Por: Paco del Pino
A ver si les suena: “Un demagogo patriotero arengando a una multitud extasiada; hileras disciplinadas de jóvenes en marcha; militantes que visten camisas de color que pegan a miembros de alguna minoría demonizada”. Cualquier parecido con la realidad argentina es una mera coincidencia: se trata de una breve descripción de Robert Paxton en su “Anatomía del fascismo”, donde disecciona uno de los fenómenos políticos más relevantes e inquietantes del siglo XX… y de lo que llevamos del XXI.
“Otro supuesto rasgo esencial del fascismo es su talante anticapitalista y antiburgués. Los primeros movimientos fascistas pregonaban su desprecio a los valores burgueses y a los que sólo querían ganar dinero, denostaban el capitalismo financiero internacional (…) Pero cuando adquirieron poder, no hicieron nada por cumplir estas amenazas anticapitalistas. No modificaron en ningún caso la jerarquía social, salvo para catapultar hasta posiciones elevadas a unos cuantos aventureros”, agrega Paxton.
Y también: “Amplió los poderes del Ejecutivo -partido y Estado- con el propósito de conseguir un control total. Finalmente, liberó emociones agresivas hasta entonces desconocidas. Pretendía apelar sobre todo a las emociones mediante el uso de ceremonias rituales cuidadosamente orquestadas y cargadas de una intensa retórica (…) No se apoya en un sistema filosófico elaborado, sino más bien en sentimientos populares (y en) la unión mística del caudillo con el destino histórico de su pueblo”. Para ello “necesitan un enemigo demonizado contra el que movilizar seguidores”.
¿A qué viene todo esto? A que, si las ideologías han muerto como propugnaba Francis Fukuyama, ha sido por homicidio en tercer grado, fundamentalmente con dos armas: la suplantación de las ideas por los hechos que se derivaron de ellas (más indirecta que directamente) y el “secuestro” discursivo de movimientos ideológicos que se convierten en disfraz para otras ideologías menos seductoras.
Hoy es Primero de Mayo, una fecha íntimamente vinculada a las luchas gremiales por la jornada laboral de ocho horas y al proceso y condena de ocho dirigentes anarquistas, a los que la historia recuerda como “los Mártires de Chicago”. Es decir, una efeméride de pura cepa sindical, en origen y también en la narrativa que nos contamos hasta nuestros días. Y ahí es donde empiezan los problemas.
Porque al fin y al cabo, pese a lo que suele predicarse, los derechos nunca se conquistan: siempre los otorga alguien. Las luchas populares o políticas para alcanzarlos son apenas un aporte más o menos decisivo según el caso, como demuestra la triste historia que da lugar a la icónica fecha que conmemoramos hoy (ver “Los porqués del Primero de Mayo”).
El proletariado necesitó de dos burgueses deconstruidos para que se visibilizaran sus penurias y se reconocieran sus necesidades. Y las minorías étnicas nunca habrían recuperado terreno hacia la igualdad racial si el “hombre blanco” no se lo hubiera concedido. La presión social puede ser importante, pero siempre la de los grupos dominantes, ya sea que éstos la ejercen en conciencia o por miedo a lo que se pueda desencadenar desde abajo.
Por eso, no es del todo incierto eso que suele escucharse -y discutirse, a partes iguales- respecto a que gracias a tal político tenemos descanso dominical o cobramos aguinaldo. No es del todo cierto, tampoco, ya que queda la sensación de que, por el momento histórico y el contexto social, cualquier otro que hubiera ocupado ese lugar habría tomado la misma decisión, y no por eso sería mejor ni peor, ni más o menos progresista.
Por esas contradicciones de la historia, poco tiempo después de los sucesos que dieron lugar al Primero de Mayo como Día de los Trabajadores, el sindicalismo se convirtió en el principal rival del socialismo entre la clase obrera en la Europa de antes de la Primera Guerra Mundial.
Mientras que la mayoría de los socialistas estaban organizados en partidos electorales que competían dentro del sistema político en busca de reformas parciales a la espera del prometido “fin del capitalismo”, los sindicalistas rechazaban esas “medias tintas” a las que obliga la acción parlamentaria y trataban de tumbar el sistema imperante por la vía revolucionaria.
De este modo fue como el sindicalismo se alineó bajo los movimientos fascistas en Italia y Alemania, donde la “izquierda democrática” se fue diluyendo e incluso se convirtió en “carne de cañón” de las nuevas masas populares. Y la misma incapacidad de ponerse de acuerdo entre socialistas y comunistas frente al fascismo derivó en su derrota en la Guerra Civil española.
