María Kosak Slobodianiuk (88) llegó desde Polonia siendo muy pequeña. Junto a sus padres, Ana Mazurek y Felipe Kosak y a sus hermanos, Wladimiro y Raisa, salieron desde el pueblo de Jakimowce, en Volynia, y se embarcaron en el barco de vapor de pasajeros “Kosciuszko”. Sin tener idea del panorama con el que se encontrarían al arribar, navegaron casi cuatro meses hasta llegar a Buenos Aires, a fines de 1937. Ese fue el último viaje del barco que, después pasó, a pertenecer a la flota inglesa que ayudaba en las tareas de rescate, y fue desguazado en 1956.
Julio, el hijo de María, confió que su mamá tenía apenas cuatro años cuando arribaron a nuestro país y “ella era la más chica de la familia compuesta por los abuelos y dos tíos. En esa época el nacismo era fuerte en Europa y ellos entendían que Polonia era la perla que todos querían. Sabían que en cualquier momento Adolf Hitler iba a tomar la decisión tan temida”. Como ya la bisabuela de Julio había fallecido durante la guerra ruso-japonesa, decidieron salir del país para no correr la misma suerte. Además, Felipe tuvo una visión: “que tomara a los hijos y que se vaya al Sur, que saliera de ese lugar porque se venía la guerra”.
Apenas María pisó el suelo argentino, personal de Migraciones le regaló un patito de goma. Como tantos otros, la familia se instaló en el Hotel de los Inmigrantes, en Puerto Madero, donde permaneció hasta tanto se resolvió la situación. Julio relató que un día fueron a comer con unos amigos, también inmigrantes, y la abuela Ana, que era una mujer muy sufrida, que se crió en un convento porque era huérfana de padre y madre, observó el derroche de alimentos que había en la Argentina de ese momento. Fue entonces que pidió a su esposo, que pudieran instalarse en un lugar “donde estas cosas no pasen, donde la tierra sea limpia, sin derramamiento de sangre, sin torturas, sin guerras”. Y fue, entonces, que les ofrecieron como destino: Chaco, Córdoba o Misiones, y llegaron en tren hasta la tierra colorada. También aquí se instalaron en un hotel del barrio El Palomar, de Posadas, mientras el abuelo Felipe se puso a gestionar un terreno para instalarse con la familia, hasta que consiguió un lote de 12 hectáreas y media en el municipio de Villa Bonita, a unos veinte kilómetros de Oberá.
María recuerda que las tierras pertenecían a “un brasilero, pero ahí no había nada de nada, sólo una precaria vivienda que cuando llovía daba lo mismo estar adentro que afuera”.
En casa “se pusieron a pensar qué iban a hacer porque trajeron a tres hijos chiquitos, y empezaron a trabajar en la chacra. Mamá junto a papá comenzaron a cortar los árboles con esa sierra larga, negra, que la tengo acá”, dijo señalando la cabeza con ambas manos. De esta manera, después de esa limpieza de terreno, pergeñaban el rozado, el potrero, y buscaban la manera de plantar algunas especies que pudieran producir “para poder comer, porque venimos con muy poca plata”.
Es que los padres de María no vendieron la casa que tenían en Polonia, donde su papá era fabricante de tejas para viviendas. “Vivíamos junto a los abuelitos, así que les dejaron la propiedad, y vinieron con muy poquita plata. Eran 500 zloty, que serían unos cien dólares de hoy, y con eso no podían hacer nada grande”. En un primer momento, plantaban zapallo, sandía, melón, pepino, remolacha, que es un tubérculo que se comía mucho en Europa. Con el paso de los meses, se hizo un galpón de grandes dimensiones, que un día se prendió fuego, se quemó en su totalidad, y tuvieron que levantar otro de nuevo. Más tarde, compraron una vaca, unos pollos, y Felipe empezó a vender esos productos en Oberá. Con eso iban progresando. “Íbamos creciendo, estábamos cada día un poquito mejor. Mamá vendió todas las cosas hermosas que trajo de Europa, porque allá ellos estaban económicamente bien”, agregó.
Tan agradecido se mostró el matrimonio con este país, que lo primero que hizo fue “prohibir a los hijos que habláramos en el idioma materno, porque como venimos a la Argentina, adoptábamos ese país para nosotros y teníamos hablar en español, el idioma donde vivíamos”. Esa era la norma. Pero no había en el lugar una escuela para que cumplimentaran sus estudios.
