Los tribunales y las encuestas electorales le dieron grandes alegrías en los últimos tiempos al expresidente de Brasil Lula da Silva, de 75 años. Su suerte cambió drásticamente el pasado 8 de marzo, cuando inesperadamente sus dos condenas por corrupción fueron anuladas por el Tribunal Supremo.
Durante los últimos meses otro puñado de casos en los que el líder del Partido de los Trabajadores (PT) era investigado por supuestas corruptelas han sido cerrados. El archivo de varias de las causas deriva de otro fallo judicial, el que declaró que Sergio Moro no había sido imparcial al juzgar al exmandatario.
Con la anulación de las condenas, Lula suma 19 victorias -según su defensa- y recuperó sus derechos políticos, pero todavía arrastra procesos judiciales.
El exmandatario suele recordar a menudo que, cuando surgieron las acusaciones contra él, pudo haberse refugiado en una embajada, o haber huido al extranjero, siguiendo la estela de otros mandatarios. Pero en ese tono épico que le caracteriza, añade siempre que decidió quedarse en Brasil porque era inocente y confiaba en la Justicia.
“La verdad vencerá”, ha sido su mantra desde las primeras sospechas. Siempre se mostró convencido de que era víctima de una persecución judicial y de que, al final, la Justicia le daría la razón.
“Sé que fui víctima de la mayor mentira jurídica en 500 años”, proclamó en el discurso de su regreso a la primera línea política celebrado el pasado marzo en la sede del sindicato de los metalúrgicos. Cuatro meses antes, había sido excarcelado junto a miles de presos gracias a un cambio de criterio del Tribunal Supremo.
Solo uno de los casos penales sigue abierto, explica su abogado, Cristiano Zanin, que recalca que “el 100% de los procesos” revisados hasta ahora han resultado favorables al expresidente.
“Lula fue condenado sobre la base de hechos indeterminados, sin tener en cuenta las pruebas de inocencia que presentamos en forma de peritajes, declaraciones y documentos”, afirma Zanin.
Moro, Bolsonaro y la cárcel para Lula
Llegó a estar inmerso en más de una decena de procesos simultáneamente en los tiempos más activos de la megainvestigación de corrupción Lava Jato, que por primera vez llevó a la cárcel a poderosos políticos y empresarios brasileños.
Condenado a 20 años, estuvo preso casi 19 meses, lo que le apartó de la carrera electoral que finalmente ganó el actual presidente, Jair Bolsonaro.
La independencia de Moro se vio muy perjudicada cuando aceptó entrar en el Gobierno. La difusión de los mensajes que intercambió con los fiscales del caso fue demoledora para el exministro de Justicia y Seguridad Pública de Brasil.
En carrera
Tanto Lula como Bolsonaro están en modo precampaña. El líder del PT está inmerso en conversaciones con múltiples sectores para buscar aliados en la izquierda, entre líderes regionales y en el centro, mientras los suyos calientan la calle reclamando la destitución de Bolsonaro.
Pero el ex presidente evita por ahora los baños de masas a causa de la pandemia y, en noviembre, tiene previsto visitar Europa. “Todo lo que construimos está siendo destruido”, advirtió recientemente el izquierdista en una rueda de prensa.
Bolsonaro, en cambio, centra su estrategia en el cara a cara con los electores, al tiempo que inaugura obras por todo el país.
La vacunación está muy avanzada, pero la economía sigue sin despegar (el último trimestre retrocedió), la pobreza aumenta y la inflación está disparada. El alza de precios ha alcanzado niveles inéditos desde que hace tres décadas Brasil dejó atrás la hiperinflación.
A un año de las presidenciales, Lula aventaja al mandatario de extrema derecha por unos 20 puntos en las encuestas, pero todavía es rechazado por más de un tercio del electorado, cifra alta pero menor a la del presidente derechista.