En el fondo, cada vez que las ideologías se fueron ejecutando en forma de políticas, se fueron vaciando de ideas. Por eso lo más habitual es que se confunda una ideología con las aplicaciones que de ella se fueron dando en la práctica. Es decir, no se entiende al comunismo como el corpus teórico iniciado por Marx y Engels (y continuado por muchos otros) sino en los sistema que en su nombre impusieron Stalin, Mao o Fidel Castro.
Otros condenan livianamente al liberalismo entendiéndolo no como el sistema de equilibrios, derechos y obligaciones ideado -cada uno por su lado- por John Locke y Adam Smith, sino por el capitalismo salvaje que maximizó de ese ideario lo que lo beneficiaba y borró por completo lo que no.
El nacionalsocialismo no difiere mucho del movimiento nacional y popular vernáculo, que de hecho se puede decir que es tanto o más “socialista” que el “original” alemán.
El supuesto rechazo al fascismo se nutre hoy de un elemento clave de la propaganda fascista: la imagen del dictador omnipotente, que personaliza el horror y de esta forma brinda una coartada a quienes lo aprobaron o toleraron, y desvía la atención de las personas, los grupos y las instituciones que lo ayudaron. Culpar a Hitler y a un puñado de jerarcas nazis de las atrocidades de los años ‘30 y ‘40 -en lugar de poner el foco en todo el entramado que sostuvo en el poder a ese sistema- nos tranquiliza como especie, ya que no fue el “ser humano” el que las cometió, sino apenas un grupo de outsiders, un par de manzanas podridas en el cajón.
Sin embargo, siguiendo a Paxton, “los movimientos fascistas sólo podían desarrollarse con la ayuda de gente ordinaria, de gente incluso convencionalmente buena. Nunca podrían haber llegado al poder sin la aceptación activa de las élites tradicionales, de jefes de Estado, dirigentes de partidos, altos funcionarios del Gobierno. Los excesos del fascismo en el poder exigieron también amplia complicidad entre los miembros del orden establecido”.
Por su parte el anarquismo, ese inquietante desconocido, cosecha un rechazo mayoritario a raíz de su proclama de la ausencia de poder. Sin embargo, anarquía no es hacer cada uno lo que quiere, sino lo que debe. Según el ideario anarquista, las obligaciones tienen un peso moral mucho mayor que los derechos, de forma que si cada uno hiciera lo correcto, no haría falta un poder que obligue a hacerlo ni que “proteja” a unos de otros. Los poderes reguladores de las sociedades, siguiendo esta línea argumental, sólo son necesarios porque para la mayoría es mucho más cómodo exigir derechos (frente a otros) que hacerse cargo de las obligaciones (por el otro).
Esa pereza, sumada al miedo que genera el concepto erróneo de vacío de poder, determinan el rechazo in limine de una ideología que, en el fondo, no pasa de ser una utopía difícilmente aplicable a gran escala (de hecho, son incompatibles los conceptos de anarquía y sistema político) aunque haya tenido éxitos parciales en ámbitos reducidos, como los kibutz israelíes.
Paralelamente, que sean judíos los que más se han acercado a una sociedad anarquista, siendo que el ideario de la extrema izquierda lleva décadas contaminado de antisemitismo (por razones casi banales), representa un contrasentido similar al hecho de que la aplicación práctica más fiel hasta ahora del comunismo bien entendido haya sido el modelo de familia occidental y cristiano, donde la cabeza provee los recursos de un hogar donde cada uno aporta en función de sus posibilidades y recibe según sus necesidades, sin que -por ejemplo- el niño cobre por ordenar su pieza ni el abuelo tenga que pagar por la comida que le dan.
En definitiva, con este sobrevuelo no se trata de evaluar el sabor de la mortadela, sino de distinguirla del salchichón con jamón. Porque si nos dan a probar la mortadela pero nos dicen que es salchichón, nunca conoceremos qué gusto tienen. Ni la una ni el otro.
Teóricamente, en el plano estricto de las ideas, no es condenable el pensamiento nazi, independientemente de que ese pensamiento haya dado lugar a terribles atrocidades, porque éstas son producto de acciones tomadas por personas no a causa de las ideas, sino sólo en su nombre. De lo contrario, habría que condenar a toda la fe cristiana a causa de que haya sacerdotes o pastores que abusan de menores, siendo que el ideario de esa religión no contempla (ni tolera) la práctica de la pedofilia. Ni hablar del infeliz tratamiento que se ha dado al islamismo en las últimas décadas a causa del (o con la excusa del) talibán y otros extremismos.
En abstracto, no está mal pensar como uno piensa, siempre que quede en el terreno de las ideas o que, al ponerlo en práctica, respete plenamente ciertos derechos universales. Lo que no está bien es disfrazar lo que uno piensa bajo la careta (o el nombre) de una ideología más amable, o más aceptada, o que dará más rédito social o político.