Fue entonces que se juntaron los vecinos y levantaron una escuelita de madera en un predio que estaba limpio y fuera donado por uno de los pobladores, construyeron bancos y pupitres, y gestionaron la presencia de maestros, uno de ellos, Miguel Moreira, fue convocado mientras estudiaba abogacía en Córdoba. Y un día, “empezamos a ir a la Escuela 306 de Villa Bonita, pero antes que todo, mis padres nos juntaron y nos dijeron: estamos en este país, ustedes tienen que respetar primero la bandera, el escudo, las autoridades, a los mayores, ese es el primer mandato. De ahí empezamos a ir a la escuela por un camino que se perdía dentro del monte. Con orgullo debo decir que siempre fui muy buena alumna y que fui abanderada cuando participamos del desfile en ocasión de la visita del presidente Edelmiro Farrell”, recordó la madre de Daniel, Julio y Daniela, quienes le “regalaron” ocho nietos: Agustina, Tomás, Belén, Juliana, Santiago, Isabella, Paula e Ilheus.
Descubrimientos
Entre las anécdotas de niña, María relató que un día su mamá la mandó a comprar sal a un pequeño almacén que estaba cerquita de la chacra de la familia. “Voy corriendo cerca de un monte y, de golpe, me doy cuenta que había un yaguareté descansando sobre un árbol, y que me observaba desde arriba. Volví corriendo y, del susto, creo que en un minuto estaba de nuevo en casa. Pasando un tiempito, nos enteramos que a ese animal lo mataron los vecinos”.
En otra oportunidad, iba al mismo almacén cuando “me encuentro con la víbora de coral, que es de todos colores, y me pareció tan linda que me la quería llevar, pero cuando el ofidio reaccionó, volé a casa. Después supe que su mordedura es mortal”.
En ese “hermoso potrero, al que mi padre dio forma, empezamos a tener vacas, pero era un espacio limpio, porque en casa era todo muy limpio, y entonces nos juntábamos todos los vecinos, hijos de los Siekan, los Pauluk, los Kukil, entre otros, y jugábamos a la mancha, al escondido, bajo la luz de la luna. Éramos una juventud sana, corríamos de acá para allá y no pasaba nada. También íbamos al arroyo a pescar lambarí, y lavábamos la ropa en el tajamar y la secábamos en la grama. Así, un día, me encuentro con una víbora grande, grande, que estaba debajo de la tabla”, rememoró.
La vida en la ciudad
Después llegó el momento en el que el Gobierno permitió a los inmigrantes que tuvieran 25 hectáreas de tierra que comenzaran a plantar yerba mate, pero “como nosotros teníamos un poco menos, nos dedicamos a la plantación de tabaco, una variedad que tenía unas hojas verdes, hermosas, pero antes de ir a la escuela, bien temprano, teníamos que agarrar una latita con un poco de kerosene y juntar en ella unos gusanos blancos que invadían a la planta. El tabaco nos daba un trabajo de locos. A cambio, papá nos daba unos centavitos para que compráramos caramelos”.
Al mismo tiempo, se continuaba con la plantación de sandías, melones, pepinos, y la cría de pollos, para la venta. “Papá se había comprado un autito y llevaba esos productos hasta Oberá, para venderlos. Así, encontró un terreno y construyó una casa de madera, adonde se mudó primero mi mamá junto a mi hermana mayor. Los más chicos quedamos en la chacra porque teníamos que ir a la escuela. Y así, luchando y luchando. Varios fines de semana, en compañía de mi hermano, caminamos veinte kilómetros desde Villa Bonita para ir a ver a mamá. Más tarde, papá fabricó una especie de colectivo y realizaba viajes y, un tiempo después, fuimos todos a vivir a la ciudad”, comentó, como reviviendo esos momentos.
Acá nacieron cinco hermanos: las mujeres, Teófila, Ana y Luisa, se recibieron de maestras al igual que Pablo. También Luis, que se quedó a ayudar en la chacra, por lo que sólo pudo terminar la escuela primaria.
Sus tres hijos: Daniel, Julio y Daniela, le “regalaron” a María, ocho nietos, que son su debilidad y de los que habla maravillas: Agustina, Tomás, Belén, Juliana, Santiago, Isabella, Paula e Ilheus.
Ana era modista y enseñó a coser a María. Cuando era más grande, se inscribió en la Escuela Profesional de Mujeres “7 de Mayo” pero “no nos entregaron el título porque después supimos que no estaba inscripta en el Ministerio de Educación. Entonces tuve que trabajar de forma particular”.
Después fue cajera, vendedora de comercio, hasta que la convencieron que pusiera un negocio propio. Entonces iba en tren o en hidroavión hasta Buenos Aires para hacer las compras. “Así empecé a trabajar, y seguí hasta hace poco, en las buenas y en las malas”, aseguró. Por su desempeño y responsabilidad, “me buscaban de los distintos comercios. En una ocasión tuve a mi cargo 17 empleados, entre ellos un hombre grande. En esa época se vendía mucho a Brasil, siempre en el rubro indumentaria”.
Acá nacieron cinco hermanos: las mujeres, Teófila, Ana y Luisa, se recibieron de maestras al igual que Pablo. También Luis, que se quedó a ayudar en la chacra, por lo que sólo pudo terminar la escuela primaria.
