“Todo era totalmente diferente”, manifestó la docente jubilada Ydalia Esquivel (75), al referirse a la época en que recibió el título y debió abrirse paso en la profesión. Su primera designación fue en la Escuela 38, de Picada Indumar, en el municipio de Dos de Mayo. La ruta provincial 7, que une a Jardín América con Aristóbulo del Valle, era de tierra, y “la transitábamos en una unidad de la empresa Klein. Desde el inicio del ciclo lectivo hasta las vacaciones de julio, volví a mi casa en una sola oportunidad porque en los días de lluvia el colectivo no pasaba o, de lo contrario, se quedaba a medio camino. Nos dejaba sobre la ruta 14, y había que entrar caminando otros cuatro kilómetros de tierra en caso que no tuviera para pagar a algún particular que te llevara. Casi siempre caminábamos”, relató.
“Una era joven, y era distinto”, insistió y, agregó que “todo era camaradería, mucho amor, mucha alegría, mucho trabajo. Todos colaborábamos”. Las escuelas, al igual que las casas en las que residían los docentes, eran de madera, totalmente precarias, sin tapajuntas, por lo que las hendijas entre tabla y tabla eran anchas, lo que hacía que “pasáramos un frío terrible. Cocinábamos sobre un calentador a kerosene hasta que llegó una cocinita”. Los alumnos venían de lejos, desabrigados, por lo que “no los podías tener en el aula”. Entonces se encendía una gran fogata en el lugar donde se calentaba la leche, a fin que recibieran un poco de calor porque “era mucho, mucho, el frío que sentían”. Los trabajos, las carpetas, se corregían a la luz de una lámpara tubo, en la que se encendía una mecha que se alimentaba de kerosene, y de las velas. Recién cuando aparecieron las lámparas a gas, “estuvimos un poco mejor equipados”. Por lo general, en todas las colonias se daban las mismas condiciones, no se contaba con energía eléctrica, menos aún con agua potable -por lo que se extraía de los pozos- pero “se trabajaba tan bien. Los padres eran colaboradores y se hacían grandes fiestas con la ayuda de la comunidad”, admitió Esquivel, quien es argentina por opción.
Su mamá, Simeona Araujo, falleció hace dos años, faltando un mes para cumplir 100. Tuvo diez hijos: Verónica, Mirna Antonina, Armando Nicanor, Ricardo Vidal, e Ydalia. Y Donato, Paul, Tito Antonio, Teresa de Jesús, y Carmen Griselda (ya fallecidos).
El mejor momento
En los últimos diez o quince años anteriores a acogerse al beneficio de la jubilación fue donde Esquivel se sintió más cómoda en su carrera. “Fue cuando se produjo ese cambio en la educación, porque antes era muy estricto. Hice toda la carrera prácticamente bajo el gobierno militar, en la casa también los padres eran exigentes, y nosotros trasladamos eso a las escuelas. Cuando hacíamos los cursos de la escuela nueva, hasta llegamos a decir: a la pucha, ¡qué mal hice esto! Pero había que tener la actitud de cambiar, de modificar, de ser mejores. Y se trabajó muchísimo mejor de esa manera. Por supuesto, que, teniendo una disciplina, sabiendo como encaminar a los chicos”, expresó. Y añadió que la tarea con los niños “es muy linda. Ellos nunca pierden esa capacidad de asombro y, por lo general, no existen problemas si se mantienen activos y motivados”.
“Cuando comencé, no se podía llevar pantalón largo; tomar mate, menos. Entonces cuando era directora, decía a las colegas: vamos a tomar mate, no hay problemas, pero en el recreo nunca de espaldas a los chicos porque ahí es donde se pierde el control. Es necesario estar con ellos, y trabajar mucho con la familia. Si a un papá, más allá de cualquier problema, lo citás y le hablas bien, se va a acercar, pero si le empezás a decir que se porta mal, asustas al padre y ya no quiere venir a la escuela. Es necesario aprender a trabajar con ellos. Ahí está el secreto de muchas cosas del trabajo docente, de acercarse a los papás, de conocerlos, hacer un diagnóstico de la familia. Eso es muy importante”, aconsejó.
Para Esquivel, el trabajo del docente “era muy sacrificado porque los recursos eran pocos y las comodidades eran mínimas, pero había que cumplir. Me gustan los cambios, es todo muy lindo, pero también hay que esforzarse. Y hacer que los chicos también sientan eso”.
Idas y venidas
Ydalia cursó parte de la primaria en la 284, que era la única escuela del municipio, y siguió en Tarumá, cerca de Montecarlo, porque su papá, Matías Esquivel, era oficial tornero de la laminadora Heller y trabajaba en una fábrica que después se trasladó a esa localidad, por lo que el hombre debió llevar consigo a la familia. De regreso a Jardín América, volvió a la 284. Después de pasar por el colegio de las hermanas “Siervas del Espíritu Santo”, de Puerto Piray”, continuó en la Escuela Normal “Estados Unidos del Brasil”, de Posadas, y más tarde en el colegio “Santa Teresa de Jesús”, de Buenos Aires, donde se recibió de docente. Se puso a trabajar en un comercio y en una farmacia, hasta que regresó a la tierra colorada e inició su carrera, en 1970, en Picada Indumar. “Antes las designaciones no eran como las actuales, teníamos que ir a la Junta de Clasificación y esperar durante meses para que nos designen un lugar”, dijo, en alusión a su primer destino, donde fue seleccionada para realizar el Censo de 1970. “Durante un día de lluvia, sola y a pie, tuve que recorrer una colonia en la que las chacras están alejadas, una de otra. Por suerte, no había peligro, pero, ya de noche, volvía con mucho miedo”, acotó.
