“Nada sobrevive a la monstruosidad y la voracidad del aparato cuando entra en crisis”, decía la introducción de una columna como esta de fines del mes pasado.
Hablaba del ya exministro de Educación Nicolás Trotta y de sus impresiones cuando ya llevaba días fuera de su cargo, un puesto que debió dejar sin querer y tras haber soportado como pocos un sinfín de desautorizaciones por parte del propio presidente de la Nación.
Decía entonces Trotta que “pensar que por lo que se haga en cincuenta días la sociedad votará de una manera distinta es subestimar a la gente”, una dura crítica hacia la estrategia oficial para revertir el resultado de las PASO.
Ayer fue el turno del excanciller Felipe Solá, quien rompió el silencio tras su polémica salida del Gobierno, una salida que él no buscó y que fue el resultado de su pobre desempeño al frente del Palacio San Martín, pero también de la interna que se disparó tras el resultado de las Primarias.
Ya fuera del grupo de poder, Solá cuestionó la forma “no apropiada” de su desplazamiento, a la vez que contó que no volvió a hablar con el presidente Alberto Fernández.
Solá aludió entonces a la necesidad de buscar acuerdos “para gobernar un país en la situación de la Argentina, tan difícil, que no tiene moneda”.
Es normal en Argentina ver a dirigentes que cambian de alineación según los vientos de la política.
En los casos de Trotta y Solá, la lejanía del poder parece haberles refinado la perspectiva a punto tal de percibir la realidad tal y como la mayoría de los argentinos.