Nueva vida
Julio Norman Sauer trabajaba en Posadas en la casa Imlauer, y llegó a Oberá como gerente de un comercio de venta de neumáticos.
Padre de dos hijos, se hizo amigo de Felipe, mediante quien conoce a María. Según Julio, “primero hubo un encontronazo, porque un alemán con una polaca era una cosa muy extraña. Pero se fueron a Uruguay y se casaron en Montevideo. A su regreso, papá instaló en Oberá su propia gomería, y mama tenía su negocio. A fines de los 60, época en que comenzaron los grandes conflictos, una serie de problemas económicos, papá cerró su gomería y puso una pizzería”. Ya habían nacido los tres hijos, y por los avatares del país, “terminamos viniendo a Posadas donde papá negoció con su padre, German Sauer y mi abuelo Felipe, que le prestaron dinero para que empezara a trabajar con un camión, y en 1972 comienza desde abajo en este rubro”.
Ya en la capital de la provincia, se establecieron en El Palomar. “En ese momento mamá, una comerciante de toda la vida, hizo un impasse para poder criarnos, y fue nuestra mamá. Papá trabajaba solo y ella se dedicó a la familia, a nosotros, mandándonos a la escuela primaria, a la secundaria, y teníamos los martes mágicos que era cuando la abuela Ana venía de visita. Con ella había fiesta”, dijo entre risas, y haciendo alusión a lo estricta que se ponía María cuando debía poner orden entre los chicos.
Añadió que “la gente progresa cuando trabaja, y en los 80, mis padres decidieron poner una tienda chiquita, frente al Montoya, se llamaba KS Deportes, de venta de zapatillas, y fue creciendo”. A lo que María acotó que inmediatamente “pasaron muchas cosas, se casaron los hijos, le pusimos un negocio a cada uno, pero la situación económica comenzó a complicarse con los sucesivos gobiernos. Y tuvimos que cerrar, con el agravante que mi esposo falleció muy joven en un accidente de tránsito”.
Para Julio Sauer, “la vida de mamá es un ejemplo. Fue una mujer que desde los trece años se dedicó a trabajar. Ahora que tiene posibilidades de viajar al exterior, no lo quiere hacer porque quiere a este país. Siempre nos decía, ‘yo amo a mi país, quiero a mi país’”. Y esas expresiones le hacen recordar a su “familia polaca”. Confió que durante el Mundial 78, después que Argentina jugara el partido contra Polonia, llegó el abuelo Felipe, y lo primero que dijo fue: “¡cómo le ganamos a esos polacos! Cuando él era polaco y con el acento propio de su país, pero ellos amaban a la Argentina. Los abuelos les inculcaron eso y ella, a esta altura de la vida, prefiere quedarse acá con su jubilación de miseria, en lugar de irse”, analizó, orgulloso de su madre. Las tradiciones tampoco se mantuvieron en la familia, sólo las comidas como “el borsch, varenike, jolodech”. Para Julio, la comida polaca “es sagrada. Ahora comemos mucho porque aprendí a prepararlas y a cocinarlas”.
A pesar de tener familiares en el exterior, María nunca viajó a Europa. “Amo a la Argentina, para mí es el país más lindo, con esa variación de personas, con todas las colectividades. Mi mamá cuando llegó, besó la tierra, y siento lo mismo. Cuando llegamos acá era tierra colorada, limpia, los árboles limpios. Conocí casi toda la Argentina. Tal es así que no conozco Europa porque para mí primero era Argentina”, acotó.
Sostuvo que la Primera Guerra Mundial “fue terrible”, entonces para su mamá, “Argentina era todo, era palabra mayor. Tal es así que soy polaca y no quisieron que aprenda el idioma polaco. Tenía que saber el idioma donde vivía y querer a este país. Y ahora camino y veo a la gente argentina que no se detiene cuando izan o arrían la bandera. Ahora no hay respeto, cuando en mi época nosotros teníamos que parar hasta que la bandera desaparezca. Esos ejemplos también les enseñé a mis hijos”.
Julio celebró que los Kozak “son personas decentes, trabajadoras, luchadoras, que no deben nada a nadie. Todas en algún momento cayeron y todas en algún momento se levantaron”. Y el abuelo materno, Pablo Mazurek, “fue un personaje importante en Polonia, fue capitán del Ejército, murió en la guerra ruso japonesa cuando su hija Ana tenía tan solo un año”. Al año siguiente, su esposa, Teófila, se deja morir de tristeza. Entonces, por un tiempo, “Ana se crió con su abuela que era muy viejita. A los cinco años termina en un convento para monjas de donde se escapa y tiene una linda historia con el abuelo Felipe. Lo escuchó cantar en una iglesia y se enamoró”.