Ydalia definió a Kozache -de cuya muerte se cumplirán 25 años en octubre- como “un compañerazo. Era muy especial, una persona de mucha paz y de una sola palabra. Si te decía no, era no. Era estructurado, tenía sus horarios”.
Durante 1972 y 1973 se desempeñó en la Escuela 466 (ex 1066) “Cornelio Saavedra”, de colonia Las Quinientas, donde el director era Juan Alfredo Kozache, que luego fue su esposo. Quedaba en casa de Miguel y Ana Pauluk, que le alquilaban una habitación.
En 1974, fue designada en la colonia Sol de Mayo. Luego la titularizaron en la Escuela de Arroyo Bonito, donde estuvo entre 1976 y 1977. Más tarde, llegó a la Escuela 204 -ahora 643- “Hugo Wast”, donde permaneció hasta 1987, y en 1988 la trasladaron a la Escuela 728, donde ocupó cargos de maestra, directora y vicedirectora, hasta jubilarse, el 1 de agosto de 1996.
“Yo amé mi trabajo, porque, para mí, por sobre todas las cosas, te tiene que gustar lo que hacés. Falté muy pocas veces, porque el chico espera a su maestro. Para el niño, cuando llega a la escuela, es una gran cosa tocar el delantal o decir ¡hola maestra! Y que le devuelvas el saludo y le toques la cabeza. Eso no se sentía antes del cambio que se produjo en los últimos tiempos. Y sentir eso es hermoso. Incentiva al chico, y te alegra a vos”, comentó quien, después de jubilada, seguía encontrando debajo del portón notitas -que aún conserva- con la leyenda “maestra te queremos”.
Aseguró que, si tendría que elegir, “volvería a ser maestra y trabajaría mucho mejor porque aprendí muchas otras cosas y porque me encanta la docencia. Me gusta el avance que hubo, pero me parece que hace falta dar un poco más de la parte humana, la dedicación, el contacto con los padres. Y yo, se ve que hice bastante bien las cosas, para que el vínculo permanezca. Tengo mucha llegada con los que eran mis alumnos, a pesar que no recuerdo el rostro de todos, y me sigan llamando señorita”.
Ya jubilada, la docente de educación física, Mónica Feltan, “me preguntó cómo hice para estudiar en aquella época, y recién ahí empecé a rebobinar. Y que difícil era. Mis papás me acompañaban al colectivo, pero no sabían si llegaba o no a destino. Recomendaban al chofer que me bajaran en tal parte. Con esa pregunta, volví a recordar todo lo que me pasó y lo que era. Fui muy bendecida porque la gente me ayudó mucho, y a mí me gustaba estudiar”.
Su gran amor
Kozache nació el 21 de junio de 1942 en Picada León, Leandro N. Alem. Se recibió de docente y antes de ejercer, prestó el Servicio Militar (en la época se ingresaba con 20 años). Aun estando bajo bandera, se trasladó a Jardín América, en 1963, y comenzó a trabajar como maestro de grado en la Escuela 465, de colonia Primavera. Luego fue trasladado a colonia Las Quinientas, donde prestó servicios como director y maestro de grado en la Escuela 466. En este lugar fue parte de la familia de buena parte de los colonos, con quien mantenía una relación de amistad entrañable. Con su Ford Falcon de color azul, no hubo mal tiempo que lo detenga, a la hora de acercar al pueblo, distante a unos diez kilómetros, por calles de tierra, a algún enfermo, a un herido o alguna parturienta. De sonrisa amplia, era un poco psicólogo y consejero. Se interesaba por el estado de sus alumnos, y en los recreos, se metía entre ellos y pateaba la pelota.
Cuando se aproximaban las fiestas patrias, se organizaba el acto, la kermese y el baile. “Se abocaba de lleno, y no podías contar con él durante esa semana en la que asistía a quienes debían preparar el terreno, perfilarlo y cortar los espetos para hacer el asado, entre otras actividades. Por eso es que jamás lo molesté, por el contrario, siempre trataba de colaborar en lo que podía”, contó.
Era docente porque le gustaba, y trabajó siempre en la colonia, con todas las costumbres antiguas. Se recibió en la Escuela Normal de Leandro N. Alem, municipio en el que residían sus padres, Antonio, y María Botiuk, ambos descendientes de ucranianos. También sus hermanos Antonio y Vicente (fallecidos), y Clara Rosa, también docente, que vive en Posadas.
“Kozache amaba a su trabajo, y quería mucho a su escuela. No faltaba nunca, al punto que el supervisor Ávila le dijo: ‘No hagas eso, porque cuando te mueras, ni un monolito de barro te van a levantar’”.
A modo de anécdota, la protagonista de esta historia citó que, generalmente, su esposo se sentaba en un sillón del living y admiraba un cuadro que retrataba la ceremonia del casamiento con Ydalia. “Cualquier cosa, vos mirá allá, me decía. Cuando él falleció, quedé muy mal. Al mes, falleció un hermano, a los dos meses, otro, y papá, antes de los seis meses. Estaba deprimida, tenía la casa cerrada y venía mi amiga y colega (ya fallecida), Corina Teresa Betancur, y abría todas las ventanas. Más tarde, una hermana me llevó a Buenos Aires, donde me recuperé. Y la foto me ayudó. De regreso, volví a casa después de hacer unos trámites y me puse a llorar amargamente. Miro la foto y recordé de lo que él me había dicho. Y dejé de llorar automáticamente”.
Además de su actividad docente, formó parte de la Fundación de la Cooperativa de Productores Yerbateros de Jardín América Limitada, ejerciendo funciones de secretario y como síndico. Falleció el 18 de octubre de 1997. Por ordenanza 2375/17, una calle de Jardín América llevará su nombre en el barrio Los Nocheros – 20 Viviendas.