Durante agosto y septiembre el Gobierno argentino intentó sacar rédito de algunas tibias buenas noticias económicas asegurando que se habían sentado las bases para un despegue genuino después de casi cuatro años de recesión y uno y medio de debacle pandémica.
Uno de los argumentos más empleados por el Poder Ejecutivo fue el de la “desaceleración inflacionaria”, algo que en la práctica sucedió, aunque la baja haya sido nada más que de 0,5 puntos en ambos meses.
Haber medido menos de 3% durante dos meses consecutivos fue la mecha de la bomba de optimismo que intentó hacer estallar el Gobierno, aunque finalmente lo que estalló fueron las PASO dejando un tendal de dudas de cara a las elecciones de medio término de noviembre próximo.
Pero más allá de la venta de expectativas y las exhortaciones al optimismo, cabe volver a la realidad, esa que vivimos todos y que se aleja cada vez más de los discursos. La inflación, tal y como la conocimos estos dos meses, ya no será igual. O en todo caso volverá a ser como era antes de la “desaceleración”.
Porque la presión sobre los precios vuelve a tomar ritmo este mes, cuando están previstos aumentos en medicina prepaga, remuneración de empleadas domésticas, expensas y otros rubros, además de los que mes a mes registran subas semanales (alimentos, bebidas, etc).
El combo empujaría el Índice de Precios al Consumidor (IPC) por encima del 3%, tal y como venía sucediendo antes del que se produjera la celebrada “desaceleración”.
Y sucederá justo en la recta final hacia las elecciones legislativas, con lo que el momento no podría ser peor para todos.
Cabe a estas alturas la reflexión sobre las capacidades de un Gobierno que, apelando a munición gruesa y a sus mejores medidas, logró desacelerar apenas la inflación a 2,5% durante un par de meses.