En la España de la década de 1990, en plena decadencia del gobierno de Felipe González, se hizo muy popular el chascarrillo de que a su Partido Socialista Obrero Español (PSOE) sólo le quedaba la P, porque había dejado de ser todo lo demás que propugnaba cien años antes.
El mismo concepto se podría trasladar a Argentina al visualizar cómo la UCR apenas conserva la C de cívica, porque radical hace tiempo que no es y lo de “unión” pues… Más complejo es el caso del PJ, donde la ambigüedad del concepto de justicialismo llevaría a una polémica inconducente. Pero acaso el ejemplo más palpable sea el del movimiento “libertario”, que deliberadamente confunde libertarismo con liberalismo, siendo en esencia su opuesto, ya que defiende el pleno individualismo materialista y la única estructura que combate es el poder político; mientras que la verdadera matriz del libertarismo es colectivista y universalista, y por eso rechaza cualquier tipo de sistema impuesto, incluido el económico tan venerado por los autoproclamados “libertarios”.
Una vez más: no se juzga si la mortadela o el salchichón con jamón son sabrosos o no; se trata de analizar qué gusto tiene cada uno. Y también la paleta, si vamos al caso.
Los porqués del Primero de Mayo
El 20 de agosto de 1886, el inglés Samuel Fielden, los estadounidenses Albert Pearson y Oscar Neebe y los alemanes Auguste Spies, Adolf Fischer, Louis Lingg, George Engej y Michael Schwab fueron sentenciados a morir en la horca por un tribunal que -según pudo comprobarse años después- actuó con parcialidad.
Pearson, Spies, Fischer y Engel fueron colgados simultáneamente el 11 de noviembre de 1887 en el patio de la cárcel de Chicago; Lingg se suicidó -o lo mataron- el día anterior a la ejecución por la explosión de un cartucho de dinamita; y a último momento se conmutaron por prisión perpetua las penas de Fielden, Schwab y Neebe, quienes el 26 de julio de 1893 fueron liberados tras una investigación que determinó su inocencia y la naturaleza política del fallo.
La histórica fecha del 1 de mayo, sin embargo, no coincide con ninguna de las que jalonaron dicho proceso, ni tan siquiera con el día en que comenzaron los disturbios de los que fueron falsamente acusados.
En realidad, la efeméride conmemora el día de 1886 en que -de acuerdo a lo dispuesto en un congreso obrero a fines de 1884- debía comenzar a regir la jornada de ocho horas para todos los trabajadores de empresas privadas norteamericanas, ceñidos hasta ese momento a once horas diarias.
En Estados Unidos los gremios estatales habían conseguido la jornada de ocho horas en 1868. Los privados, en cambio, debieron aguardar a que terminaran los efectos de la crisis financiera de 1873 para aspirar a ello.
En noviembre de 1884, un congreso de la American Federation Trade (Federación Americana del Trabajo) realizado en Chicago dispuso que la jornada de ocho horas se hiciera efectiva para todos los trabajadores de ese país a partir del 1 de mayo de 1886 y advirtió, con un año y medio de antelación, que ese día comenzaría una huelga general que sólo tendría fin cuando se otorgara el beneficio.
El día llegó, el paro fue general y no hubo mayores trifulcas, pero advertidas por The New York Times y el Chicago Mail del “peligroso” antecedente que significaría ceder a las ideas anarquistas, muy pocas empresas acataron el mandamiento obrero de la jornada de ocho horas.
La violencia comenzó al día siguiente, frente a la fábrica de maquinarias agrícolas McCormicks (donde en febrero habían sido despedidos 2.000 empleados) cuando unos 8.000 obreros de la madera fueron a repudiar a quienes habían aceptado trabajar once horas.
Los manifestantes chocaron contra un piquete rompehuelgas de la compañía Pinkerton, la policía privada de los empresarios, y la jomada terminó con seis muertos y 50 heridos, todos del lado de los trabajadores.
Para repudiar estos sucesos, Pearson y Spies -editores de diarios anarquistas- convocaron a un acto que se realizó el 4 de mayo y que terminó con una brutal represión policial y un trágico saldo de muertos y heridos. Pero los organizadores fueron los responsabilizados por el hecho y dos semanas después comenzaba el proceso contra ellos.
Tres años después, el 14 de julio de 1889 -justo al cumplirse un siglo de la Revolución Francesa-, el Congreso Internacional de Trabajadores reunido en París resolvió, en honor a los “Mártires de Chicago”, declarar el 1 de mayo como Día Internacional de los Trabajadores.
En la Argentina comenzó a celebrarse en 1890, pero fue recién en la década de 1940 cuando la fecha adquirió reconocimiento formal. Curiosamente en Estados Unidos, donde se desarrollaron los hechos que dieron lugar a la conmemoración, el Día de los Trabajadores está fijado el 2 de septiembre.