tuvieron el buen tino de adecuar el sombrero a la cabeza y no al revés.
Al mismo tiempo, se convirtió en un defecto: Brasil al independizarse no se convirtió en una república, como el resto de los países de la región, sino en una monarquía. El primer jefe de Estado fue el emperador Pedro I, originalmente príncipe heredero de Portugal.
La élite blanca consideraba que la explotación y la represión de otros seres humanos era su derecho, y esta mentalidad ha seguido siendo una característica de la élite brasileña hasta nuestros días.