La “bala en la recámara”, la “bala de plata”, la última bala… diferentes formas de decir que algo se agotó y que se recurrió a lo única y última opción. Sergio Massa representa eso para el oficialismo y también para sí mismo. Incluso hoy sigue siendo resistido en algunos sectores del FdT, pero todos entienden que es necesario torcer el rumbo de colisión en el que está embarcado el país.
Massa es la “bala de plata” del presidente Alberto Fernández, a estas alturas el gran perdedor de la dinámica crisis en la que está sumida Argentina.
Ser “superministro” es, al mismo tiempo, la “bala de plata” del propio Massa, quien toma las riendas de la economía no por amor a la Patria, sino por sus propias aspiraciones presidenciales que jamás ocultó y que lo hicieron andar entre el oficialismo y la oposición en distintos momentos.
Si las cosas salen bien, quizás tenga allanado el camino para una eventual candidatura de cara a unas internas complejas en el Frente de Todos. Si falla, entonces su futuro político quedará seriamente comprometido.
Pero más allá de lo que Massa representa para sí mismo y para la coalición gobernante, termina siendo también la “bala de plata” de un país cuya sociedad sacrificó más de lo aceptable durante los últimos lustros.
Nos han corrido tanto el límite de asombro que comienzan a ser naturales los terremotos políticos como el de la semana pasada. No se debe perder de vista que la ya exministra de Economía, Silvina Batakis, no llegó a durar un mes en el cargo. Que Daniel Scioli dejó una embajada para dirigir un ministerio y que se vuelve a la legación diplomática a menos de un mes de haber asumido.
Eso que a los argentinos nos va pareciendo natural es una calamidad consecuente de las pésimas administraciones de los últimos años… que no se nos olvide.