Las turbulencias financieras, los errores económicos y una gran cantidad de medidas que se esperan pero que nunca llegan componen una tormenta perfecta en materia inflacionaria.
La “guerra” contra la inflación anunciada en marzo pasado por el presidente Alberto Fernández no sólo se está perdiendo dramáticamente en los hechos, con cada vez más sectores gravemente heridos de pobreza, sino que ya se está quedando también sin argumentos: el mayor aumento general de precios en las últimas dos décadas en Argentina, registrado este julio, llega un año después del final de los tiempos más duros de la pandemia, y en un contexto donde la guerra de verdad, la invasión de Rusia a Ucrania, encuentra a los dos países directamente involucrados en una situación inflacionaria cuatro veces mejor que la de Argentina, en el caso del agresor, y dos veces mejor en el del invadido.
Tan grave se volvió la situación de los precios en el país que el Gobierno, para detener la escalada, decidió sacrificar parcialmente las expectativas de crecimiento. No obstante, la fuerte suba de tasas de interés aplicada la semana pasada por el Banco Central también puede convertirse en una “bomba de tiempo” con graves daños colaterales a futuro, precisamente en el ámbito que se quiere atacar en el corto plazo: la inflación.
Pero es que así es la política argentina: un parche tras otro para ir tratando de tapar los anteriores errores, ajenos y propios. Ante la absoluta fragilidad económica del país, la política necesita estar a la altura de las circunstancias y afrontar cambios estructurales que por ahora parece que nadie está dispuesto a hacer, al menos cuando llega al poder.
Es por culpa de esa clase política acomodaticia que nada permite avizorar mejoras a una sociedad cada vez más hastiada, como reflejan todos los estudios de opinión pública. Así, ya casi nadie se pregunta cuándo será la salida de la crisis, sino cuándo será la próxima (y eventualmente mayor) implosión económica del país.
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